Siempre
me ha llamado la atención la figura del biblioburro, aprovechando la
conmemoración del día de hoy, quiero unirla con la enseñanza, en homenaje a
muchos de mis compañeros:
UN MUNDO BAJO EL CIELO
Gabito estaba
habituado a que le hablara.
Pero, a veces,
incluso parecía responderle.
Soltaba un
rebuzno.
-¿Verdad que
sí, amigo mío? -Sonreía entonces él palmeándole el flanco.
Así llegaban a
la cresta. Y así descendían al valle. Y así volvían a trepar por el
serpenteante camino que se retorcía escalando la montaña.
Algún amanecer
alumbraba blanco.
La neblina lo
cubría todo.
Luego, un poco
más arriba, veía las nubes formando un manto entre las cumbres.
-¿Sabes,
Gabito? Hace cientos, quizá miles de años, por esta misma senda caminaban
nuestros antepasados. Y seguro que lo hacían a pie. Entonces no había burros.
Ya ves cómo cambian las cosas.
Así que Gabito
era un lujo, aunque él no lo supiera.
De noche,
instalaba la pequeña tienda de campaña que se abría sola lanzándola al aire -un
toque de modernidad- y encendía una fogata.
Al amparo de
las llamas, que danzaban en el aire tan bellas como efímeras, diseminando
sombras móviles por los árboles que le envolvían, sacaba un libro de uno de los
dos zurrones.
¿Cuántas veces
había leído Moby Dick?
¿Cuántas Las
mil y una noches o Robinson Crusoe?
¿Y qué
importaba?
Siempre era
diferente, como si otra voz lo narrase en su mente.
-Me gustaría
ver una ballena -suspiraba.
Bueno, una
ballena, y un tigre, y un elefante.
Gran mundo,
pequeño ser humano.
Leía y leía,
hasta que el fuego se extinguía y apenas si quedaban algunas brasas. Entonces
le dolían los ojos y guardaba el libro.
Después se
cobijaba en la pequeña tiendecita de campaña, no fuera a llover y se empapara.
Aunque lo más importante fuesen los libros.
Sí, los
protegía con plásticos, pero aun así...
-Buenas
noches, Gabito.
Otra noche,
otro amanecer.
Otra jornada.
Ningún valle
era igual a otro. Ningún río se parecía al anterior o al siguiente. Ningún
cielo mostraba siempre las mismas nubes. El mismo paisaje, sí, pero con nuevas sensaciones.
O sería que él, de año en año, más viejo, más cargado de recuerdos, lo veía o
interpretaba todo con otros ojos.
¿Cuántas
miradas puede trenzar un ser humano a lo largo de su vida?
¿Cuántas
miradas de las de ver, no de las de simplemente pasar?
-Sí, me hago
viejo, Gabito. Me estoy poniendo sentimental.
Tal vez fuera
la soledad, el silencio roto únicamente por su voz o algún rebuzno de Gabito.
La última
montaña.
Desde ella, a
lo lejos, muy a lo lejos todavía, se veía el pueblito.
-Allá vamos.
Gabito también
lo veía.
Solo era burro
por naturaleza.
Agitó la
cabeza y la movió de arriba abajo.
La última
noche, en el risco, en la Cueva de la Soledad, llamada así porque en ella solo
se refugiaban los solitarios que se movían por las montañas, leyó poesía.
Poesía
romántica.
Grítale mi nombre al viento,
y lo hará su prisionero.
Yo gritaré el tuyo hacia dentro,
para que me abrase entero.
Ah, los poetas...
Tan locos, tan
sublimes, tan especiales...
Se durmió con
el libro en las manos, bañado por los rescoldos finales de la fogata. La cueva
entera pareció arder, cárdena y luminosa con las ascuas enrojecidas.
El último
amanecer.
El mejor de
los ánimos.
-Vamos allá,
Gabito.
Sentía el
mejor de los ánimos. La espera tocaba a su fin. La fiesta sería cuando llegase,
a primera hora de la tarde como mucho. Así que le dio por cantar.
Total, nadie
le oía.
Luego siguió
hablándole a Gabito, para que compartiera con él la alegría.
-Si pudieras
entenderme, sabrías lo chistoso que es esto: un burro llevando libros, cultura,
para que otros no sean eso mismo, burros.
Soltó una
carcajada.
Ya ni se paró
a comer. Siguió. Siguió. Cuando los campos labrados surgieron en la lejanía,
también lo hicieron las voces.
-¡Ya está
aquí!
-¡Ha llegado!
-¡Avisen a los
niños!
Los primeros
vecinos le rodearon. Las primeras sonrisas le dieron la bienvenida. Las
primeras manos tocaron las alforjas. Luego, al enfilar la senda que desembocaba
en las casas de adobe y madera, vio la placita a lo lejos.
La plaza, con
la iglesia, el ayuntamiento y la escuela. Por la calle polvorienta aparecieron
los niños y las niñas.
Aquel
maravilloso enjambre...
-¡Ya está aquí
el maestro!
-¡Por fin!
-¿Qué libros
trae este curso?
-¡Maestro,
maestro!
-¿Empezaremos
mañana?
Pasaban los
años, pero el momento era siempre irrepetible, mágico. El momento en que el
soplo de la vida reaparecía y se hacía palabra.
El maestro
llegó a la plaza.
Bajó de su
montura.
Y se abrazó a
las tres docenas de manos que querían saludarlo y tocarlo.
Su gente.
Después de
todo no había ningún camino mejor, aunque fuera a través de las montañas y
lejos del otro mundo.
Jordi Sierra i Fabra
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