Lucia saca su
ajado ejemplar de Orgullo y prejuicio.
—Este libro se
tituló en un primer momento Primeras impresiones. Lo he buscado.
Virginia sorbe
el té ruidosamente.
—Pues vaya un
título más bobo.
Una misteriosa
brisa le alborota el pelo, dejando un par de hebras en pie, como si estuvieran
bajo el efecto de la electricidad estática.
Lucia
prosigue.
—Y lo que es
más importante, trata sobre lo engañosas que pueden llegar a ser las primeras
impresiones.
Otra mujer
apunta:
—He oído decir
que los escritores acostumbran a barajar muchos títulos antes de decantarse por
uno.
Virginia sigue
sorbiendo el té de forma audible.
—Ambos títulos
son de lo más tonto. —La pulsera de plata se abre y cae rodando al suelo de
madera maciza—. ¡Se ha roto el cierre! —Se agacha, busca a tientas en el
suelo—. ¿Dónde demonios habrá ido a parar?
—Ya la ayudo.
—Me pongo a cuatro patas. La pulsera se halla incomprensiblemente lejos del
lugar en el que su propietaria estaba sentada—. Aquí tiene.
—Gracias.
Cuando se incorpora
en el asiento, tiene más hebras de pelo apuntando al techo. Reprimo una
sonrisa.
Lucia saca una
pequeña libreta del bolso, se pasa la lengua por la yema del pulgar y pasa la
primera página.
—¿Era Jane
Austen una escritora realista? Charlotte Brontë dijo que su obra era como un
«jardín cuidadosamente vallado y cultivado con primoroso orden». Ralph Waldo
Emerson sostenía que su descripción de la vida era «avara y estrecha de miras».
Se oye un
chirrido procedente del pasillo. Todas miramos en esa dirección.
—Mark Twain
creía que sus libros no deberían estar en las bibliotecas —prosigue Lucia—,
pero os digo que todo eso es pura envidia. Jane Austen escribió una obra
maestra. Este libro me fascina cada vez que lo leo, porque me hace creer que
podemos superar cualquier obstáculo.
«¿Cada vez que
lo lee?»
Virginia se
guarda la pulsera rota en el bolso.
—A mí no me
entusiasma que haya tanto diálogo sin apenas ninguna descripción.
Sin querer,
golpea la taza con el brazo y derrama el té sobre la mesa.
Me levanto de
un brinco y cojo varias servilletas de papel con las que trato de empapar el
líquido.
—Iré por un
paño. Sigan.
Lucia se echa
a reír.
—La casa está
enfadada contigo, Ginnie.
Todo el mundo
se vuelve hacia mí. El corazón me da un vuelco, pero sonrío.
—Y bien,
Jasmine —dice Virginia, mirándome fijamente—, ahora te toca a ti iniciar el
debate.
—¿Iniciar el
debate? —replico, sin salir de mi asombro.
—Has leído el
libro, ¿no? —pregunta, sin apartar sus ojos de los míos—. Tu tía siempre nos
plantea alguna pregunta interesante relacionada con el libro, pero si no lo has
leído...
—Claro que lo
he leído. —Hace mucho tiempo. Sostengo los paños de cocina empapados—. Voy a
dejar esto en el lavadero.
Entro en el
lavadero, respiro profundamente varias veces seguidas. ¿Qué les pregunto, qué
les pregunto? Hace tanto que leí el libro...
Sus voces me
llegan desde el otro extremo del pasillo.
—Tomemos al
señor Wickham —dice una mujer a mi espalda. Tiene la voz cantarina, un suave
acento inglés.
Giro sobre mis
talones. ¿Me habrá seguido una de las mujeres? No hay nadie conmigo.
Una compleja
mezcla de aromas flota en el aire: estiércol de caballo, humo de leña, rosas y
sudor, como si hubiese entrado en la habitación alguien que enciende la
chimenea, que se ocupa de una granja, alguien que se baña a lo sumo una vez por
semana y usa colonia para disimular el olor corporal.
—¿A qué se
refiere? —replico.
El señor
Wickham, el joven y locuaz soldado que engatusa a Elizabeth Bennet hasta
hacerle creer lo peor del reservado señor Darcy. Pero Wickham resulta ser un
granuja. Yo también conocí a un señor Wickham, alguien en quien confiaba.
Alguien en quien quería confiar.
—Conoces el
argumento mejor de lo que crees.
La cabeza me
da vueltas. Los olores se hacen más intensos y oigo un frufrú, el leve roce de
un vestido.
—Lo leí mucho
tiempo atrás —susurro en la habitación desierta.
—Debes
aprender a confiar en tu intuición.
—¿Por qué?...
Virginia, ¿es usted?
Estoy hablando
conmigo misma en el lavadero de mi tía. El detergente perfumado debe de estar
afectándome el cerebro. Pero ¿cómo explicar el olor a estiércol de caballo, a
humo de leña?
Se oye un
suave suspiro.
—Virginia es
insufrible.
—¡Ya basta!
—exclamo, llevándome las manos a las sienes.
Los
misteriosos olores se desvanecen, y solo una leve fragancia alimonada permanece
en la estancia, donde se percibe ahora una ausencia, como si alguien la hubiese
abandonado.
Respiro hondo
varias veces seguidas. La cabeza me da vueltas.
Vuelvo al
salón arrastrando los pies, alargando la mano para apoyarme en la pared a
medida que avanzo. Cuando entro en la estancia, todas las miradas convergen en
mi persona.
—Qué pálida
estás —apunta Lucia—. Siéntate, anda.
Las mujeres
murmuran entre sí.
—¿Te
encuentras bien? ¿Ha pasado algo?
—Ya tengo la
pregunta. Para iniciar el debate —anuncio. Mi voz suena lejana, como si otra
persona hablara por mí—. Reflexionemos sobre el papel que desempeña el señor
Wickham en la novela.
—Sigue —me
urge Lucia, mirándome fijamente.
—Piensen en
términos de geometría del deseo. ¿De dónde procede la atracción que siente
Elizabeth hacia el señor Wickham?
¿De dónde saco
yo todo esto?
—Cree que es
un buen hombre —contesta una mujer menuda y rolliza—. Es todo lo que ella
desea: apuesto, accesible. No es orgulloso, puede hablar con él.
Así era mi ex
marido, Robert. También supo engatusarme.
—¿Cómo influye
en la atracción que Elizabeth siente hacia el señor Darcy? ¿Qué importancia
tienen sus devaneos amorosos?
Se hace un
silencio y luego Lucia apunta:
—Wickham representa
sus ideas preconcebidas, lo que se ve en la superficie frente a lo que hay
debajo de esta. Así que el libro habla realmente de las primeras impresiones.
—Exacto
—confirmo.
—¿Cómo se te
ha ocurrido esa pregunta? —pregunta Virginia en tono quisquilloso.
—No tengo ni
idea. Ni siquiera he leído el libro, o al menos no lo he vuelto a leer desde
hace mucho tiempo.
Noto la
tensión en mis cervicales. Todos los ojos están puestos en mí. La casa cruje.
Los tablones del suelo chirrían al asentarse. Las paredes exhalan polvo.
Virginia niega con la cabeza, escéptica. ¿Qué se cree, que me he ido corriendo
a mirar la guía de lectura de Orgullo y prejuicio?
—¡Lo sabía!
—Lucia golpea la mesa con la mano—. Sabía que Jasmine sabría exactamente qué
decir.
El moho negro
que crece en la casa debe de tener propiedades alucinógenas que me hacen oír
cosas, oler cosas. O eso o soy alérgica al detergente que usa mi tía, o resulta
que tengo un tumor cerebral. La casa ya puede montar otra pataleta esta noche;
yo no me quedo después de que oscurezca.
Anjali Banerjee, La Librería de las Nuevas Oportunidades
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