jueves, 12 de julio de 2018

LAS TERMÓPILAS


—Sé que, como espartanos, no precisáis arengas que os infundan valor.
El pecho de Leónidas y su poderoso cuello formaban una caja de resonancia tan ancha y profunda que no necesitaba desgañitarse como otros generales para que su voz llegara a todos sus hombres.
Por eso y porque, contando con los cincuenta sirvientes que completaban las filas de su pequeña falange, tan sólo tenía trescientos hombres a los que dirigirse.
Desde la época de las guerras contra los arcadios, se había extendido la costumbre de que, antes de la batalla, el enomotarca de cada sección formara un corro con sus hombres —treinta o cuarenta a lo sumo— con el fin de impartirles alguna consigna final, o simplemente para recordarles el código de honor espartano. Ahora Leónidas decidió olvidar por un momento que era rey —cargo que nunca había deseado—, recordar su pasado como simple oficial y compartir aquel instante decisivo con sus hombres.
Puesto que un corro de trescientos habría sido demasiado grande, los soldados formaron varios anillos concéntricos ordenados por alturas. Leónidas se colocó en el del centro, abriendo los brazos para enlazarse por los hombros con los guerreros que tenía al lado. Los demás, desde el círculo interior hasta el exterior, hicieron lo propio. Ahora todos formaban un gran organismo, un único cuerpo alimentado por los latidos de trescientos corazones.
El rey se puso en cuclillas y los hombres del círculo interior lo imitaron. Los músculos de las piernas de Leónidas y las articulaciones de sus rodillas se quejaron amargamente por lo incómodo de la posición, pero era el modo de que los soldados de atrás pudieran verlo todo.
—No, no necesitáis arengas —repitió—. Pero quiero daros las gracias, porque ha sido un honor combatir a vuestro lado.
Todos ellos estaban ya armados, con los yelmos colgados de los barbuquejos o a medio embutir sobre la frente, los escudos apoyados en el suelo. Las lanzas las habían dejado fuera de la formación, apoyadas unas con otras en grupos de tres, formando un pequeño bosque de madera y hierro. Cada uno sabía bien cuál era la suya, ya que los nombres de los dueños estaban grabados a cuchillo en las astas de fresno.
—Sabéis que hoy no va a ser un día como los anteriores —dijo Leónidas. «Porque vamos a morir todos», añadió para sí, pero sabía que no era necesario decirlo—. Por eso, hoy no vamos a defender la posición. Hoy no vamos a aguardar al enemigo en el muro focense. ¡Hoy, espartanos, vamos a atacar!
—Eleléeeuuuu!!!
—¿Qué vamos a hacer espartanos?
—¡Atacar! (…)

—¿Qué es lo que pide el espartano? —preguntó Leónidas.
—¡Siempre combatir! —respondió el corro de guerreros.
—¿Le importa al espartano si es viejo?
—¡No!
—¿Le importa si está enfermo?
—¡No!
—¿Le importa si acaba de luchar y está malherido?
—¡No!
—¿Qué es lo que pide?
—¡Luchar, luchar y luchar! (…)

—Recordad nuestro código, espartanos. ¡No hay emblema más glorioso…!
—¡Que el escudo de Esparta!
—¡Mi escudo no me protege a mí…!
—¡Sino a mi compañero!
—¡Jamás abandonaré el escudo…!
—¡A no ser que ya no me quede otra arma y lo rompa aplastando a mi enemigo! (…)

—¿Le importa al espartano quiénes son los enemigos?
—¡No!
—¿Le importa cuáles son los enemigos?
—¡No!
—¿Qué es lo único que le importa de ellos?
—¡Dónde están! (…)

—¿Qué busca siempre el espartano?
—¡Acortar la distancia con el enemigo!
—¡Mejor que la flecha…!
—¡La lanza!
—¡Mejor que la lanza…!
—¡La espada!
—¡Y cuando toda arma se haya roto…!
—¡A puño y a pie, a uña y a diente! (…)

—Hasta ahora os habéis contenido, habéis guardado energías para aguantar y combatir al día siguiente. Hoy no tenéis que reservar nada. ¡Hoy tenéis que darlo todo!
—¡Hoy lo daremos todo! —clamó el corro de guerreros.
—¡No os vayáis a la otra orilla de la Estigia lamentando haberos guardado fuerzas, pues de nada os van a valer en el infierno! (…)


Tras disolver el corro, con los corazones enardecidos por las palabras de Leónidas, los guerreros embrazaron los pesados escudos de roble, empuñaron las lanzas y ocuparon sus puestos en la formación. En la primera fila sólo se veían las lambdas de Laconia, y lo mismo sucedía en la segunda, pero en la tercera y última los broqueles espartanos alternaban con otros arrebatados en el campo de batalla a los soldados griegos de Artemisia, la reina guerrera, e incluso con algunos escudos persas de mimbre y cuero.
Esas armas abigarradas las habían dejado para los cincuenta ilotas que rellenaban la última fila y que —más por azar que por intento— completaban el número de trescientos hoplitas, los mismos que habían partido de Esparta. Si esos hombres estaban allí era por propia voluntad: por orden de Leónidas, todos los guerreros espartanos habían firmado documentos para emancipar a sus criados y los habían despachado de regreso a Laconia. En agradecimiento a los servicios prestados en las Termópilas, a partir de ese momento se habían convertido en hombres libres. No espartiatas, por supuesto, no miembros de la élite de los Iguales: ciudadanos de segunda fila, mas al menos ya no serían siervos de nadie.

Javier Negrete, El Espartano

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