Cuando
empecé la carrera de física, una mañana escuché una reflexión brillante de un
profesor sobre las dificultades que tenemos para entender la teoría cuántica.
Todos
hemos disfrutado alguna vez de los fascinantes reportajes sobre el mundo
animal. Una escena común en estos documentales es la de un león a la caza de
una rápida gacela. Con el corazón en un puño, vemos cómo la gacela empieza a
ganar distancia respecto a su depredador hasta que, finalmente, el león se
detiene resignado y deja escapar a su presa.
Si
nos detenemos a pensar sobre este hecho aparentemente simple, nos daremos
cuenta de que, mientras el felino está en plena carrera, realiza unos cálculos
nada triviales. Calcula su propia velocidad y la de la gacela, computa la resta
vectorial entre ambas y, cuando se da cuenta de que el módulo —es decir, la
distancia entre depredador y presa— aumenta, entonces se da por vencido y se
detiene a reservar fuerzas para una caza más asequible.
No
obstante, cualquier estudiante de física de bachillerato tendría dificultades
para plasmar sobre el papel estos cálculos.
Y
aquí surge la pregunta: ¿acaso los leones son expertos en física?
La
respuesta es que sí. Los leones, igual que los demás animales —incluidos los
humanos—, han desarrollado a lo largo de su evolución un modo intuitivo de
utilizar la física en el día a día. Sin ella, tampoco nosotros sobreviviríamos
en la jungla de asfalto.
Lo
que denominamos física clásica surgió de nuestra observación cotidiana del
mundo que nos rodea. Podíamos prever los ciclos lunares a partir de la
observación del cielo, o definir la trayectoria de un tiro parabólico al
analizar lo que ocurría tras lanzar flechas y piedras.
Sin
embargo, cuando nos adentramos en el mundo de la física moderna, nos alejamos
de la experiencia ordinaria del ser humano. Es lógico que nos cueste entender
lo que sucede si nos movemos a velocidades cercanas a la de la luz, cuando lo
más rápido que se pudo llegar a principios del siglo XX era a unos 100
kilómetros por hora.
¿Cómo
vamos a comprender intuitivamente el principio de incertidumbre de un electrón,
si nuestros ojos no han evolucionado para percibir esta diminuta partícula?
La
mecánica cuántica trata de fenómenos que están fuera del rango ordinario de la
experiencia humana, alejados de nuestra visión intuitiva de la realidad.
Hasta
ahora nunca la hemos necesitado para sobrevivir.
¿QUÉ
ES LA FÍSICA CUÁNTICA?
Desde
la noche de los tiempos, el ser humano ha sentido la necesidad de comprender el
universo. La cúspide de esta búsqueda, en el campo de la física actual, se
organiza en torno a dos grandes teorías que acabamos de mencionar: la cuántica
y la relatividad.
Mientras
la relatividad nos describe el mundo macroscópico y los movimientos de las
galaxias, la teoría cuántica nos desvela la enigmática conducta de los átomos y
sus diminutos constituyentes, los ladrillos que forman todo aquello que nos
rodea… e incluso a nosotros mismos.
Cuando
a inicios del siglo XX la comunidad científica empezó a adentrarse en el mundo
de la cuántica, descubrió que estas partículas diminutas jugaban con unas
reglas muy distintas a las que estamos acostumbrados a ver en nuestro día a
día. A menudo hacen cosas que nos parecen imposibles: una partícula puede
aparecer de la nada, estar en dos sitios al mismo tiempo, comportarse como onda
o corpúsculo dependiendo de cómo se la mire,
atravesar paredes, compartir conexiones
fantasmales (en palabras del propio Einstein) a pesar de estar separadas, y
muchas otras aparentes extravagancias.
Los
físicos de hace un siglo tenían una visión ordenada del cosmos, como si fuera
un preciso mecanismo de relojería. Por eso, al adentrarse en este enigmático
mundo de partículas diminutas, entraron en crisis y se preguntaron: «¿Cómo
puede el universo comportarse de un modo tan alocado y caótico?».
La
nueva física les invitaba a desafiar sus creencias y a reformularse preguntas
de gran belleza intelectual: ¿Existe una realidad única y objetiva? ¿Está la
Luna ahí arriba cuando no la miramos? A Einstein le gustaba pensar que sí.
¿Seguimos un guión determinado en nuestra existencia o lo escribimos a medida
que vamos viviendo?
Pese
a que la física cuántica sigue inquietando a quien pretenda comprenderla
racionalmente, su radio de acción supera el abstracto y alejado terreno de las
ideas.
Podríamos
caer en el error de pensar que esta ciencia es de dudosa credibilidad y está
basada sólo en especulaciones. Pero lo cierto es que la teoría cuántica es la
más precisa que jamás haya manejado la ciencia. No se conoce, hasta la fecha,
ningún experimento que la desmienta ni predicción fallida alguna.
De
hecho, esta ciencia ha pasado a formar parte de nuestro día a día. Más de un
tercio de nuestra economía depende actualmente de la física cuántica y lo que
conocemos de ella. Al calentar por la mañana el vaso de leche en el microondas,
cuando se nos abren automáticamente las puertas del supermercado, al utilizar
la televisión, el ordenador, el teléfono móvil, los lectores láser, etcétera,
usamos tecnología cuántica, aunque no seamos conscientes de ello.
Ante
la teoría cuántica tenemos dos opciones:
1.
«Calcula y calla» para obtener toda clase de avances tecnológicos.
2.
Atreverse a interpretar lo que el universo y la materia nos está intentando
decir.
Si
optamos por la primera no viviremos la confusión inquietante en la que
desemboca la física cuántica y sus paradojas. Pero si queremos ir más allá de
las ecuaciones para sumergirnos en los provocadores misterios del mundo
cuántico, cruzaremos las fronteras de la física para adentrarnos en el
territorio de la filosofía, incluyendo la metafísica —etimológicamente: más
allá de la física.
En
este libro vamos a viajar juntos por un campo lleno de respuestas inquietantes
que nos llevan a preguntas aún más inquietantes.
Sobre
esto, cuenta una anécdota que un estudiante se atrevió a preguntar al premio
Nobel Richard Feynman: «¿Qué es realmente la función de onda cuántica?». El
profesor se limitó a responder: «Chis, antes cierra la puerta».
ENTONCES…
¿QUÉ NO ES FÍSICA CUÁNTICA?
La
atractiva interpretación del universo que nos brinda la física cuántica se
utiliza a menudo para explicar todo tipo de fenómenos paranormales y
pseudocientíficos, algo muy común en los últimos años.
En
algunos casos puede no haber afán de engañar, pero sí hay una confusión de los
límites en los que la ciencia tiene validez. A veces se utiliza la etiqueta
«cuántica» para terapias alternativas y técnicas energéticas que pueden o no
funcionar —no entraremos a juzgarlo—, pero que son totalmente ajenas a lo que
se estudia en una facultad de física, y nada tienen que ver con la teoría
cuántica. En otros casos, hay una deliberada mala intención al utilizar la
credibilidad de la ciencia para lucrarse a través de cursos engañosos que
fomentan la irracionalidad y la superstición, dos fantasmas contra los que la
ciencia ha estado luchando desde sus inicios.
Eso
no significa que debamos otorgar la verdad absoluta a los científicos, como
sucedió en la Edad Media con los sacerdotes. Al igual que la mayoría censura el
fanatismo religioso, el cientifismo a ultranza pasa por alto que la física sólo
puede describir una parte muy pequeña de la realidad. Colocar al científico en
el altar del conocimiento absoluto es invitarle a jugar el rol de los nuevos
sacerdotes, algo que definitivamente no es su labor. Encontrar el equilibrio
entre el escepticismo que nos permite discernir y la flexibilidad que nos
invita a abrir nuevas puertas es una tarea nada sencilla, pero es un esfuerzo
que, sin duda, merece la pena.
EL
HOYO Y EL AGUA
Cuentan
que a san Agustín le gustaba pasear de buena mañana por la playa y
sumirse en sus reflexiones. En uno de esos paseos, el místico le daba vueltas
al misterio de la Trinidad. Inmerso en sus cavilaciones, recorría la orilla una
vez tras otra en su intento fallido de comprender racionalmente cómo tres
personas pueden formar un único dios. Una paradoja que no conseguía resolver.
Perdido
en sus pensamientos, observó distraídamente a un chiquillo que jugaba en la
arena. El niño excavó un pequeño agujero. Acto seguido, corrió hacia el mar con
una concha marina, recogió con ella toda el agua que pudo y volvió rápidamente
para verterla en el agujero. Repitió aquella operación varias veces, hasta que
san Agustín, acercándose a él, le preguntó:
—¿Qué
haces, niño?
—Quiero
meter el océano en mi hoyo —le respondió sonriente el pequeño.
San
Agustín aleccionó al chico con un tono paternal:
—Lo
que pretendes hacer es imposible.
—Pues
es exactamente lo que estás intentando tú —le dijo para su sorpresa el niño—:
meter en tu mente finita los misterios de Dios.
Esta
fábula describe muy bien la tendencia humana de relacionar la física con la
mística, la nueva ciencia con las antiguas enseñanzas orientales. Sin embargo,
afirmar que la física cuántica demuestra la existencia de Dios o los preceptos
de los maestros orientales es como intentar meter el océano en un hoyo de la
playa.
La
física cuántica sólo abarca un trozo minúsculo de la realidad que conocemos. Por eso, fundamentar el misticismo en una
ciencia que aún está en pañales no es sólo una equivocación, sino una
tergiversación tanto de la cuántica como de la espiritualidad.
No es
tarea de la física meterse en estos berenjenales.
En
palabras del astrofísico británico A. S. Eddington: «Hay que desconfiar
de cualquier intento de reducir a Dios a un conjunto de ecuaciones
diferenciales. Este fiasco debe ser evitado a cualquier precio».
Espiritualidad
y ciencia no son incompatibles, es más, ambas pueden ser aproximaciones
complementarias para comprender nuestro cosmos. Pero afirmar que una se deriva
de la otra es, a mi juicio, un sinsentido.
Algunos
de los padres de la física cuántica, como Einstein, Eddington, Schrödinger o Bohr,
sin embargo, fueron personas con grandes inquietudes espirituales. ¿Por qué
motivo? Quizá la imposibilidad de hallar respuesta a todo lo que se preguntaban
fue lo que empujó a estos grandes científicos a ir más allá de la física.
LAS
SOMBRAS DE LA CAVERNA
En un
mito contenido en su diálogo La República, Platón describe a unos
hombres que desde niños han sido encadenados en el fondo de una cueva, de
espaldas a la entrada. Forzados a estar de cara a la pared, lo único que pueden
ver son las sombras de animales y objetos que pasan delante de una gran
hoguera.
Para
ellos, aquellas sombras son los objetos reales, cuando de hecho sólo
representan un reflejo limitado de ellos.
Del
mismo modo, la luz de la física no explica la realidad última de nuestro mundo,
sino que sólo nos ofrece algunos símbolos y sombras. La gran diferencia entre
la física mecanicista y la moderna es que antes creíamos que la ciencia
explicaba la realidad última y objetiva del mundo físico. Con la cuántica, nos
hemos visto forzados a reconocer que nos movemos en un mundo de sombras.
De
todos modos, el vasto océano por conocer no debe desanimar a los navegantes
intrépidos. Aunque sólo podamos entender ese hoyo excavado en la arena, es
lícito y saludable interrogarnos sobre la inmensidad.
Este libro
es una invitación a navegar por los confines de la realidad y del conocimiento
humano para ampliar nuestros propios horizontes mentales.
Como
decía Richard Feynman, «No tomen todo esto de manera solemne…
¡Relájense y disfruten! Simplemente, vamos a hablar sobre el comportamiento de
la naturaleza (…) Si se preguntan: "¿Cómo puede ser así?", entrarán
en un callejón sin salida del que nadie ha logrado escapar hasta ahora. Nadie
sabe cómo la naturaleza puede comportarse de este modo… ¡NADIE "entiende"
la mecánica cuántica!».
Sonia
Fernández Vidal, Desayuno con Partículas
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