lunes, 9 de julio de 2018

EL ORIGEN DE CARTAGENA


Hispania, 227 a.C.

Los cartagineses llevaban semanas construyendo un puerto al abrigo de la fortaleza que habían conquistado junto al mar. En el muelle Asdrúbal abrazó a Aníbal.
—Ten buen viaje y que Baal vele por ti. Cuando termines tu formación en Cartago, tal y como era deseo de tu padre, te espero aquí para seguir adelante con nuestros planes.
Aníbal devolvió el abrazo y, sin mirar atrás, subió al barco, una trirreme cartaginesa que velozmente le llevaría de vuelta a su patria. Era una partida dolorosa, agria, pero necesaria para cumplir los anhelos de su padre y sólo por eso aceptó las órdenes de Asdrúbal. Debía regresar a Cartago, terminar su formación pública, política y militar, reafirmar los vínculos de su familia con la metrópoli y luego regresar a Hispania.
La nave partió hacia África aprovechando la subida de la marea y el viento favorable.
En tierra, los cartagineses seguían edificando una muralla en la colina que dominaba aquel puerto natural que estaban fortificando. Se trataba de una pequeña península conectada a Iberia por un estrecho istmo. Alrededor de la península todo era agua: al oeste y al sur el mar Mediterráneo y al norte, una laguna natural que impedía el ataque desde ese lado. El ejército púnico levantó murallas que protegían toda la península de un ataque por mar, y un muro de más de seis metros en el sector este, donde estaba el istmo, atravesado por una puerta guarnecida por torres, que quedaba como el único acceso a aquella nueva ciudad que estaban construyendo.
Asdrúbal paseaba satisfecho del trabajo de sus hombres. Aquélla sería la capital púnica en Hispania, desde donde partirían sus ejércitos para asentar sus posiciones en todo aquel vasto país. Una extensión de Cartago fuera de África que se convertiría en referente del poder púnico creciente, que intimidaría a iberos, celtas y, por qué no, a los propios romanos. Una ciudad inexpugnable por tierra y por mar y un excelente puerto de comunicación por el que Cartago recibiría las riquezas de aquel territorio y por el que a la Iberia cartaginesa llegarían víveres, suministros y refuerzos desde la capital. Desde que los romanos habían detectado las incursiones cartaginesas en Hispania, se habían mostrado opuestos a las mismas y sólo un pacto confuso, estableciendo el Ebro como frontera límite para los posibles dominios cartagineses, parecía haber calmado un poco los ánimos. La estrategia ahora era asegurarse el control de todas las regiones al sur de ese río y necesitaban una base de operaciones. Ese puerto, esa ciudad sería su centro neurálgico en la región.
Al cabo de varios meses la fortaleza estaba lista. A ella llevaron numerosos cautivos iberos, rehenes, hijos e hijas de jefes de diferentes clanes de la región, con los que chantajear a numerosas tribus para que no se alzaran contra el poder absoluto de Cartago en Hispania, ahora ya bajo su poder desde el sur del Tajo y el Ebro hasta Gades.
Asdrúbal ascendió hasta una colina que luego llevaría su nombre, Arx Hasdrubalis, al norte de la nueva ciudad desde la que se divisaba la laguna, y allí ofreció sacrificios a los dioses Baal y Melqart y la diosa Tanit. A ellos rezó y rogó que bendijeran aquella ciudad y que la hicieran infranqueable para cualquier enemigo, ya viniera por tierra o por mar. Era una ofrenda generosa: una decena de bueyes. Los dioses se sintieron satisfechos y cumplirían su promesa.
Al finalizar el sacrificio Asdrúbal se volvió hacia la multitud de soldados que se había reunido próxima al altar y proclamó el nombre de la nueva ciudad.
—¡Baal, Melqart y Tanit protegerán esta fortaleza, la nueva capital de nuestros dominios en esta región y que desde ahora será conocida y temida por todos con el nombre de…! —Y calló unos segundos mientras alzaba su rostro al cielo— ¡… Qart Hadasht!

Santiago  Posteguillo, Africanus, el Hijo del Cónsul

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