sábado, 23 de abril de 2016

MADRID, 23 DE ABRIL DE 1616


Murió en abril, de madrugada, en una de esas horas imprecisas entre el día y la noche en que los vínculos entre carne y espíritu parecen aflojarse, esas horas que tan propicias resultan para abandonar este mundo. Gonzalo, que había sido su yerno y su mejor amigo, había ayudado a limpiar su cuerpo y a amortajarlo. Sabía que se trataba de una tarea de mujeres, pero se empeñó en ayudar a despecho de Isabel, su esposa, y de doña Catalina, pues pensó que la lealtad le exigía aquel último gesto de misericordia para quien había sido su segundo padre. Con todo, no le había resultado sencillo. Las úlceras y llagas, la decrepitud, la prolongada permanencia en el lecho habían roído el cuerpo del poeta de tal modo que, cuando aún le restaban algunos días de vida, apenas unas paletadas de tierra lo separaban ya de la condición de cadáver. Y ahora que su aliento se había extinguido por completo, el manto frío de la muerte apenas había obrado cambios en él. En la calavera de su rostro, labios y mejillas se habían hundido por la laxitud de la mandíbula y la ausencia de dientes, y los ojos apenas se atisbaban al fondo de los pozos sombríos de los cuévanos. Para compensar el colapso de los ojos y boca, la nariz parecía haberse afilado y prolongado, mientras que los huesos de los pómulos amenazaban con taladrar el cuero macilento que los cubría. Las extremidades, consumidas hasta el puro hueso, se hinchaban monstruosamente en las coyunturas. A decir verdad, el brazo izquierdo ni siquiera parecía un brazo, sino apenas un despojo retorcido y sarmentoso. El costillar aparentaba ser una carcasa devorada por algún carroñero, mientras que el vientre se veía inflamado por efecto de la hidropesía. Y también estaba el hedor, una pestilencia que proclamaba que aquel cuerpo ya estaba pudriéndose por dentro cuando todavía conservaba algún hálito de vida. En cierto momento, Gonzalo pensó que iban a fallarle las fuerzas. Pero apretó los ojos y se esforzó por recordar que el despojo que yacía sobre la cama era el mejor de cuantos hombres había conocido. Y así pudo ayudar a las mujeres a frotar el cadáver con jabón y con paños húmedos, a atusarle los mustios bigotes, a peinarle las cuatro hebras grises que restaban de su cabello. Luego lo sostuvo en sus brazos, como a un niño pequeño, mientras su esposa y su hija lo revestían con el sayal de San Francisco, como permitía la caridad de la orden que el poeta había profesado semanas antes de morir. Y acto seguido le cubrían la cabeza con la capucha y rodeaban su cuello con un rosario del que pendía un crucifijo de madera. Entonces Gonzalo volvió a notar ese olor a manzanas que había brotado de la boca del anciano durante los últimos años de su vida, ese olor que, según dicen, preludia sufrimiento y muerte, como en efecto había ocurrido. Por último, mientras ellas lo velaban y lo lloraban y bisbiseaban oraciones, el yerno del poeta procedió a cumplir las últimas instrucciones que él le había dado cuando aún conservaba la voz y la lucidez.
Clareaba el día cuando Gonzalo salía de la casa camino de la iglesia de San Ildefonso, aneja al convento de la Trinidad, donde el viejo poeta había pedido que lo enterraran por la gran  amistad que lo unía a la Orden, y donde todo estaba ya preparado para acoger sus restos. Antes pasó por el taller del carpintero para pedir que se apresuraran con el féretro. Una vez alertadas las monjas y el capellán, visitó casas de amigos y parientes para decirles que esa misma tarde iba a celebrarse el entierro, pues el difunto había dejado dispuesto que se abreviaran los ritos de la muerte en la medida en que el decoro y la costumbre lo permitieran. Al regresar a la calle de Francos, a eso del mediodía, Gonzalo comprobó que la noticia de que el viejo poeta había muerto ya se había extendido por Madrid, como atestiguaba la pequeña multitud que se congregaba a la puerta de su casa. Había gente de las letras y de la farándula, rostros por todos conocidos, pero también muchos vecinos anónimos que habían acudido a presentar sus respetos. Ya en la casa, Gonzalo comprobó que el carpintero había cumplido lo pactado y que el cadáver descansaba dentro del féretro, que había sido dispuesto sobre dos caballetes de madera. Al verlo tendido dentro del ataúd, con las manos cruzadas sobre su mortaja de color ceniza, Gonzalo fue consciente por vez primera del carácter irrevocable de lo ocurrido, y la pena le atenazó la garganta como una mano de hielo. Pero no tuvo tiempo para abandonarse al llanto, porque su esposa y su suegra lo urgían a formar el cortejo y encaminarse a la iglesia. Ambas iban ataviadas con tocas y mantos negros, porque hacía tiempo que habían tomado la precaución de confeccionarse los lutos para este día. Las acompañaba Constanza, la sobrina, también de luto riguroso. Y hasta el niño había sido vestido de negro para no desentonar en el entierro del abuelo. Todo estaba dispuesto para entregar el cuerpo del viejo poeta a la tierra.
Unos vecinos ayudaron a bajar el ataúd por la escueta escalera. Ya en la calle, fueron muchos los hombros que se ofrecieron para transportar la liviana carga hasta la cercana iglesia de las Trinitarias. Gonzalo reconoció al librero Robles y al impresor De la Cuesta, y a varios literatos de fama y renombre que habían frecuentado al viejo poeta durante los últimos años de su vida en Madrid. Sobraron hombros, de hecho, para tan poco ataúd. Y así arrancó la comitiva, que en el breve trecho que separaba la casa de la calle de Francos de la puerta de la iglesia recibió numerosas incorporaciones, casi tantas como viandantes preguntaban curiosos el nombre del difunto, y al saber de quién se trataba se unían al cortejo porque deseaban despedir a quien tanto solaz y tanta risa les había procurado en vida. Cuando llegaron a la iglesia, con los que allí esperaban, debían de sumar casi el medio millar. Y muchos lloraban y se lamentaban, aunque Gonzalo no los conocía ni creía que el poeta los hubiera conocido tampoco.
Entraron en la iglesia seguidos por un río de gente que se derramó por la planta del pequeño templo hasta cubrirla por completo. Gonzalo se giró hacia las puertas abiertas y comprobó que muchos se habían quedado en la calle. Entonces le pareció reconocer el rostro de un hombre embozado que había dejado caer brevemente la capa para poder santiguarse. ¿No era ese…? Pero el hombre desapareció de repente y Gonzalo se dijo que no era posible, que debía de haberse confundido.
Así pues, se giró hacia el capellán, que se disponía a dar comienzo a la misa, tomó la mano de su esposa y apoyó la otra mano sobre el hombro de su pequeño hijo.
Introibo ad altare Dei, cantó el sacerdote.
Ad Deum qui laetificat iventutem meam, respondieron los congregados, a coro.
Y las gargantas eran tan numerosas que Gonzalo pensó que sus voces debían de estar oyéndose por toda la ciudad.
De este modo despidió Madrid a su poeta Miguel de Cervantes.

Eloy Cebrián, Madrid 1616 

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