miércoles, 29 de marzo de 2017

EL CLUB DE LECTURA


Lucia saca su ajado ejemplar de Orgullo y prejuicio.
—Este libro se tituló en un primer momento Primeras impresiones. Lo he buscado.
Virginia sorbe el té ruidosamente.
—Pues vaya un título más bobo.
Una misteriosa brisa le alborota el pelo, dejando un par de hebras en pie, como si estuvieran bajo el efecto de la electricidad estática.
Lucia prosigue.
—Y lo que es más importante, trata sobre lo engañosas que pueden llegar a ser las primeras impresiones.
Otra mujer apunta:
—He oído decir que los escritores acostumbran a barajar muchos títulos antes de decantarse por uno.
Virginia sigue sorbiendo el té de forma audible.
—Ambos títulos son de lo más tonto. —La pulsera de plata se abre y cae rodando al suelo de madera maciza—. ¡Se ha roto el cierre! —Se agacha, busca a tientas en el suelo—. ¿Dónde demonios habrá ido a parar?
—Ya la ayudo. —Me pongo a cuatro patas. La pulsera se halla incomprensiblemente lejos del lugar en el que su propietaria estaba sentada—. Aquí tiene.
—Gracias.
Cuando se incorpora en el asiento, tiene más hebras de pelo apuntando al techo. Reprimo una sonrisa.
Lucia saca una pequeña libreta del bolso, se pasa la lengua por la yema del pulgar y pasa la primera página.
—¿Era Jane Austen una escritora realista? Charlotte Brontë dijo que su obra era como un «jardín cuidadosamente vallado y cultivado con primoroso orden». Ralph Waldo Emerson sostenía que su descripción de la vida era «avara y estrecha de miras».
Se oye un chirrido procedente del pasillo. Todas miramos en esa dirección.
—Mark Twain creía que sus libros no deberían estar en las bibliotecas —prosigue Lucia—, pero os digo que todo eso es pura envidia. Jane Austen escribió una obra maestra. Este libro me fascina cada vez que lo leo, porque me hace creer que podemos superar cualquier obstáculo.
«¿Cada vez que lo lee?»
Virginia se guarda la pulsera rota en el bolso.
—A mí no me entusiasma que haya tanto diálogo sin apenas ninguna descripción.
Sin querer, golpea la taza con el brazo y derrama el té sobre la mesa.
Me levanto de un brinco y cojo varias servilletas de papel con las que trato de empapar el líquido.
—Iré por un paño. Sigan.
Lucia se echa a reír.
—La casa está enfadada contigo, Ginnie.
Todo el mundo se vuelve hacia mí. El corazón me da un vuelco, pero sonrío.
—Y bien, Jasmine —dice Virginia, mirándome fijamente—, ahora te toca a ti iniciar el debate.
—¿Iniciar el debate? —replico, sin salir de mi asombro.
—Has leído el libro, ¿no? —pregunta, sin apartar sus ojos de los míos—. Tu tía siempre nos plantea alguna pregunta interesante relacionada con el libro, pero si no lo has leído...
—Claro que lo he leído. —Hace mucho tiempo. Sostengo los paños de cocina empapados—. Voy a dejar esto en el lavadero.
Entro en el lavadero, respiro profundamente varias veces seguidas. ¿Qué les pregunto, qué les pregunto? Hace tanto que leí el libro...
Sus voces me llegan desde el otro extremo del pasillo.
—Tomemos al señor Wickham —dice una mujer a mi espalda. Tiene la voz cantarina, un suave acento inglés.
Giro sobre mis talones. ¿Me habrá seguido una de las mujeres? No hay nadie conmigo.
Una compleja mezcla de aromas flota en el aire: estiércol de caballo, humo de leña, rosas y sudor, como si hubiese entrado en la habitación alguien que enciende la chimenea, que se ocupa de una granja, alguien que se baña a lo sumo una vez por semana y usa colonia para disimular el olor corporal.
—¿A qué se refiere? —replico.
El señor Wickham, el joven y locuaz soldado que engatusa a Elizabeth Bennet hasta hacerle creer lo peor del reservado señor Darcy. Pero Wickham resulta ser un granuja. Yo también conocí a un señor Wickham, alguien en quien confiaba. Alguien en quien quería confiar.
—Conoces el argumento mejor de lo que crees.
La cabeza me da vueltas. Los olores se hacen más intensos y oigo un frufrú, el leve roce de un vestido.
—Lo leí mucho tiempo atrás —susurro en la habitación desierta.
—Debes aprender a confiar en tu intuición.
—¿Por qué?... Virginia, ¿es usted?
Estoy hablando conmigo misma en el lavadero de mi tía. El detergente perfumado debe de estar afectándome el cerebro. Pero ¿cómo explicar el olor a estiércol de caballo, a humo de leña?
Se oye un suave suspiro.
—Virginia es insufrible.
—¡Ya basta! —exclamo, llevándome las manos a las sienes.
Los misteriosos olores se desvanecen, y solo una leve fragancia alimonada permanece en la estancia, donde se percibe ahora una ausencia, como si alguien la hubiese abandonado.
Respiro hondo varias veces seguidas. La cabeza me da vueltas.
Vuelvo al salón arrastrando los pies, alargando la mano para apoyarme en la pared a medida que avanzo. Cuando entro en la estancia, todas las miradas convergen en mi persona.
—Qué pálida estás —apunta Lucia—. Siéntate, anda.
Las mujeres murmuran entre sí.
—¿Te encuentras bien? ¿Ha pasado algo?
—Ya tengo la pregunta. Para iniciar el debate —anuncio. Mi voz suena lejana, como si otra persona hablara por mí—. Reflexionemos sobre el papel que desempeña el señor Wickham en la novela.
—Sigue —me urge Lucia, mirándome fijamente.
—Piensen en términos de geometría del deseo. ¿De dónde procede la atracción que siente Elizabeth hacia el señor Wickham?
¿De dónde saco yo todo esto?
—Cree que es un buen hombre —contesta una mujer menuda y rolliza—. Es todo lo que ella desea: apuesto, accesible. No es orgulloso, puede hablar con él.
Así era mi ex marido, Robert. También supo engatusarme.
—¿Cómo influye en la atracción que Elizabeth siente hacia el señor Darcy? ¿Qué importancia tienen sus devaneos amorosos?
Se hace un silencio y luego Lucia apunta:
—Wickham representa sus ideas preconcebidas, lo que se ve en la superficie frente a lo que hay debajo de esta. Así que el libro habla realmente de las primeras impresiones.
—Exacto —confirmo.
—¿Cómo se te ha ocurrido esa pregunta? —pregunta Virginia en tono quisquilloso.
—No tengo ni idea. Ni siquiera he leído el libro, o al menos no lo he vuelto a leer desde hace mucho tiempo.
Noto la tensión en mis cervicales. Todos los ojos están puestos en mí. La casa cruje. Los tablones del suelo chirrían al asentarse. Las paredes exhalan polvo. Virginia niega con la cabeza, escéptica. ¿Qué se cree, que me he ido corriendo a mirar la guía de lectura de Orgullo y prejuicio?
—¡Lo sabía! —Lucia golpea la mesa con la mano—. Sabía que Jasmine sabría exactamente qué decir.
El moho negro que crece en la casa debe de tener propiedades alucinógenas que me hacen oír cosas, oler cosas. O eso o soy alérgica al detergente que usa mi tía, o resulta que tengo un tumor cerebral. La casa ya puede montar otra pataleta esta noche; yo no me quedo después de que oscurezca.

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