La reina
salió, junto con sus hijas, y la luz le acarició el rostro. Decenas de miles de
manos y espadas se alzaron hacia el cielo y su nombre resonó entre la multitud
como una corriente marina, que lo arrastraba todo.
—Boadicea, Boadicea,
Boadicea.
Las espadas
comenzaron a golpear contra los escudos, en una confusión ensordecedora.
Cathmor y sus icenos escoltaron a la reina hasta su carro de guerra. Una vez
arriba, Boadicea contempló el mar de cabezas, de yelmos y de lanzas que llenaba
la llanura hasta donde alcanzaba la vista. Y la sola visión de su cabellera
roja desencadenó un estruendo aún más fuerte que hizo que la tierra temblara.
Ella misma
cogió las riendas, mientras Aine y Mor subían a los lados.
—Ar
Buidheachas.
El carro se
apartó de la multitud y pasó por delante de la alineación. Boadicea sentía en
sus adentros que la fuerza le crecía cada vez que su nombre remontaba el cielo.
Desfiló delante de miles de guerreros, con el estómago contraído y el corazón
en la garganta. Ojos inyectados en sangre, venas hinchadas bajo los dibujos
tribales, rostros turquesa, cabelleras blancas empastadas con cal. Eran
poderosos, duros, salvajes, quién semidesnudo y quién cubierto de hierro. Solo
pedían combatir para poder liberarse para siempre del yugo de Roma.
—Boadicea, Boadicea,
Boadicea.
Boadicea alzó
las manos al cielo, pidiendo silencio. Y su gesto recorrió la alineación como
la sombra del vuelo de un ave rapaz.
—No estoy aquí
como descendiente de nobles antepasados para reivindicar un reino que me han
arrebatado —empezó con voz aguda, mientras, lentamente, la multitud se
apaciguaba como un mar en el que amainaba la tormenta—. Estoy aquí como una
mujer que quiere redimir la pérdida de la propia libertad. Estoy aquí para
redimir mi cuerpo azotado hasta la sangre y para vengar el pudor violado de mis
niñas. —La reina puso las manos sobre los hombros de las pequeñas—. Mirad y ved
en la suya la mirada de vuestros hijos. Recordad qué ha sucedido y pensad que
es también por vuestros hijos y por vuestras hijas por lo que estamos hoy aquí,
para que ya no sufran ningún ultraje. Y a quien tiemble ante el pensamiento del
enemigo, le digo que cuente cuántos de los nuestros tienen yelmos, escudos y
espadas cogidos a la legión que se ha atrevido a desafiarnos. Y que recuerde que
la orgullosa águila de aquella legión está atada al carro de Murrogh de los
trinovantes. Juzgad nuestro número y el suyo. ¿Cómo van a poder resistir
nuestro ataque?
Un trueno
resonó acompañando sus últimas palabras. Boadicea, la reina de los icenos, desenvainó
la espada, la levantó hacia el cielo y clamó a la multitud con toda la fuerza
de su aliento.
—Pensad en
cuántos de nosotros están combatiendo y por qué, entonces venceréis esta
batalla o moriréis.
Otra vez el
clamor de un trueno; todo estaba listo, también el cielo. Boadicea regresó a
donde había dejado a Ambigath. Hizo que las muchachas descendieran y se las
confió; después hizo subir al auriga y le cedió las riendas.
Boadicea miró
a sus hijas, y aquella fue la última mirada de amor de la jornada. Luego se
volvió hacia el destino y su voz rompió el silencio, mientras remontaba el
barranco que llevaba hacia la colina.
—¡Estoy aquí!
¡Estoy aquí delante de vosotros! Ahora vuestra sangre aplacará la sed de los
dioses infernales y me recompensará con la más que esperada venganza.
Boadicea lanzó
su grito de guerra que, multiplicado, resonó mil veces.
—¡Este es el
momento de la verdad! ¡Es aquí cuando se distinguen los hombres libres de los
esclavos!
Un rugido se
alzó desde su ejército, mientras el sonido de decenas de cuernos daba la señal
de ataque. Boadicea se agarró al carro, que saltó hacia delante. Comenzaba a
caer una lluvia rala pero constante. Los caballos descendieron al galope por el
cauce del río, cuyo lecho estaba, a trechos, seco. La vigilancia de la
caballería romana del día anterior y las patrullas nocturnas habían impedido
que los britanos liberaran buena parte de la ribera de troncos y de grandes
ramas, dificultando el paso de los carros. Los jinetes, en cambio, esquivaron
los obstáculos y miles de caballos entraron en el río levantando altas
salpicaduras de agua, después remontaron la orilla haciendo temblar el terreno.
Boadicea se
aferró a los apoyos laterales del carro. La tierra saltaba alrededor. Los
violentos vaivenes del carro le dejaban atisbar cómo ondulaban los centenares
de hombres a caballo que había en torno a ella, que gritaban empuñando las
armas. Ya no veía a los romanos ni a los suyos, tan solo contemplaba una
sucesión de imágenes distorsionadas y fragmentadas, confundidas en una ensordecedora
oleada.
Massimiliano Colombo, El
Estandarte Púrpura
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