Al rebasar un
pequeño collado, (Sara) divisó media docena de árboles resecos, que proyectaban
una sombra escasa bajo la que se guarecían dos hombres. Junto a ellos, buscando
algún hierbajo que rumiar, aguardaban un caballo viejo y un asno de aspecto
resignado. La chica corrió hacia allí, tropezando y gimiendo. Su aspecto
expresaba con tanta claridad desconsuelo que uno de los dos hombres salió a su
encuentro, preocupado. Era más bien bajo, rechoncho y llevaba barba de varios
días, pero Sara se abrazó a él sollozando como si fuese la viva imagen de la
más radiante esperanza. Intentó explicarle lo que les había ocurrido, pero no
le salían las palabras: sólo era capaz de balbucear «¡ayuda, ayuda!». Él hizo
lo que pudo por tranquilizarla:
—Sosiégate,
muchacha. Calma, que ni lágrimas ni gemidos sirven para aclarar asunto alguno.
Tengo por seguro que has sufrido algún famoso agravio o desafuero y que deseas
ver tu derecho reparado. Pues bien, debes saber que llegaste a buen puerto,
como suele decirse, ya que mi señor don Quijote, aquí presente, es el más
grande caballero andante que vieron los tiempos pasados o presentes. Su fuerte
brazo defiende a las viudas y a los huérfanos contra raptos, abusos y malos
hechizos. Y de ello puedo dar fe yo, Sancho Panza, su escudero y testigo de mil
asombrosas hazañas.
Recostado
contra el tronco de uno de los árboles, el así elogiado caballero lanzó un
suspiro. Era de edad más que mediana, tan enteco que parecía quebradizo y
cuando empezó a hablar se agitaba trémula su barbita canosa y afilada:
—Sancho amigo,
te agradezco tu buena disposición para defender mi maltrecha nombradía pero no
debes hacer concebir falsas esperanzas a esta damita. ¿Hazañas, dices? Lo único
que me has visto padecer desde que cabalgamos juntos son fracasos, manteos y
quebrantos. Nada hay de asombroso en tales percances, salvo el hecho de que aún
estemos vivos para contarlo. Por buena que sea mi intención, los resultados de
mis esfuerzos son nulos o ridículos. Allá donde yo creo ver injusticias, sólo
hay costumbres y rutinas de todos aceptadas; los que supongo malvados brujos
son simples funcionarios y las princesas cuyo honor me apresto a defender se
revelan deshonradas mozas de partido. Una y otra vez lo he intentado, pero ya
no puedo más. Hace tiempo fui llamado el Caballero de la Triste Figura, pero
ahora tienes ante ti al Caballero de la Mucha Fatiga. Muchacha, no sé lo que te
aflige pero estoy lamentablemente seguro de que seré incapaz de remediarlo.
Calló luego
con otro suspiro don Quijote e inclinó la cabeza sobre su pecho. Sara mientras
no paraba de darle vueltas a la cabeza. ¡De modo que se había encontrado con
don Quijote y Sancho Panza! Pues nada, había que aprovechar la ocasión. Lamentó
no haber leído nunca la novela de Cervantes, aunque recordaba una serie de
televisión sobre el personaje. Claro que tenerle allí delante, de carne y
hueso... bastante más hueso que carne, según parecía... y mucho más desanimado
que en la tele... Sin embargo, ella necesitaba su ayuda. ¡Y enseguida! Pero
¿cómo había que dirigirse a este señor tan raro y tan antiguo? La chica optó
por el género dramático y se precipitó de rodillas junto a él, implorando:
—¡Por favor,
por favor, buen caballero! Mis amigos Fisco y Jaiko han caído en poder de dos
gigantes crueles que quieren mutilarles primero y matarles después. Salvo usted
no hay esperanza ninguna para ellos ni ayuda para mí. ¿A quién recurriré si me
abandonáis?
—¿Gigantes,
dices? —don Quijote levantó la cabeza al oír la palabra, como los niños en la
escuela cuando suena la campana del recreo. Pero la animación le duró poco y
enseguida volvió a su abatimiento—. Seguro que te equivocas. Me tengo por una
autoridad en la materia y puedo asegurarte que no hay gigantes: sólo son
molinos de viento. Mueven sus aspas como si fuesen brazos enormes y
amenazadores, pero son simples molinos. Llamándoles «gigantes» cometes un error
muy común. También yo incurría en él con frecuencia, en otro tiempo, y
pretendía luchar contra ellos para conseguir fama. ¡Imagínate! Nadie puede
labrarse una reputación alanceando inocentes molinos de viento. Porque los
molinos no raptan a nadie, ni mutilan ni asesinan a nadie: se limitan solamente
a moler trigo y también a triturar las ilusiones de los viejos locos como yo o
de las niñas solitarias como tú.
Sancho Panza
intervino entonces, apoyando las súplicas de Sara. Desde que se encontraron,
miraba a la muchacha con solicitud paternal. Su buen sentido había comprendido
de inmediato que no era una princesa legendaria asustada por hechiceros de
novela de caballerías sino una niña que necesitaba ayuda contra algún peligro
perfectamente terrenal.
—Pero escuche
vuesa merced a esta criatura, que una golondrina no hace verano ni un molino
confundido con gigante hará que todos los gigantes luego vayan a ser molinos o
molineros. Sí ahora vencéis a esos gigantes de los que yo no dudo y rescatáis a
sus víctimas, mañana podréis enviarles camino del Toboso para que lleven a
vuestra señora Dulcinea recado de rendida y amorosa pleitesía.
—¡Calla, Sancho,
no hables de lo que no entiendes! —replicó dolorido en lo más íntimo el
Caballero de la Mucha Fatiga—. La sin par Dulcinea, la dama de mis
pensamientos, está ya definitivamente fuera de mi alcance. Nada he hecho para
merecerla. Soy tan indigno de su atención como de escuchar el coloquio sublime
de los astros en las noches de Castilla...
Como era de
natural bastante impaciente, Sara estaba comenzando a hartarse de tantas
rogativas:
—Muy bien,
pues no me ayudéis sí no os apetece. Pero francamente... ¡vaya caballero
ambulante estáis hecho! Aquí viene una con un problema y ni caso. Si esa señora
Dulcinea de la que habláis con los ojos en blanco es tan sin par como usted
guerrero y defensor de viudas, no me extrañaría que tuviese verrugas en la cara
y bigote...
Don Quijote se
puso en pie, no diré que de un salto pero sin duda bastante rápidamente, con un
entrechocar de piezas de armadura que sonó como si fuesen latas de cerveza
vacías.
—¡Eso sí que
no! Sostengo ante quien fuere que Dulcinea es la más hermosa y yo el más
desdichado de los caballeros. Y no está bien que mi flaqueza ni mi fatiga
desmientan tan gran verdad. Ayer la defendí contra la furia de los dragones y
hoy, si hace falta, arrostraré también por ella el ridículo, que es el dragón
más peligroso de todos. ¡Ea, muchacha! ¿Dónde están esos ogros? Si existen se
las verán conmigo y pagarán sus tropelías. ¡Con que gígantitos a mí...! Pero
luego deberás reconocer públicamente allá donde fueres que no hay sobre este
planeta ni bajo este firmamento dama más bella y menos verrugosa o bigotuda que
mi Dulcinea.
Después,
mientras la chica todavía enfurruñada decía por lo bajo «ya veremos...» aunque
estaba muy satisfecha de haber sido finalmente escuchada, don Quijote requirió
su caballo Rocinante y se encaramó a él con la ayuda del escudero. También
Sancho se subió en su asno y ambos partieron trotando en la dirección que les
había indicado Sara, quien les seguía de lejos. La muchacha quería albergar
alguna esperanza, pero veía el asunto bastante peliagudo. La verdad es que
consideraba muy pequeña la probabilidad que tenía la dispar pareja que la
precedía de vencer a los feroces ogros. Si se hubieran admitido apuestas y la
vida de sus compañeros no hubiese estado en juego... Sara habría sin duda
apostado por los ogros.
Don Quijote
llevaba en alto su lanza y embrazaba su adarga, mientras que Sancho se había
guardado varios pedruscos de buen tamaño en el zurrón y tenía preparada su
honda. El caballero advirtió sus manejos y comentó severamente:
—Creo haberte
dicho en otras ocasiones, Sancho amigo, que pelear a cantazos es cosa de cabreros y otros villanos semejantes, pero
indigna del escudero de un caballero andante.
—Pues no lo
tengo yo por tal —argüyó Sancho— sino que considero esta arma adecuada para la
ocasión que nos aguarda, porque con una honda precisamente el santo David
derribó para siempre al gigante Goliat.
—Sea como
dices y no se hable más —concluyó magnánimo don Quijote, a! que a veces asombraba
en su fuero interno el sencillo ingenio de Sancho. En ésas estaban cuando llegaron
a la cima del altozano y desde allí divisaron a los dos monstruos enmascarados,
sentados pesadamente en el suelo y dando tientos a un enorme pellejo de vino.
Encerrados
entre las piernas de uno de ellos seguían Fisco y Jaiko, cada vez más angustiados
por las risotadas y bromas ominosas de sus captores. Don Quijote abrió y cerró
varias veces los ojos, como tratando de aclararse la vista:
—¡Que Dios nos
ayude, buen Sancho! ¿Será posible? Porque para mí que son gigantes lo que
tenemos enfrente. ¡Gigantes verdaderos, ogros malignos, lo que he buscado desde
que salí de casa y me dediqué a la caballería andante! Puede que haya llegado
por fin mi día, después de tantos desengaños y sinsabores... Pero ¿cómo estar
seguros? Quizá dentro de un instante se conviertan en molinos, al igual que
tantas otras veces. Cuanto más gigantes parecen los gigantes, más molinos
resultan luego ser...
Sancho, en
cambio, no albergaba dudas respecto a lo que veía, aunque en cambio las tenía —¡y
muchas!— en lo referente al resultado de la batalla que se avecinaba:
—Repare bien
vuesa merced que son gigantes y no ninguna otra cosa esos dos monstruos de allá
abajo. Y retienen a dos muchachos, por lo que veo, que están gritando pidiendo auxilio...
En efecto, al
ver en lontananza las siluetas del caballero y su escudero, Fisco y Jaiko comenzaron
a dar voces desgarradoras. Entonces el Caballero de la Mucha Fatiga se sacudió
su desánimo y no dudó más.
—Sean molinos
o gigantes, Sancho, lo único seguro es que allí hay gente en peligro. Y para acudir
al rescate de quienes están en peligro y ganar así gloria con ello se inventó
la caballería andante. De modo que ¡sus y a ellos! ¡Por mi señora Dulcinea! ¡No
huyáis, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete!
Lanza en
ristre, picó espuelas y el mohíno Rocinante avivó un tanto el paso. Los dos secuestradores
contemplaron su avance y oyeron sus voces con bastante asombro.
—Patxi, ¿ves
tú lo que yo veo?
—Claro,
Miguelíto. Otros dos incautos que quieren abandonar este mundo antes de tiempo.
En ese preciso
instante, zumbó la honda de Sancho Panza y una piedra bien dirigida le golpeó
en la nariz.
—¡Joder, ay,
maldita sea su estampa! Nos atacan a traición...
Ambos colosos
se pusieron en pie. Parecían haberse olvidado un poco de Fisco y Jaiko, que comenzaron
a apartarse discretamente de ellos.
—¿Sabes lo que
te digo, Patxi? Que no me gusta nada esa pareja. Se diría que no nos tienen miedo.
¿Por qué? Vaya usted a saber... ¿Y si llevan algún arma secreta?
—No me
inquietes, Miguelito. Yo con cosas raras de ésas no quiero saber nada. Ya sabes
que sólo me gusta lo tradicional...
—Y la
principal tradición es que los enanos como ésos nos tengan miedo, ¿no? Pero ahí
vienen, a todo trapo y sin temblar. Francamente, este asunto empieza a olerme
mal.
Entonces
Fisco, ya a una prudente distancia de los ogros, comenzó a gritar:
—¡El cañón!
¡Venga, disparadles ahora un buen cañonazo!
Y Jaiko le
secundó con fervor entusiasta:
—¡Eso, el
cañón, el cañón! ¡Apunten...! ¡Fuego!
Los ogros
estaban cada vez más inquietos.
—Con gente así
de alterada no se puede hablar razonablemente. Si el mundo está lleno de personas
sensatas que tiemblan como es lógico al vernos, ¿por qué cono debemos nosotros aguardar
aquí a esos dos chalados que nos desafían? A mí no me gusta tratar con locos ni
con fanáticos. ¡Anda y que les den! Mira, yo me largo. La prudencia es la madre
de la ciencia...
—Lo que tú
digas, Miguelito...
Y ambos a dos
volvieron grupas y partieron con grandes zancadas, levantando tras su paso una
enorme nube de polvo. Indignado por esta retirada que le privaba de adversarios,
don Quijote les daba grandes voces («¡no huyáis, no huyáis, descomunales y soberbias
criaturas...!») mientras espoleaba a Rocinante, el cual parsimoniosamente
desistía de darse demasiada prisa. También Sancho celebraba la retirada de los
gigantes y recomendaba renunciar a cualquier persecución punitiva:
—Déjeles vuesa
merced que se vayan en buena hora, pues así le conceden una indiscutible victoria.
A enemigo que huye, puente de plata. ¡Y viva por siempre mi señor don Quijote, flor
y nata de la andante caballería!
Las voces de
Jaiko y Fisco se unieron a esos vítores, mientras corrían al encuentro de sus salvadores.
Sara los abrazó sin poder contener alguna lagrimita y Jaiko la besó con tal entusiasmo
que la chica a punto estuvo de tragarse el protector dental. Por lo demás, estaba
muy orgullosa de lo bien que había gestionado el rescate: «¡Misión cumplida!
¿Qué os parece? ¡Misión cumplida! ¡Y nada menos que con don Quijote! ¡Vaya
pasada, eh!» Desde sus monturas, el caballero y su escudero les miraban con
satisfecha benevolencia.
—No hay mayor
contento, según creo, que salvar el pellejo cuando todo indicaba que estábamos
a punto de perderlo —comentó el escudero lanzando un tierno suspiro.
Pero don
Quijote, que aceptaba con nobleza y algo de alivio su inusual victoria, le
corrigió:
—A mi entender
aún es más importante recuperar la libertad. Pues la libertad, Sancho, es uno
de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no
pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre: por la
libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida; y, por el
contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres.
Después de
estas palabras, se dirigió a los dos rescatados:
—Y a vosotros,
amigos, os tengo que hacer una petición propia de los usos de la caballería, a
la que estoy seguro de que no os negaréis pues aunque jóvenes parecéis de muy
noble talante. Quiero que vayáis a la villa del Toboso y allí busquéis a la sin
par Dulcinea para testimoniarle mi amor y narrarle la hazaña que he llevado a
cabo por ganar mérito ante sus ojos.
—Lo haremos
con mucho gusto —dijo Fisco— pero, por favor, escribidnos el nombre de esa
persona para que no lo olvidemos o confundamos.
Don Quijote se
desembarazó de la lanza, que apoyó en el arzón, y de la adarga; luego tomó el
pequeño cuaderno y el bolígrafo que le tendía Fisco, contemplando este último adminículo
con bastante curiosidad. Por fin escribió con letras grandes y no muy hábiles: «DUL-CINEA».
El muchacho arrancó la hoja y después leyó despacio el nombre en voz alta, para
estar seguro de no equivocarse. Sara y Jaiko miraban el papel por encima de su hombro,
con los ojos fijos en los trazos dibujados por la diestra del genial
aventurero. Entonces un vientecillo venido de no se sabe dónde empezó a
despeinarles, mientras les envolvía algo así como una luz purpúrea.
Jaiko aún tuvo
tiempo de gritar: «Don Quijote, ¿cómo es Dulcinea?» Después el viento arreció,
fortísimo, y una nube roja les cubrió por completo. «¡Nos vamos!», dijo Sara. Y
partieron.
Fernando
Savater, El Gran Laberinto
No hay comentarios:
Publicar un comentario