No suelo subir nada los sábados, pero esta
mañana al mirar por la ventana, mientras corregía exámenes, veía cómo nevaba
hora tras hora. A pesar de lo que ha caído, no ha llegado a cuajar, para alivio
de más de uno, pues hoy es su último día de Carnaval. Y me acordaba del
comienzo de la novela de Ellen Kushner:
Caía la nieve
sobre la Ribera, grandes borlas blancas que velaban las grietas en las fachadas
de sus casas en ruinas; suavizando lentamente los duros contornos de tejados
aserrados y vigas caídas. Los aleros estaban redondeados de nieve,
superponiéndose, abrazándose, fluyendo unos en otros, cubriendo casas que se
arracimaban como la aldea de un cuento de hadas. Pequeñas cuestas de nieve
anidaban en los listones de postigos acogedoramente cerrados todavía frente a
la noche. Empolvaba las bocas de fantásticas chimeneas que emergían en espiral
de tejados escarchados, y formaba picos blancos en el relieve de los viejos
escudos de armas tallados sobre los portales. Sólo aquí y allá una ventana, con
su cristal roto hacía tiempo, se abría como una boca negra de dientes torcidos,
atrayendo la nieve a sus fauces.
Que comience
el cuento de hadas una mañana de invierno, en tal caso, con una gota de sangre
recién caída en la nieve marfileña: una gota tan brillante como un rubí bien
cortado, roja como una solitaria mancha de clarete en un puño de encaje. Y lo
que de aquí se sigue, por consiguiente, es que el mal acecha detrás de cada
ventana rota, maquinando malicia y encantamiento; mientras que detrás de los
postigos cerrados los justos duermen sus sueños a esta temprana hora en la
Ribera. Pronto despertarán para ocuparse de sus quehaceres; y uno, tal vez,
será tan adorable como el día y estará armado, como lo están los justos, para
enfrentarse a un triunfo predestinado…
Pero no hay nadie tras las ventanas rotas; tan sólo
rachas de nieve cruzan los suelos de tablas desnudas. Los propietarios de los
escudos de armas hace mucho tiempo que renunciaron a todos sus poderes sobre
las casas que blasonan y se trasladaron a la Colina, desde donde pueden divisar
toda la ciudad. Ya no hay rey que los gobierne, para bien o para mal. Desde la
Colina, la Ribera es un borrón diminuto entre dos orillas, un barrio
desagradable en una próspera ciudad. Quienes ahora lo habitan gustan de
considerarse malvados, pero en realidad no son peores que nadie. Y esta mañana
se ha vertido ya más de una gota de sangre.
La sangre yace
en la nieve de un simétrico jardín de invierno, ahora pisoteado y embarrado.
Hay un hombre muerto, con la nieve rellenando los huecos de sus ojos, mientras
otro se retuerce, gruñendo, dejando pequeños charcos de sudor en la tierra
congelada, esperando que venga alguien a ayudarlo. El héroe de este pequeño
cuadro viviente acaba de saltar por encima del muro del jardín y corre como
loco hacia la oscuridad mientras ésta dure.
La nieve que
caía le dificultaba la vista. La pelea no lo había dejado sin aliento, pero
sentía la piel ardiente y sudorosa, y el corazón martilleaba en su pecho. No le
hizo caso y se dirigió a la Ribera, donde no era probable que nadie lo
siguiera.
Ellen Kushner, A Punta de Espada
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