Michael, el
hermano de Matilda, era un niño de lo más normal, pero la hermana, como ya he
dicho, llamaba la atención. Cuando tenía un año y medio hablaba perfectamente y
su vocabulario era igual al de la mayor parte de los adultos. Los padres, en lugar
de alabarla, la llamaban parlanchina y le reñían severamente, diciéndole que
las niñas pequeñas debían ser vistas pero no oídas.
Al cumplir los
tres años, Matilda ya había aprendido a leer sola, valiéndose de los periódicos
y revistas que había en su casa. A los cuatro, leía de corrido y empezó, de
forma natural, a desear tener libros. El único libro que había en aquel
ilustrado hogar era uno titulado Cocina fácil, que pertenecía a su madre. Una
vez que lo hubo leído de cabo a rabo y se aprendió de memoria todas las
recetas, decidió que quería algo más interesante.
—Papá —dijo—,
¿no podrías comprarme algún libro?
— ¿Un libro?
—preguntó él—. ¿Para qué quieres un maldito libro?
—Para leer,
papá.
— ¿Qué
demonios tiene de malo la televisión? ¡Hemos comprado un precioso televisor de
doce pulgadas y ahora vienes pidiendo un libro! Te estás echando a perder, hija...
Entre semana,
Matilda se quedaba en casa sola casi todas las tardes. Su hermano, cinco años
mayor que ella, iba a la escuela. Su padre iba a trabajar y su madre se
marchaba a jugar al bingo a un pueblo situado a ocho millas de allí. La señora
Wormwood era una viciosa del bingo y jugaba cinco tardes a la semana. La tarde
del día en que su padre se negó a comprarle un libro, Matilda salió sola y se
dirigió a la biblioteca pública del pueblo. Al llegar, se presentó a la
bibliotecaria, la señora Phelps. Le preguntó si podía sentarse un rato y leer
un libro. La señora Phelps, algo sorprendida por la llegada de una niña tan pequeña
sin que la acompañara ninguna persona mayor, le dio la bienvenida.
— ¿Dónde están
los libros infantiles, por favor? —preguntó Matilda.
—Están allí,
en las baldas más bajas —dijo la señora Phelps—. ¿Quieres que te ayude a buscar
uno bonito con muchos dibujos?
—No, gracias
—dijo Matilda—. Creo que podré arreglármelas sola.
A partir de
entonces, todas las tardes, en cuanto su madre se iba al bingo, Matilda se dirigía
a la biblioteca. El trayecto le llevaba sólo diez minutos y le quedaban dos
hermosas horas, sentada tranquilamente en un rincón acogedor, devorando libro
tras libro. Cuando hubo leído todos los libros infantiles que había allí,
comenzó a buscar alguna otra cosa.
La señora
Phelps, que la había observado fascinada durante las dos últimas semanas, se
levantó de su mesa y se acercó a ella.
— ¿Puedo
ayudarte, Matilda? —preguntó.
—No sé qué
leer ahora —dijo Matilda—. Ya he leído todos los libros para niños.
—Querrás decir
que has contemplado los dibujos, ¿no?
—Sí, pero
también los he leído.
La señora
Phelps bajó la vista hacia Matilda desde su altura y Matilda le devolvió la mirada.
—Algunos me
han parecido muy malos —dijo Matilda—, pero otros eran bonitos. El que más me
ha gustado ha sido El Jardín Secreto. Es un libro lleno de misterio. El misterio
de la habitación tras la puerta cerrada y el misterio del jardín tras el alto
muro.
La señora
Phelps estaba estupefacta.
— ¿Cuántos
años tienes exactamente, Matilda? —le preguntó.
—Cuatro años y
tres meses.
La señora
Phelps se sintió más estupefacta que nunca, pero tuvo la habilidad de no demostrarlo.
— ¿Qué clase
de libro te gustaría leer ahora? —preguntó.
—Me gustaría
uno bueno de verdad, de los que leen las personas mayores. Uno famoso. No sé
ningún título.
La señora
Phelps ojeó las baldas, tomándose su tiempo. No sabía muy bien qué escoger.
¿Cómo iba a escoger un libro famoso para adultos para una niña de cuatro años? Su
primera idea fue darle alguna novela de amor de las que suelen leer las chicas
de quince años, pero, por alguna razón, pasó de largo por aquella estantería.
—Prueba con
éste —dijo finalmente—. Es muy famoso y muy bueno. Si te resulta muy largo,
dímelo y buscaré algo más corto y un poco menos complicado.
—Grandes
Esperanzas —leyó Matilda—. Por Charles Dickens. Me gustaría
probar.
—Debo de estar
loca —se dijo a sí misma la señora Phelps, pero a Matilda le comentó—: Claro
que puedes probar.
Durante las
tardes que siguieron, la señora Phelps apenas quitó ojo a la niñita sentada
hora tras hora en el gran sillón del fondo de la sala, con el libro en el
regazo. Tenía que colocarlo así porque era demasiado pesado para sujetarlo con
las manos, lo que significaba que debía sentarse inclinada hacia delante para
poder leer. Resultaba insólito ver aquella chiquilla de pelo oscuro, con los
pies colgando, sin llegar al suelo, totalmente absorta en las maravillosas
aventuras de Pip y la señorita Havishman y su casa llena de telarañas dentro del mágico hechizo que Dickens,
el gran narrador, había sabido tejer con sus palabras. El único movimiento de
la lectora era el de la mano cada vez que pasaba una página. La señora Phelps
se apenaba cuando llegaba el momento de acercarse a ella y decirle: «Son las
cinco menos diez, Matilda».
En el
transcurso de la primera semana, la señora Phelps le preguntó:
— ¿Viene tu
madre todos los días para llevarte a casa?
—Mi madre va
todas las tardes a Aylesbury a jugar al bingo —le respondió Matilda—. No sabe
que vengo aquí.
—Pero eso no
está bien —dijo la señora Phelps—. Creo que sería mejor que se lo contaras.
—Creo que no
—contestó Matilda—. A ella no le gusta leer. Ni a mi padre.
—Pero ¿qué
esperan que hagas todas las tardes en una casa vacía?
—Ir de un lado
para otro y ver la tele.
—Ya.
—A ella no le
importa nada lo que hago —dijo Matilda con un deje de tristeza.
A la señora
Phelps le preocupaba la seguridad de la niña cuando transitaba por la concurrida
calle Mayor del pueblo y cruzaba la carretera, pero decidió no intervenir.
Al cabo de una
semana, Matilda terminó Grandes Esperanzas que, en aquella edición,
tenía cuatrocientas once páginas.
—Me ha
encantado —le dijo a la señora Phelps—. ¿Ha escrito otros libros el señor Dickens?
—Muchos otros
—respondió la asombrada señora Phelps—. ¿Quieres que te elija otro?
Durante los
seis meses siguientes y, bajo la atenta y compasiva mirada de la señora Phelps,
Matilda leyó los siguientes libros:
Nicolas Nickleby, de Charles
Dickens.
Oliver Twist, de Charles Dickens.
Jane Eyre, de Charlotte Brontë.
Orgullo y prejuicio, de Jane
Austin.
Teresa, la de Urbervilles, de
Thomas Hardy.
Viaje a la Tierra, de Mary Webb.
Kim, de Rudyard Kipling.
El hombre invisible, de H. G.
Wells.
El viejo y el mar, de Ernest
Hemingway.
El ruido y la furia, de William
Faulkner.
Alegres compañeros, de J. B.
Priestley.
Las uvas de la ira, de John
Steinbeck.
Brighton Rock, de Graham Greene.
Rebelión en la granja, de George
Orwell.
Era una lista
impresionante y, para entonces, la señora Phelps estaba maravillada y emocionada,
pero probablemente hizo bien en no mostrar su entusiasmo. Cualquiera que hubiera
sido testigo de los logros de aquella niña se hubiera sentido tentado de armar
un escándalo y contarlo en el pueblo, pero no la señora Phelps. Se ocupaba sólo
de sus asuntos y hacía tiempo que había descubierto que rara vez valía la pena
preocuparse por los hijos de otras personas.
—El señor Hemingway
dice algunas cosas que no comprendo —dijo Matilda—. Especialmente sobre hombres
y mujeres. Pero, a pesar de eso, me ha encantado. La forma como cuenta las
cosas hace que me sienta como si estuviera observando todo lo que pasa.
—Un buen
escritor siempre te hace sentir de esa forma —dijo la señora Phelps—. Y no te
preocupes por las cosas que no entiendas. Deja que te envuelvan las palabras,
como la música.
—Sí, sí.
— ¿Sabías —le
preguntó la señora Phelps— que las bibliotecas públicas como ésta te permiten
llevar libros prestados a casa?
—No lo sabía
—dijo Matilda—. ¿Podría hacerlo?
—Naturalmente
—dijo la señora Phelps—. Cuando hayas elegido el libro que quieras, tráemelo
para que yo tome nota y es tuyo durante dos semanas. Si lo deseas, puedes
llevarte más de uno.
A partir de
entonces, Matilda sólo iba a la biblioteca una vez por semana, para sacar nuevos
libros y devolver los anteriores. Su pequeño dormitorio lo convirtió en sala de
lectura y allí se sentaba y leía la mayoría de las tardes, a menudo con un
tazón de chocolate caliente al lado. No era lo bastante alta para llegar a los
cacharros de la cocina, pero colocaba una caja que había en una dependencia
exterior de la casa y se subía en ella para llegar a donde deseaba. La mayoría
de las veces preparaba chocolate caliente, calentando la leche en un cazo en el
hornillo, antes de añadirle el chocolate. De vez en cuando preparaba Bovril y
Ovaltina. Resultaba agradable llevarse una bebida caliente consigo y tenerla al
lado mientras se pasaba las tardes leyendo en su tranquila habitación de la
casa desierta. Los libros la transportaban a nuevos mundos y le mostraban
personajes extraordinarios que vivían
unas vidas excitantes. Navegó en tiempos pasados con Joseph Conrad. Fue a
África con Ernest Hemingway y a la India con Rudyard Kipling. Viajó
por todo el mundo, sin moverse de su pequeña habitación de aquel pueblecito
inglés.
Roald Dahl, Matilda
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