domingo, 15 de julio de 2018

LAOCONTE Y SUS HIJOS



En ese momento un nuevo prodigio mucho más terrible
aparece ante los desgraciados y turba sus pechos confiados.
Laocoonte, elegido por suerte sacerdote de Neptuno,
Solemne degollaba en el altar un toro enorme.
Y en ese momento, me horrorizo al contarlo, dos grandes serpientes
se lanzan al mar desde Ténedos por la quieta superficie
con curvas inmensas y buscan la costa;
sus pechos se levantan entre las olas y con crestas
de sangre asoman en el agua, el resto se dibuja
en el mar y retuercen sus lomos enormes en un torbellino.
Suena el silbido en la sal espumante, y ya a tierra llegaban,
inyectados en sangre y en fuego sus ojos ardientes,
sacudían sus bocas silbantes vibrando las lenguas.
Escapamos exangües ante la visión. Aquéllas en línea recta
buscan a Laocoonte, y primero rodean con su abrazo
los pequeños cuerpos de sus dos hijos y a mordiscos devoran
sus pobres miembros; se abalanzan después sobre aquel
que acudía en su ayuda con las flechas y abrazan
su cuerpo en monstruosos anillos, y ya en dos vueltas
lo tienen agarrado rodeándole el cuello con sus cuerpos escamasos,
y sacan por encima la cabeza y las altas cervices.


Él trata con las manos de deshacer los nudos,
con las cintas manchadas de sangre seca y negro veneno;
lanza al cielo sus gritos horrendos,
como los mugidos cuando el toro escapa herido del altar
sacudiendo de su cerviz el hacha que erró el golpe.
Se escapan luego los dragones gemelos hacia el alto santuario
y buscan el alcázar de la cruel Tritónide
y a los pies de la diosa, bajo el círculo de su escudo, se esconden.
Entonces fue cuando un nuevo pavor se asoma a los pechos
temblorosos de todos y se dice que Laocoonte había pagado su crimen,
por herir con su lanza el caballo de madera sagrado
y llegar a clavar en su lomo la lanza asesina.

Virgilio, Eneida

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