¿Os suenan las ideas que subyacen en este texto?
Técnicamente,
sus dos “perros guardianes” tenían el bachillerato y Johnson contaba en su
currículo hasta con dos años de universidad. Por desgracia o por suerte,
dependiendo de cómo se mirase, los dos habían sido pensionistas y su educación
se la habían proporcionado por cortesía del sistema educativo de la República Popular
de Haven. En teoría, podía adquirirse una buena educación de esa fuente, pero
hacerlo precisaba que el individuo empleara los recursos disponibles para
educarse a sí mismo, porque después de tantas décadas de degradación del
concepto de logro en nombre de la «democratización» y de la «reválida
estudiantil», no quedaba nadie en el estamento docente que tuviera la más
remota idea de cómo enseñar de verdad.
El problema
era que la gente que estaba de verdad motivada escaseaba. Sin nadie que les
explicase las cosas, la mayoría de los jóvenes no comprendían por qué aprender
era importante, para empezar. Siempre hay excepciones a esa regla general, pero
la mayoría de los seres humanos aprenden a partir de la experiencia, no por
norma, y hasta que uno no experimentaba las consecuencias de no recibir una educación,
rara vez se siente el impulso de corregir la situación. Crear un deseo de
aprender en alguien que no se había visto en la necesidad de ello precisaba de
toda una estructura de apoyo, una sociedad en la que los mayores dejaran claro
que de los jóvenes se esperaba que adquirieran conocimientos y que se prepararan
para ponerlos en práctica. Y ese tipo de sociedad era precisamente la que no
habían tenido los pensionistas antes de la guerra, porque el subsidio básico de
manutención se había manejado como una bomba de relojería, por más improductiva
que hubiera revelado ser. Además, ¿para qué habrían podido usar los pensionistas
la educación?
Lo que era tal
vez peor: los legislaturistas de antes de la guerra habían hecho lo imposible
por que la respuesta a esa última pregunta fuera «nada», porque el conocimiento
era algo peligroso. No querían que los pensionistas recibieran educación o se involucraran
en el funcionamiento del sistema. Tal vez fueran un parásito insostenible para
una economía moribunda, pero mientras que el subsidio básico de manutención les
bastara para mantener el ritmo de vida al que estaban acostumbrados, no tenían
demasiada prisa en exigir el derecho a participar en la toma de decisiones
políticas. Aquel, al fin y al cabo, había sido el acuerdo entre sus ancestros y
los de los legislaturistas. A cambio de que «los cuidaran», los ciudadanos de
la República Popular de Haven habían cedido toda la toma de decisiones a la
gente que se encargaba del engranaje del poder y, hasta que esa maquinaria se derrumbase,
nadie había sentido la necesidad de arreglar lo que funcionaba mal.
A gran escala,
el pacto de suicidio mutuo entre los legislaturistas y su estamento educativo
era académico, o al menos eso creía Harkness; pero a un nivel personal, sus
consecuencias habían adquirido proporciones muy importantes, porque Johnson y Candleman
eran los productos típicos del sistema del que procedían. Eso significaba que
padecían una ignorancia devastadora que pocos manticorianos hubieran creído
siquiera posible. Gente que apenas podía trabajar con operaciones matemáticas
básicas o que, como Candleman, sufrían de lo que se podía llamar analfabetismo
funcional, eran de una utilidad estrictamente limitada para una maquinaria de
guerra moderna, porque el mantenimiento o la puesta en marcha de cualquier equipamiento
más complejo que un rifle pulsado requería al menos una cierta familiaridad con
los principios básicos de la electrónica, la cibernética, la teoría
gravitatoria y algunos rudimentos de otras disciplinas.
David Weber, En Manos Enemigas
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