Habladme,
musas, de las antiguas historias de los dioses;
de sus
rencillas y sus amores, y de los pecados nunca perdonados.
Habladme de
Eris, que fue castigada por su ambición,
y de cómo el
Caos se atrevió a crear vida de la propia muerte…
La historia
que voy a contaros ocurrió mucho después de que el Mundo Medio hubiera sido
poblado por mortales y el Mundo Superior por inmortales. Mucho después de que
el Universo fuera dividido en tres por Zeus y sus hermanos, separando Cielo,
Mar e Inframundo.
Esta historia
ocurrió cuando el poder de los divinos ya estaba repartido, y todo aquel que
ansiase más tenía que armarse de astucia y artimañas para conseguirlo.
Eso fue
precisamente lo que hizo Eris, diosa de la Discordia, capaz de hacer reinar el
caos entre humanos y deidades por igual.
Ella ansiaba
más poder del que se le había dado, y pensó que la forma de conseguirlo era
engañar a uno de los tres grandes dioses para robarles su fuerza y su reino. Su
mirada se volvió hacia Zeus antes que hacia cualquier otro: pensó que si
conquistaba al rey, este sería capaz de desterrar a su propia esposa, Hera,
para darle el título de reina a ella. Pero, aunque el Caos sedujo al gobernante
de los cielos, él nunca pensó en darle nada. Podría haberlo matado entonces,
pero su idilio había despertado la atención y el desprecio de Hera, siempre
celosa y vengativa, por lo que decidió retirarse de aquel terreno para
conquistar alguno más sencillo.
Se fijó entonces
Eris en el reino de Poseidón, pero aquel lugar no la agradaba: era frío y
húmedo, y no estaba lo suficientemente apartado como para hacer lo que se le
antojase sin estar bajo la vigilancia de los demás dioses. De igual modo, en
los mares solo se puede plantar el caos de las tormentas y los naufragios, y
aquello le parecía poco ambicioso.
Solo quedaba
entonces una opción: el Inframundo era cálido y caótico en sí mismo. El
sufrimiento y el terror que emanaban del Tártaro la atraían. Aunque Hades tenía
como esposa a la bella Perséfone, ella pasaba la mitad del año fuera de
aquellas tierras y no era demasiado poderosa. Eris no podía mantener a la reina
del Inframundo alejada de sus dominios para siempre, pero quizá bastase con
tomar su puesto durante un día y hacer creer a Hades que era ella. Cuando él se
quisiera dar cuenta de que había sido engañado, ya sería demasiado tarde.
Así pues,
cuando la puerta del Inframundo se abrió al final del verano para que Perséfone
volviese a su palacio, Eris trató de embaucarla para adentrarse en el reino en
su lugar. Le dijo que, de ese modo, si ansiaba pasar más tiempo con su madre
podría hacerlo, que si quería toda la libertad del mundo la tendría. Incluso
trató de convencerla de que Hades no la amaba, y le preguntó si de verdad ella
podía llegar a querer a quien un día fue su captor. Pero Perséfone, si bien no
tenía demasiado poder, era inteligente: sospechó de los trucos del Caos y se
negó a aceptar su oferta, creyendo que intentaba mantenerla alejada de su
trono.
Entonces Eris
decidió que las cosas habrían de hacerse por las malas: planeaba gobernar sobre
el Inframundo de todos modos, así que no haría falta otra reina. Por eso cortó
la cabeza de su enemiga: la única forma que existe de matar a un inmortal. Eris
escondió el cuerpo sin demora y tomó la forma de Perséfone como parte de su
trampa, descendiendo a continuación a los Infiernos para conseguir su corona.
Hades esperaba
a su esposa como al principio de cada otoño. Ajeno al engaño del que estaba
siendo víctima, cuando Eris se arrodilló ante él bajo la apariencia de
Perséfone, el dios la tomó en sus brazos y la besó con la pasión del primer
encuentro. El hombre no vio el puñal que guardaba el Caos tras la espalda, pero
supo que algo iba mal cuando no reconoció el beso de la que creía su amada. Se
separó justo a tiempo de descubrir la farsa y salvar su vida, y fue campeón del
forcejeo que siguió, reduciendo a la diosa y enredándola en cadenas.
Eris vio
descubierta su identidad, y su castigo fue inminente.
¡Cómo lloraron
los espíritus de los muertos ese día, cuando descubrieron a la bella Perséfone
profanada por las crueles garras de la pérfida! ¡Cómo sufrió Hades, pues los
dioses, cuando mueren, nunca pasan por su reino, y él no podría verla nunca
más!
Pero la que
más lloraba era Deméter, madre de Perséfone, que había perdido a su hija para
siempre. Y si no estaba con ella, la vida no tenía sentido. Durante semanas,
lloró por la soledad, y las plantas se marchitaron por todo el Mundo Medio.
Durante semanas, fue una muerta en vida, hasta que decidió que solo le quedaba
una opción: vacía como estaba, al borde de la locura y el agotamiento, tuvo sin
embargo las fuerzas suficientes para cortar su propio cuello y acabar de una
vez por todas con su dolor. En el mismo momento en el que lo hizo, su poder
quedó libre por la tierra de los mortales, y las estaciones empezaron a
sucederse sin orden ni concierto, trayendo largas sequías y espantosas
inundaciones. Las cosechas se cubrieron de heladas y olas de calor abrasador
azotaron las ciudades. Su pérdida dentro de los Doce, menguados a Once de
pronto, trajo confusión y debates entre los dioses sobre si su puesto debía ser
o no reemplazado. Finalmente, fue Hermes quien ocupó el lugar de la diosa,
premiado por su fidelidad como mensajero divino durante tantos siglos.
Eris habría
estado muy satisfecha de que su engaño hubiera traído al mundo la anarquía que
tanto amaba, si no hubiera sido porque para entonces los Doce ya la habían
juzgado. El pecado de matar a otra diosa era lo suficientemente malo para
condenarla de por vida y Hera, encabezando el juicio junto a su esposo,
prometió su encierro eterno. La convirtieron en estatua y construyeron a su
alrededor un laberinto cuyo centro fuese imposible de alcanzar por cualquier
dios conocido. Allí la dejaron, custodiada por sus vástagos, que así también
recibieron su castigo por nacer del Caos: guardarían a su madre hasta el fin de
los días, y así los dioses no habrían de temer que pudieran ser tan osados como
lo había sido su madre.
Pero de todos
los hijos de Eris, uno era demasiado pequeño para cumplir su labor de
carcelero: Orión, el dios de la Vida, no era más que un recién nacido cuando su
madre fue juzgada. Con él nadie sabía qué hacer, pues su poder no era cruel
como el del resto de los hijos del Caos, pero al mismo tiempo no podían prever
lo que pasaría si lo dejaban suelto.
Tras largas
discusiones entre los Doce, Hera se ofreció a hacerse cargo del niño y a
educarlo y guardarlo en su palacio. Conscientes del odio de su reina hacia Eris,
ninguno de los presentes estuvo seguro de que aquella promesa guardara buenas
intenciones, pero nadie se atrevió a protestar. Los dioses, al fin y al cabo,
son criaturas egoístas que solo saben de bondad cuando esta les dispensa honor
y gloria.
Y, así, la
Vida nunca conoció la libertad.
Selene M. Pascual e Iria G.
Parente, Rojo y Oro
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