Hacía
demasiado calor en la casa grande y ambas salieron al porche. Se estaba
formando una tormenta de primavera a lo lejos, por el oeste. Ya se veían los
primeros destellos de algún relámpago, y a su alrededor soplaban rachas de aire
gélido impredecibles que las refrescaban. Madre e hija se sentaron con recato
en la mecedora del porche y empezaron a hablar de cuando volviera el marido de
la mujer, que se había embarcado con un cargamento de tabaco rumbo a la lejana
Inglaterra.
Mary,
que tenía trece años y era hermosa y asustadiza, dijo:
—Tengo
que decirlo. Me alegro de que hayan ahorcado a todos los piratas y papá vaya a
volver con nosotras sano y salvo.
Su
madre esbozó una sonrisa dulce que no se marchitó mientras decía:
—No
me gusta hablar de piratas, Mary.
Se
vestía de chico a pesar de ser una chica para encubrir el escándalo de su
padre. No se puso un vestido de mujer hasta que estuvo en el barco con su padre
y con su madre —la sirvienta a la que llamaría esposa en el Nuevo Mundo —, y
partieron de Cork en dirección a las Carolinas.
Se
enamoró por primera vez en ese viaje, envuelta en esas ropas desconocidas,
torpe con esas faldas extrañas. Tenía once años y no fue ningún marinero quien
le robó el corazón, sino el barco. Anne se sentaba en la proa y contemplaba el
Atlántico gris retumbando a sus pies, oía los graznidos de las gaviotas y
sentía que Irlanda se alejaba por momentos y se llevaba consigo todas las
viejas mentiras.
Cuando
desembarcaron se separó de su amado con pesar, y mientras su padre prosperaba
en la nueva tierra, ella soñaba con el chirrido y el aleteo de las velas.
Su
padre era un buen hombre. Se había alegrado de verla regresar, y no había
mencionado el tiempo que había pasado fuera: el joven con el que se había
casado, el hecho de que se la llevara a Providence. Ella había regresado con su
familia al cabo de tres años, con un bebé agarrado al pecho. Dijo que su marido
había muerto y, pese a la abundancia de historias y rumores, ni siquiera a los
más chismosos se les ocurrió sugerir que Annie Riley era la chica pirata Anne Bonny, la
primera pareja de Red Rackham.
—Si
hubieras luchado como un hombre, no habrías muerto como un perro.
Ésas
fueron las últimas palabras que Anne Bonny le dijo al hombre que le había hecho
el bebé; o, al menos, eso se contaba.
La
señora Riley contempló el juego de los relámpagos y oyó el primer rugido de los
truenos en la lejanía. Estaban empezando a salirle canas y tenía la piel tan
blanca como cualquiera de las mujeres respetables de la zona.
—Suena
como un cañonazo —dijo Mary.
Anne
le había puesto el nombre por su madre, y por la mejor amiga que tuvo durante
los años que pasó lejos de la casa grande.
—¿Por
qué dices esas cosas? —le preguntó su madre con remilgo—. En esta casa no
hablamos de cañonazos.
Entonces
empezó a caer la primera lluvia de marzo y la señora Riley sorprendió a su hija
levantándose de la mecedora del porche y asomando el cuerpo bajo la lluvia para
que le salpicara la cara como el rocío del mar. Fue un acto bastante inusual
para una mujer tan respetable.
Mientras
la lluvia le salpicaba la cara, se imaginó allí, capitaneando su propio barco,
los cañones disparando a su alrededor, el hedor a pólvora flotando en la brisa
salitrosa. La cubierta de su barco estaría pintada de rojo para ocultar la
sangre de la batalla. El viento hincharía sus velas con un chasquido tan
intenso como el rugido de un cañón mientras se preparaban para abordar el barco
mercante y llevarse todo lo que quisieran, joyas o monedas;
y los besos ardientes con su
primera pareja cuando pasara la locura…
—¿Mamá?
—dijo Mary—. De verdad, parece que estés pensando en un gran secreto. Tienes
una sonrisa muy rara en la cara.
—Qué
tonta, querida —le respondió su madre. Y añadió—: Estaba pensando en tu padre.
Dijo
la verdad, y los vientos de marzo las rodearon de locura.
Neil Gaiman
Y ya puestos una vieja canción marinera irlandesa, versión Celtas Cortos
No hay comentarios:
Publicar un comentario