En cuanto los
doce telégrafos empezaron a repiquetear al unísono, ambos dieron un respingo.
El papel de las transcripciones se arrugaba a la velocidad de los mensajes, y
hubo una avalancha cuando los empleados corrieron a coger un lápiz para apuntar
los códigos. Como todos se concentraban en las letras individuales, Thaniel fue
el primero en percatarse de que los doce telégrafos decían lo mismo.
Urgente, ha explotado bomba en...
Estación Victoria destruida...
estación ha sufrido grandes desperfectos...
escondida en la consigna...
sofisticado mecanismo de relojería en consigna...
Estación Victoria...
... los oficiales eliminados, posibles heridos...
... Clan na Gael.
Thaniel llamó
a gritos al jefe administrativo, que entró como un rayo con el chaleco manchado
de té. Una vez se hizo cargo de la situación, el resto del día se dedicó a agilizar
el intercambio de mensajes entre los ministerios y Scotland Yard, y a negarse a
hacer declaraciones a los periódicos. Thaniel no tenía ni idea de cómo lograban
bloquear las líneas directas de Whitehall, pero siempre lo hacían. Del pasillo
llegó un grito. Era el ministro del Interior pidiendo a voces al director de
The Times que prohibiera a sus periodistas bloquear los cables. Antes de que
terminara el turno a Thaniel le dolían los tendones del dorso de las manos y
las teclas de cobre habían conseguido que su piel desprendiera un olor a monedas.
Ninguno habló
de ello, pero en lugar de separarse al final del turno, regresaron juntos a la
estación Victoria. Encontraron un gran gentío, ya que los trenes habían dejado
de funcionar durante el día, y a medida que se acercaban al edificio vieron
ladrillos desperdigados por todas partes. Como el resto de la gente estaba más
interesada en averiguar cuándo se restablecería el servicio, no les resultó
difícil llegar a la desvencijada consigna. Las vigas de madera habían volado como
si algo monstruoso se hubiera desatado. Entre los escombros se veía un sombrero
de copa y una bufanda roja que se había vuelto gris por donde la escarcha la
había adherido a los ladrillos. Los agentes de policía estaban limpiando los casquetes
desde el exterior, con el aliento convertido en vaho blanco. Al cabo de un rato
empezaron a mirar con cautela a los cuatro telegrafistas. Thaniel comprendió
que debía de chocarles ver a cuatro empleados delgados y vestidos de negro
detenidos mucho más tiempo que nadie en una pulcra hilera, observando. Se separaron.
Natasha Pulley, El Relojero deFiligree Street
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