Esta mañana llegamos todos a la escuela muy contentos, porque van
a sacar una foto de la clase, que será para nosotros un recuerdo que nos
gustará toda la vida, como ha dicho la maestra. También nos dijo que viniéramos
muy limpios y bien peinados. Cuando yo entré en el patio del recreo llevaba la
cabeza bien llena de brillantina. Todos los compañeros estaban ya ah y la
maestra riñéndole a Godofredo, que había venido vestido de marciano. Godofredo
tiene un papá muy rico que le compra todos los juguetes que se le antojan.
Godofredo le decía a la maestra que quería fotografiarse de marciano, y que si
no se iría. El fotógrafo también estaba allí, con su máquina, y la maestra le
dijo que había que acabar pronto, porque si no nos perdíamos la clase de
aritmética. Agnan, que es el primero de la clase y el ojito derecho de la
maestra, dijo que sería una lástima no tener aritmética, porque a él le gustaba
mucho y había hecho bien todos sus problemas. Eudes, un chaval que es muy
fuerte, quería darle un puñetazo en la nariz a Agnan, pero Agnan tiene gafas y
no se le puede pegar tan a menudo como uno quisiera. La maestra se ha puesto a
gritar que éramos insoportables y que si continuaramos así no habría foto e
iríamos a clase.
El fotografo entonces, dijo:
—Vamos, vamos, un poco de calma... Sé perfectamente cómo hay que
hablar a los niños. Todo saldrá bien.
El fotógrafo decidió que debíamos ponernos en tres filas: la
primera fila sentada en el suelo: segunda, de pie, alrededor de la maestra, que
se sentaría en una silla, y la tercera, encima de unas cajas. Realmente el
fotógrafo tiene ideas estupendas. Las cajas hubo que buscarlas en el sótano de
la escuela. Lo pasamos en grande, porque no hay mucha luz en el sótano y Rufo
se había puesto un saco viejo en la cabeza y gritaba; «iHu, bu! Soy el
fantasma.» Después vimos que llegaba la maestra. No tenía pinta de estar muy
contenta, de modo que nos marchamos en seguida con las cajas. El único que se
quedó fue Rufo. Con su saco, no veía lo que pasaba y continuó gritando: «iHu,
bu! Soy el fantasma», hasta que la maestra le quitó el saco. Rufo se quedó muy
extrañado, mucho. De vuelta al patío, la maestra soltó la oreja de Rufo y se
llevó las manos a la cabeza. «iPero si estáis completamente negros!», dijo. Era
cierto, mientras hacíamos el payaso en el sótano nos habíamos manchado un poco.
La maestra no estaba contenta, pero el fotógrafo le dijo que la cosa no era
grave, teníamos tiempo de lavarnos mientras él disponía las cajas y la silla
para la foto. Aparte Agnan, el único que tenía la cara limpia era Godofredo,
porque llevaba la cabeza dentro de su casco de marciano, que parece una pecera.
—Ya lo está viendo —dijo Godofredo a la maestra—, si hubieran
venido todos vestidos como yo, no habría tanto lío.
Yo vi que la maestra se moría de ganas de tirarle de las orejas a
Godofredo, pero no había agujeros en su pecera. ¡Es una solución formidable la
del traje de marciano! Volvimos después de lavarnos y. peinarnos. Aún estábamos
un poco mojados, pero el fotógrafo dijo que no importaba, que en la foto no se
vería.
—Bueno —nos dijo el fotógrafo—, ¿queréis darle gusto a vuestra
maestra?
Contestamos que sí, porque queremos a la maestra; es terriblemente
amable cuando no la hacemos enfadar.
—Entonces —dijo el fotógrafo— vais a ocupar, como buenos chicos,
vuestros puestos para la foto. Los mayores, en las cajas, los medianos, de pie,
y los pequeños, sentados.
Fuimos a hacer lo que nos decía y el fotógrafo ya le estaba
explicando a la maestra que con paciencia se conseguía cualquier cosa de los
niños, pero la maestra no pudo escucharle hasta el final. Tuvo que venir a
separarnos, porque todos queríamos ponernos en las cajas.
Eudes gritaba y empujaba a los que querían subir a las cajas. Como
Godofredo insistía, Eudes le dio un puñetazo en la pecera y se hizo mucho daño.
Tuvieron que juntarse varios para sacar la pecera de Godofredo, que se había
atascado. La maestra ha dicho que era la última advertencia, que después
iríamos a aritmética; entonces nos dijimos que había que estarse quietos y
cómenzamos a instalarnos.
Godofredo se acercó al fotógrafo.
—,Cómo es su aparato? —preguntó.
El fotógrafo sonrió y le dijo:
—Es una caja de la que saldrá un pajarito, guapo.
—Es muy vieja su máquina —dijo Godofredo—, mi papá me regaló una
máquina con parasol, visor óptico directo, teleobjetivo y, por supuesto,
filtros...
El fotógrafo pareció sorprendido, dejó de sonreír y le dijo a
Godofredo que volviera a su sitio.
—No tiene usted, al menos, célula fotoeléctrica? —preguntó Godofredo.
—Por última vez! ¡Vuelve a tu sitio! —gritó el fotógrafo, que de
repente tenía una pinta muy nerviosa.
Nos instalamos. Yo estaba sentado en el suelo, al lado de
Alcestes: Alcestes es un compañero mío que es muy gordo y come sin parar.
Estaba mordiendo una rebanada de pan con mermelada y el fotógrafo le dijo que
dejara de comer, pero Alcestes contestó que había que alimentarse.
—Suelta esa rebanada! —gritó la maestra, que estaba sentada
justamente detrás de Alcestes. El chillido le sorprendió tanto, que Alcestes se
dejó caer la rebanada en la camisa.
—Atiza! ¡Me la he ganado! —dijo Alcestes, tratando de raspar la
mermelada con el pan. La maestra dijo que lo único que se podía hacer era poner
a Alcestes en la última fila, para que no se viera la mancha de su camisa.
—Eudes —dijo la maestra—, deje su sitio a su compañero.
—No es mi compañero —dijo Eudes—; no le dejaré mi sitio, y lo que
puede hacer es ponerse de espaldas a la foto; así no se verá la mancha ni su
gorda cara.
La maestra se enfadó y le puso a Eudes en castigo la conjugación
del verbo: «Yo no debo negarme a ceder mi sitio a un compañero que se ha tirado
en la camisa una tostada de mermelada.» Eudes no dijo nada, bajó de su caja y
vino a primera fila, mientras Alcestes iba a la última fila. Se armó algo de
desorden, sobre todo cuando Eudes se cruzó con Alcestes y le dio un puñetazo en
la nariz. Alcestes quiso darle una patada a Eudes, pero Eudes la esquivó (es
muy ágil), y quien recibió la patada fue Agnan, felizmente en un sitio donde no
lleva gafas. Eso no le impidió echarse a llorar y a chillar que no veía nada,
que nadie lo quería y que le gustaría morirse. La maestra lo consoló, lo sonó,
lo repeinó y castigó a Alcestes, que debe escribir cien veces: «Yo no debo
pegar a un camarada que no busca camorra y que lleva gafas.»
—Muy bien hecho! —dijo Agnan.
Entonces la maestra le dio a él unas líneas para escribir. Agnan
se quedó tan asombrado que ni siquiera lloró. La maestra empezó a distribuir
castigos a diestro y siniestro; todos teníamos montones de líneas para hacer y,
por último, la maestra nos dijo:
—Y ahora vais a decidiros a estaros quietos. Si sois buenos,
levantaré todos los castigos. ¡Vamos, poneos bien, una bonita sonrisa y el
señor nos sacará una hermosa fotografía!
Como no queríamos apenar a la maestra, obedecimos. Todos sonreimos
y nos colocamos bien. Pero falló el recuerdo que nos gustaría toda nuestra
vida, porque nos dimos cuenta de que el fotógrafo ya no estaba allí. Se había
marchado sin decir nada.
René Goscinny,
El pequeño Nicolás
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