Sin ninguna
experiencia previa, salvo la de haber asistido de niño al teatro, a los
diecisiete años dirigí una obra actuada por amigos y compañeros de la
preparatoria. Se presentó de manera informal en la escuela y también en una
sala más adecuada y abierta al público. La obra se llamaba Ensayo general:
tocaba el tema de las drogas y sobre todo, como su título lo sugiere, el del
teatro dentro del teatro. Su autor fue mi padre, cuya vocación innata como
actor sólo cultivó de joven en algunas funciones de beneficencia. Tampoco
continué yo por ese rumbo, aunque seguí siendo lector y espectador. Sin
embargo, me reencontraría más tarde con el teatro de otra manera: algunos de
los cuentos que he escrito para niños han sido adaptados para llevarse a escena
desde hace más de veinte años. Al principio, cuando se trataba de grupos
establecidos, pedía que me enviaran una copia de la adaptación para darle el
visto bueno. Luego preferí no hacerlo y dar plena libertad a quienes hacen ese
trabajo, a sabiendas de que al pasar de un lenguaje narrativo a uno dramático
algo tiene que cambiar. Algunas veces he asistido a las funciones. De otras
sólo me he enterado por la prensa o por alguna página de internet. A veces se
respeta literalmente el texto y a veces sirve como fuente de inspiración para
crear una obra basada en él. El cuento que más veces se ha representado se
llama La peor señora del mundo, ya sea como espectáculo unipersonal, con
títeres o sombras, como lectura dramatizada o bien montado como teatro escolar
o profesional. Me ha tocado ver que algunas maestras y maestros se disfrazan
del personaje principal para leerlo en el aula: una pequeña dosis de actuación
contribuye a acercar el relato a los escuchas. El director de una compañía
teatral me contó que alguna vez tuvieron que rescatar a la actriz que
representaba el papel protagónico de la furia de los pequeños espectadores que
veían en ella la verdadera reencarnación del mal: realidad y ficción se
integran en el imaginario colectivo. También he sido testigo del reclamo, en
plena función, que hacen algunos niños que conocen el libro cuando los actores
siguen un libreto que no se apegan a la historia original.
Un cuento bien
contado en el escenario cautiva sin duda al público infantil y de alguna manera
lo transforma. Al salir de la sala en la que fue puesto en escena, el mundo
parece distinto: ha sido tocado por la representación, que nos permite ver más
allá de lo aparente. Y con frecuencia una reacción catártica opera en el
espectador al verse proyectado en algunos de los personajes o situaciones. A
diferencia de la lectura en soledad de una historia, cuando ésta salta a las
tablas la experiencia cambia: ahora se trata de algo que está sucediendo frente
a nuestros ojos y que lo podemos compartir con otros: ya no somos los únicos
testigos. El relato cobra vida más allá de nuestra imaginación y de cierta
manera nos convierte en sus protagonistas porque depositamos en los personajes
nuestras emociones y nuestros miedos, nuestros anhelos y nuestras
frustraciones. Ahí pueden reunirse armónicamente la ficción, la música, la
danza, el canto, la poesía, el juego, la magia, los malabares y todos los
recursos propios del arte teatral: vestuario, iluminación, escenografía,
maquillaje, objetos de utilería. La aportación que hace la herencia cultural
–con énfasis en la literatura y el teatro– contribuirá a que el niño ejercite
su imaginación y encuentre un sentido a la vida.
Francisco Hinojosa
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