PRIMER ESCLAVO.-Tráeme pronto una bolita para
el escarabajo.
SEGUNDO ESCLAVO.-Toma, dásela a esa cochina
bestia. ¡Ojalá no coma jamás otra mejor!
PRIMER
ESCLAVO.-Otra hecha con boñiga de asno.
SEGUNDO ESCLAVO.-Ahí la tienes también. Pero ¿dónde
está la que trajiste hace un momento? ¿Se la ha comido ya?
PRIMER
ESCLAVO.-¡Pues ya lo creo! Me la arrebató de las manos, le dio una vueltecilla
entre las patas y se la tragó enterita. Hazle, hazle otras más grandes y espesas.
SEGUNDO ESCLAVO.-¡Oh, limpia-letrinas,
socorredme en nombre de los dioses, si no queréis que me asfixie!
PRIMER
ESCLAVO.-Otra, otra, confeccionada con excrementos de joven invertido; ya sabes
que le gusta la masa muy molida.
SEGUNDO ESCLAVO—Creo, señores, que hay algo de
que nadie podrá acusarme: de que me coma la pasta al amasarla.
PRIMER
ESCLAVO.-¡Puf!, venga otra, otra y otra, bolita; no ceses de amasar.
SEGUNDO ESCLAVO.-No, por Apolo; ¡se acabó! No
puedo resistir ya el olor de este lebrillo.
PRIMER
ESCLAVO.-Entonces, voy a llevármelo yo mismo de aquí.
SEGUNDO ESCLAVO.-Eso es. Échasela a los
cuervos y échate tú detrás. (A los espectadores.) ¿No me dirá alguno de
vosotros que lo sepa dónde podré comprar una nariz sin agujeros? Porque es el
más repugnante de los oficios esto de ser cocinero de un escarabajo. Al fin un
cerdo o un perro se tragan nuestros excrementos tal y como se los encuentran,
mas este animal anda siempre con remilgos, y ni aún se digna tocarlos, si no me
he estado amasando un día entero la bolita, como si hubiera de ofrecerse a una
joven delicada. Pero veamos si ha concluido de comer; voy a entreabrir un
poquito la puerta para que no me distinga. ¡Traga, traga, atrácate hasta que
revientes! ¡Cómo devora el maldito! Mueve las mandíbulas como un atleta sus
membrudos brazos; luego agita la cabeza y las patas, como los que enrollan
cables en las naves de carga. ¡Oh, animal voraz, fétido e inmundo! No sé qué
dios nos ha enviado semejante regalo, pero seguramente no han sido ni Afrodita
ni las Gracias.
PRIMER
ESCLAVO.-¿Quién, entonces?
SEGUNDO ESCLAVO.-Sólo ha podido ser un
monstruo enviado por Zeus lanzamierdas.
PRIMER
ESCLAVO.-Pero sin duda algún espectador, alguno de esos jóvenes que presumen de
ingeniosos, estará diciendo ya: ¿Qué es esto? ¿Qué significa ese escarabajo? Y
un jonio sentado a su lado, estoy seguro de que le responde: Todo esto, si no
me engaño, se refiere a Cleón, pues es el único que no tiene reparo en comer mierda.
Pero voy a darle de beber.
SEGUNDO ESCLAVO.-Y ahora, voy a explicar el
argumento a los niños, a los mozos, a los hombres, a los viejos y a los que han
traspuesto el término ordinario de la vida. Mi amo padece una rara locura, no
la vuestra, sino otra absolutamente inédita: la de pasarse todo el día mirando
al cielo, con la boca abierta e increpando a Zeus de este modo: «¡Oh Zeus!» ¿Qué intentas? Deja la
escoba; no vayas a vaciar a Grecia con tus escobazos.» ¡Eh, silencio! Acabo de
oír su voz.
TRIGEO.-(En el interior de la casa.) ¡Oh,
Zeus! ¿Qué intentas hacer de nuestra patria? ¿No ves que se despueblan las
ciudades?
SEGUNDO ESCLAVO.-Ahí tenéis la manía de que os
hablaba. Esas palabras pueden daros una idea de ella; yo os diré las que
pronunciaba cuando principió a revolvérsele la bilis. Hablando aquí mismo a
solas, exclamaba: «¿Cómo podría yo ir derecho a Zeus?» Construyó al efecto
escalas muy ligeras, por las cuales, sirviéndose de pies y manos, trataba de
subir al cielo; hasta que se cayó, rompiéndose la cabeza. Ayer se fue corriendo
no sé adonde, y volvió a casa con este enorme escarabajo, ligero como un
caballo del Etna, obligándome a ser su palafranero. Mi amo le acaricia como si fuese
un potro, y le dice: «Pegasillo mío, generoso volátil: llévame de un vuelo
hasta el trono de Zeus.» Pero voy a ver por esta rendija lo que hace. ¡Oh
desgraciado! ¡Favor! ¡Favor! ¡vecinos! ¡Mi amo sube por el aire en el
escarabajo!
TRIGEO.-(Apareciendo a caballo sobre una
máquina que representa un escarabajo de dimensiones colosales.) Calma, calma,
despacio; poco a poco, escarabajo mío; refrena tu fogosidad; no confíes
demasiado en tu fuerza; aguarda a que, después de sudar, el rápido movimiento
de las alas haya dado agilidad a tus remos. Sobre todo, no despidas ningún aire
infecto; si estás dispuesto a hacerlo, más vale que te quedes en casa.
Aristófanes, La Paz
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