Descubrí a J. R.
R. Tolkien exactamente del mismo modo que millones de otros admiradores:
a través de las páginas de El Señor de los Anillos. Por aquel entonces
yo era un estudiante universitario que impartía clases de arte de octavo grado,
cuando advertí que uno de mis estudiantes, un chico tímido y regordete y con
inclinaciones intelectuales, venía temprano a la facultad para entregarse a la
lectura de aquellos gruesos tomos en rústica.
Por aquel
entonces, yo apenas sabía nada sobre aquella trilogía fantástica o sobre su
autor, pero ya había ganado legiones de devotos adeptos por todo elmundo.
Ciertamente, la devoción de aquel chico por esa obra rozaba el fanatismo.
Dedicaba cada momento libre que tenía sobre cuartillas repletas de la más
exótica e intrincada caligrafía: runas, me explicó. O practicaba alguna de las
lenguas élficas que había aprendido en aquellos libros… ¡Estaba tan cautivado
por la historia que incluso había aprendido a hablar el élfico!
—Debería leer
estos libros, señor Lawhead —me decía cuando venía a mostrarme su última
epístola rúnica—, J. R. R. Tolkien es el autor más grande que ha vivido.
Para ser
sincero, la devoción de aquel muchacho me mantuvo alejado de la obra durante
mucho tiempo. Soy un poco raro en eso. Si alguien alaba algo en demasía, salgo
corriendo en dirección contraria.
No fue hasta
unos años más tarde, durante un seminario, cuando me hicecon un ejemplar de La
Comunidad del Anillo. Seguramente se esperaba de mí que me enfrascara en
homilías o hermenéutica o algo de peso similar, pero el aburrimiento y la
curiosidad finalmente me vencieron. En realidad, tenía la cabeza tan cargada de
la contundente profundidad de la materia del seminario que J. R. R. Tolkien fue
para mí como una bocanada de aire fresco para un hombre que se está ahogando en
barro.
Su cuento de
hobbits y anillos mágicos y un mundo habitado por orcos, elfos, enanos, magos y
dragones resultó ser el mejor antídoto para la árida hagiografía del Viejo
Testamento. Entre las páginas de aquel libro notable vivían, luchaban y
morían gentes «reales». ¡Todo un universo de ellos!
La trilogía de
Tolkien
pronto se convirtió en mi libro de cabecera, administrada en dosis nocturnas cuidadosamente
medidas. Saboreaba cada sílaba de aquella prosa brillante.
Siempre he
sido un lector ávido; de hecho, algunos de mis mejores amigos son libros. Pero
hasta que abrí la cubierta del clásico del profesor Tolkien, jamás había
encontrado un libro de tan espléndida magnitud, de tal gracia, de tal alcance y
amplitud de miras. Y todo ello sin una sola costura, natural, genuino y muy
entretenido.
Bien, desde
luego dejó huella. Aunque nunca sentí el deseo de comunicarme con runas o
empezar a balbucear en Alto Élfico, aprendí una lección inolvidable sobre la
naturaleza de la narración. Gracias a los largos y elegantes movimientos de El
Señor de los Anillos aprehendí la estructura de la épica y algo sobre la
interacción de los elementos de la historia y la fuerza de la narrativa.
Más aun,
empecé a comprender la increíble capacidad de la ficción para llegar al corazón
y el alma del lector, para levantar el espíritu, para ennoblecer, desafiar e
inspirar.
Estas cosas
aprendí, y calaron hondo, creo. Aunque actuaron en la sombra durante un tiempo,
porque los años que siguieron me encontraron en la revista Campus Life,
intentando dominar el arte de escribir. Raramente me acordé de los libros de Tolkien
durante ese período, ni tampoco medité seriamente sobre la ficción; y los
hobbits apenas intervenían en mi conversación. Pero la semilla que los libros
de Tolkien habían sembrado estaba germinando. Allí, en la húmeda y fértil
oscuridad de mi subconsciente (o donde sea que brotan esas cosas), las primeras
ideas sobre escribir el tipo de libros que me gustaba leer empezaron a echar raíces.
Más o menos
por aquel entonces descubrí a los Inklings, por accidente, como suele
ocurrir. Mientras me documentaba para un artículo sobre Tolkien para Campus Life,
me hice con la biografía de Humphrey Carpenter sobre el
profesor. El autor hablaba de la importancia en la vida de Tolkien de sus amigos
literarios, un grupo bastante informal de académicos de Oxford agrupados bajo
el nombre de los Inklings.
Como había
disfrutado de los libros de Tolkien, seguí la pista y leí parte
de la obra de otros Inklings, en especial de C. S. Lewis y Charles
Williams.
Disfruté de
esas lecturas, pero en verdad no fue la producción literaria de los Inklings
lo que me conmovió, sino el espíritu que inspiraba su trabajo, y que sentía que
todos ellos compartían.
Stephen R. Lawhead, J. R.
R. Tolkien: Señor de la Tierra Media
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