Estaba a punto
de besar el cuello de Patricia cuando sonó el teléfono.
No pasaba
nada. Sólo estábamos haciendo los deberes de Informática. El Obtuso nos había
dicho: «Los que tengáis ordenador en casa, el lunes me traéis el
calendario-agenda diseñado con Word». Una especie de examen para empezar el
segundo trimestre. A mí se me daba bien la informática y a Patricia no, porque
no tenía ordenador, de manera que la había invitado a mi casa para enseñarle.
No tenía la intención de hacer yo sus deberes, claro que no. Se trataba de que
Patricia aprendiera conmigo lo que debería haber aprendido en clase antes de
Navidad. Por eso, ella se encontraba delante del teclado, muy concentrada, y yo
a su espalda diciéndole «¿Ahora qué harías?», o «Busca en Herramientas», o
«¿Qué tipo de letra prefieres?».
No había nadie
más en casa. Mi padre me había dejado una nota lacónica con la receta para la
cena y los ingredientes sobre el mármol de la cocina. Mi dormitorio sólo estaba
iluminado por la pantalla del ordenador y el flexo. El resto de la estancia
estaba en una semioscuridad aterciopelada y cálida que nos cobijaba y alentaba
la intimidad.
Yo acababa de
descubrir el poder embriagador del perfume femenino. Hasta aquel momento, mis
compañeras de clase no usaban perfumes, o no me había dado cuenta, o tal vez
olían a Nenuco o a colonia de niñas. Y, de pronto, al inclinarme sobre aquel
hombro para ver mejor la pantalla del ordenador, o para indicar a Patricia qué
tecla debía pulsar, la fragancia dulce y fresca me atravesó la pituitaria y
llegó directamente al centro de mi cerebro. Creo que incluso enrojecí. Mis ojos
se clavaron en el cuello de aspecto sedoso, terso, apetitoso, que dejaba al
descubierto el jersey de escote de ojal, y se me nubló la vista mientras mis
labios se estiraban involuntariamente, atraídos por el poderoso imán de aquella
epidermis limpísima.
Entonces sonó
el teléfono y la magia se hizo añicos como si estuviera hecha de cristal muy
frágil.
Necesité una
fracción de segundo para tomar conciencia de dónde estaba, y qué estaba
haciendo allí, y quién era, adónde iba y de dónde venía. Tragué saliva, me
aclaré la garganta con una tosecilla ridícula, descolgué el auricular y dije:
—Diga —mi tono
revelaba fastidio, la verdad.
—Tengo que
hablar contigo —oí una voz de ultratumba, arropada por ecos, como si me
hablaran desde el púlpito de una catedral. Gabriel tenía voz de locutor,
profunda e irreal—. ¿Dispones de un poco de tiempo?
—Sí. Claro.
Patricia
arrugaba el ceño como si a ella le molestara la interrupción tanto como a mí.
En seguida notó que ocurría algo especial.
«¿Quién es?»
—Hay un errepegé
en marcha —dijo Gabriel Máster—. ¿Queréis jugar?
«Queréis», en
plural.
—¿Un errepegé?
—exclamé.
Se le
iluminaron los ojos a Patricia.
—¿Un RPG?
—Sí, sí.
Role-Playing Game. Un errepegé. Un juego de rol.
—¿Un juego de
rol?
—¿Un juego de
rol? —exclamó ella—. ¿Con Gabriel?
Habíamos
descubierto el juego de rol el año anterior. Empezamos con Dungeons and
Dragons, como todo el mundo, y la fiebre en seguida se apoderó de nosotros.
Seguimos con Werewolf y con los Mitos de Cthulhu, y unos cuantos compañeros del
cole se obsesionaron tanto con eso que no podían pensar en nada más. Gabriel,
Charly Freya, Félix el Gato, María Rolera o el Trazas llegaron a ponerse muy
insoportables. María Rolera se ganó su apodo a pulso y a Gabriel pasamos a
llamarle máster o Gabriel Máster para distinguirlo de otros Gabriel del
instituto. A mí no me había dado tan fuerte pero, si asistías a una partida
dirigida por Gabriel Máster, comprendías el entusiasmo reinante.
¡Cómo contaba
las historias! Era capaz de meterte de cabeza en los ambientes más
extravagantes y asombrosos, te hacía vivir situaciones de peligro como si
realmente te estuvieras jugando la piel, creaba unas escenas tan emocionantes
que a más de uno lo vi llorar. Félix el Gato lloró cuando era el druida Manolix
y murió aplastado por aquella losa.
Fue culpa
suya. Gabriel le había avisado de que había una trampa en la caverna. Debería
haber esperado a que lo sacaran de allí. Pero Manolix sabía que sus compañeros
estaban luchando contra siete encapuchados sin rostro en la sala de al lado y
llevaban las de perder. Sabía que, con su ayuda mágica, podría decantar la
lucha a su favor, y decidió arriesgarse. Una roca se movía con un ruido de
engranajes al fondo. Supuso que se trataría de un resorte que abría la puerta
de la mazmorra y decidió comprobarlo. La empujó. Automáticamente, sonó un
crujido espeluznante por encima de su cabeza y la losa inmensa que formaba el
techo —Gabriel lo había indicado antes: el techo está formado por un solo
bloque de granito— cayó sobre él.
—¡Salto hacia
un rincón de la sala! —anunció Manolix angustiado.
Gabriel hizo
un gesto apesadumbrado para dar a entender que no tenía escapatoria posible,
pero le concedió que tirase el dado. Quizá, si llegaba hasta la pared y se
apretaba mucho contra ella, tendría la oportunidad de quedar solamente
mutilado. Manolix era un druida pequeño y ágil como una ardilla. Sacó un nueve
con un dado de diez. Eso significaba unos reflejos maravillosos, un salto
prodigioso. Se quedó pegado a la pared como una lagartija, como el papel
decorativo.
Entonces
Gabriel dijo que tirarían el dado los dos a la vez y restarían las cantidades
para computar qué daño le había hecho la caída de la losa. Si la diferencia era
a favor de Manolix, se salvaría pero calcularían las lesiones sufridas. Sólo si
sacaba ocho o nueve puntos a su favor se consideraría que había salido
milagrosamente ileso. Siete, seis o cinco le darían derecho a quedar muy
malherido pero capaz de pedir auxilio. Si sacaba menos... Bueno, ya veríamos.
Félix el Gato y Gabriel tiraron sus dados a la vez. Jugadores y espectadores
guardamos un silencio sepulcral, con el corazón en un puño. Todos queríamos
mucho a Manolix. Era un druida ingenioso, ocurrente, encantador. El dado de
Gabriel sacó un diez, y Félix sacó un uno. No podía haber sido aplastado de una
manera más fulminante. Quedó hecho papilla bajo aquella lápida inmensa.
Entonces fue
cuando Félix el Gato se puso a llorar.
—¡No hay
derecho! —protestó.
Y estábamos de
acuerdo con él. No era justo. Había movido la maldita roca con la intención de
ayudar a sus compañeros. Había sido un acto de generosidad. Pero así es la
vida. O así es el juego de rol. Si te juegas el físico, puedes perderlo.
Después de un
verano de encadenar juegos con juegos, generalmente en el sótano del taller del
padre de Charly Freya, Gabriel decidió inventarse reglas más sencillas y
situaciones nuevas. Dijo que los clásicos le servían como punto de referencia,
para saber de qué iba la cosa, pero que prefería partir de cero, crear sus
propios mundos y poner sus propias condiciones para sorprendernos cada vez con
aventuras inesperadas.
Era una gozada
jugar con Gabriel Máster.
Y ahora
Gabriel Máster me estaba preguntando si quería participar en un nuevo RPG
organizado por él. Patricia saltaba de alegría, braceaba y movía la boca
gritando en silencio «¡Yo también, yo también!».
—Cuenta
conmigo —dije.
—¿Y con
Patricia? —preguntó la voz tremenda.
¿Cómo sabía
que Patricia estaba conmigo? Buen golpe de efecto. Muy propio del Máster. Con
esa voz de doblador de cine, templada y un poco redicha, soltaba afirmaciones
así y te dejaba de una pieza. Luego, pensabas que no era tan difícil deducir
que Patricia y yo estábamos juntos: seguro que se me notaba cantidad que yo
estaba colado por la morenita, a lo mejor alguien me había oído el viernes
cuando yo le proponía que viniera a hacer los deberes a casa el domingo por la
tarde; o Gabriel Máster nos había seguido, que era muy capaz de ello. Pero eso
lo pensabas luego. De momento, te quedabas maravillado e imaginabas que todo lo
que Máster pudiera contar a continuación sería igualmente sorprendente y
fantástico.
—También
puedes contar con Patricia —dije.
Ella se quedó
boquiabierta un instante. Luego, aplaudió y afirmó tan enérgicamente con la
cabeza que se despeinó.
—Entonces, baja
a la portería de tu casa y busca en el buzón.
Había dado por
supuesto que íbamos a aceptar. Ya nos había dejado un mensaje.
—Yo te espero
al teléfono —añadió.
No tuvo que
esperar mucho rato. Incapaz de estar quieto en el rellano de la escalera
mientras el ascensor acudía a mi llamada, me lancé por las escaleras de cuatro
en cuatro, organizando un alboroto formidable con mis saltos, y volví a
subirlas de dos en dos, en un abrir y cerrar de ojos. Luego, tuve que disimular
mis jadeos y mi falta de aliento ante una Patricia que esperaba en vilo.
—¡Qué! ¿Qué?
Le mostré lo
que había encontrado en el buzón.
Dos naipes del
Tarot.
El Diablo y la
Estrella.
—El Diablo y
la Estrella —dije al teléfono.
—Tu teléfono
tiene sistema manos libres —afirmó el Máster como si lo estuviera viendo.
¿Cuándo había estado Gabriel en mi casa?—. Conéctalo para que Patricia pueda
oírme.
Lo hice.
—Os habla el
Sumo Sacerdote de Tarotown —el vozarrón catedralicio, resonando con ecos, llenó
la penumbra de mi habitación.
Patricia y yo
nos tomamos de la mano, asustados. Escuchamos boquiabiertos, sin aliento.
El juego
acababa de empezar.
Andreu Martín, El Diablo en el Juego de Rol
PREMIO ALANDAR DE NARRATIVA JUVENIL 2003
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