miércoles, 4 de julio de 2018

PASEANDO POR SANTILLANA DEL MAR


La casona estaba al otro lado de la calle, donde comenzaba la plaza Mayor. Ofrecía una imponente fachada de piedra con dos arcadas de medio punto que daban acceso a un zaguán, donde encontraba cobijo una venerable puerta de madera. En el primer piso de la casa, sobre cada uno de los arcos, se podían admirar dos antepechos con barandillas de hierro forjado y, en medio de ambos, un imponente escudo de armas en cuyo centro, según Gala creyó apreciar desde donde se encontraban, aparecía esculpida un águila. En el piso superior había una solana de madera a lo largo de toda la fachada.
—¡Caramba con el doctor! —se admiró Arturo.
El matrimonio se despidió de los dos periodistas y se lanzó a dar su primer paseo por las centenarias calles de la villa. Dejaron a su derecha la casona de Velarde aguardando aún con más ansia la hora de encontrarse con él durante la cena y caminaron por la empedrada calle Juan Infante, flanqueada por preciosas casas con fachadas de sillería y balcones de madera que, en algunos casos, ofrecían una curiosa estampa al curvarse por el peso de los años. Más adelante, doblaron la esquina a la izquierda para tomar la calle de La Carrera. Gala se había hecho con un plano del pueblo y de vez en cuando se detenía para contemplar, embobada, alguna de las casonas hidalgas. Le encantaba hacer de guía y Arturo, que lo sabía, se dejaba conducir.
La escritora recitaba el nombre de los caserones más relevantes —el de Leonor de la Vega, el de los Hombrones, el de los Abades...—, hasta que se dieron de bruces con la plaza de la Colegiata. Los dos se quedaron de pronto pasmados admirando la fachada del templo. Ni siquiera la erosión lograba acallar su belleza.
Rodearon la colegiata compartiendo un cómodo silencio (…)


Santos caminó perdido, sin rumbo fijo, por las empedradas y centenarias calles durante varios minutos, hasta que finalmente se detuvo frente la colegiata románica de la villa y se quedó mirándola, embobado. En otra época del año habría reclamado la atención de alguno de los cientos de turistas que visitaban el monumento, pero en aquella tarde cenicienta de diciembre resultó ser él la única persona que a esa hora subía los siete peldaños de piedra que llevaban al atrio del templo.
El editor caminó por la explanada enlosada y se detuvo, curioso, observando el frontispicio triangular desde el cual tuvo la impresión de que santa Juliana, la patrona del pueblo, lo juzgaba con severidad. Se estremeció al ver que la santa llevaba atado de una soga al demonio, mientras varios ángeles pululaban a su alrededor cubriéndose sus partes pudendas con túnicas seguramente sedosas, pero la piedra, milenaria y desgastada, impedía afirmarlo con certeza.
¿Cómo podría defenderse?, se interrogó cuando la santa o, seguramente mucho antes, la Guardia Civil reclamaran explicaciones de lo ocurrido en casa del doctor. Buscando soluciones, desplazó la mirada más allá de la imagen de santa Juliana, porque su exhibición domando al demonio le incomodaba, y la posó sobre una galería de quince arcos de medio punto situada en un nivel superior de la portada de la colegiata. Aquella decoración le hizo sentirse mejor y recuperó en cierto modo la entereza. ¿Quién podía acusarle de aquellas muertes?, reflexionó. En un intento por calmar sus nervios, le habló en susurros a la torre que, a su derecha, encarnaba el recuerdo de un viejo campanil.
Mariano Urresti, Agatha Escribía con Sangre

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