Murió en abril, de madrugada, en una de esas horas imprecisas
entre el día y la noche en que los vínculos entre carne y espíritu parecen
aflojarse, esas horas que tan propicias resultan para abandonar este mundo. Gonzalo,
que había sido su yerno y su mejor amigo, había ayudado a limpiar su cuerpo y a
amortajarlo. Sabía que se trataba de una tarea de mujeres, pero se empeñó en
ayudar a despecho de Isabel, su esposa, y de doña Catalina, pues pensó que la
lealtad le exigía aquel último gesto de misericordia para quien había sido su
segundo padre. Con todo, no le había resultado sencillo. Las úlceras y llagas,
la decrepitud, la prolongada permanencia en el lecho habían roído el cuerpo del
poeta de tal modo que, cuando aún le restaban algunos días de vida, apenas unas
paletadas de tierra lo separaban ya de la condición de cadáver. Y ahora que su
aliento se había extinguido por completo, el manto frío de la muerte apenas
había obrado cambios en él. En la calavera de su rostro, labios y mejillas se
habían hundido por la laxitud de la mandíbula y la ausencia de dientes, y los ojos
apenas se atisbaban al fondo de los pozos sombríos de los cuévanos. Para
compensar el colapso de los ojos y boca, la nariz parecía haberse afilado y
prolongado, mientras que los huesos de los pómulos amenazaban con taladrar el
cuero macilento que los cubría. Las extremidades, consumidas hasta el puro
hueso, se hinchaban monstruosamente en las coyunturas. A decir verdad, el brazo
izquierdo ni siquiera parecía un brazo, sino apenas un despojo retorcido y
sarmentoso. El costillar aparentaba ser una carcasa devorada por algún
carroñero, mientras que el vientre se veía inflamado por efecto de la
hidropesía. Y también estaba el hedor, una pestilencia que proclamaba que aquel
cuerpo ya estaba pudriéndose por dentro cuando todavía conservaba algún hálito
de vida. En cierto momento, Gonzalo pensó que iban a fallarle las fuerzas. Pero
apretó los ojos y se esforzó por recordar que el despojo que yacía sobre la
cama era el mejor de cuantos hombres había conocido. Y así pudo ayudar a las
mujeres a frotar el cadáver con jabón y con paños húmedos, a atusarle los
mustios bigotes, a peinarle las cuatro hebras grises que restaban de su
cabello. Luego lo sostuvo en sus brazos, como a un niño pequeño, mientras su
esposa y su hija lo revestían con el sayal de San Francisco, como permitía la
caridad de la orden que el poeta había profesado semanas antes de morir. Y acto
seguido le cubrían la cabeza con la capucha y rodeaban su cuello con un rosario
del que pendía un crucifijo de madera. Entonces Gonzalo volvió a notar ese olor
a manzanas que había brotado de la boca del anciano durante los últimos años de
su vida, ese olor que, según dicen, preludia sufrimiento y muerte, como en
efecto había ocurrido. Por último, mientras ellas lo velaban y lo lloraban y
bisbiseaban oraciones, el yerno del poeta procedió a cumplir las últimas
instrucciones que él le había dado cuando aún conservaba la voz y la lucidez.
Clareaba el día cuando Gonzalo salía de la casa camino de la
iglesia de San Ildefonso, aneja al convento de la Trinidad, donde el viejo
poeta había pedido que lo enterraran por la gran amistad que lo unía a la Orden, y donde todo
estaba ya preparado para acoger sus restos. Antes pasó por el taller del
carpintero para pedir que se apresuraran con el féretro. Una vez alertadas las
monjas y el capellán, visitó casas de amigos y parientes para decirles que esa
misma tarde iba a celebrarse el entierro, pues el difunto había dejado
dispuesto que se abreviaran los ritos de la muerte en la medida en que el
decoro y la costumbre lo permitieran. Al regresar a la calle de Francos, a eso
del mediodía, Gonzalo comprobó que la noticia de que el viejo poeta había
muerto ya se había extendido por Madrid, como atestiguaba la pequeña multitud
que se congregaba a la puerta de su casa. Había gente de las letras y de la
farándula, rostros por todos conocidos, pero también muchos vecinos anónimos
que habían acudido a presentar sus respetos. Ya en la casa, Gonzalo comprobó
que el carpintero había cumplido lo pactado y que el cadáver descansaba dentro
del féretro, que había sido dispuesto sobre dos caballetes de madera. Al verlo
tendido dentro del ataúd, con las manos cruzadas sobre su mortaja de color
ceniza, Gonzalo fue consciente por vez primera del carácter irrevocable de lo
ocurrido, y la pena le atenazó la garganta como una mano de hielo. Pero no tuvo
tiempo para abandonarse al llanto, porque su esposa y su suegra lo urgían a
formar el cortejo y encaminarse a la iglesia. Ambas iban ataviadas con tocas y
mantos negros, porque hacía tiempo que habían tomado la precaución de
confeccionarse los lutos para este día. Las acompañaba Constanza, la sobrina,
también de luto riguroso. Y hasta el niño había sido vestido de negro para no
desentonar en el entierro del abuelo. Todo estaba dispuesto para entregar el
cuerpo del viejo poeta a la tierra.
Unos vecinos ayudaron a bajar el ataúd por la escueta escalera. Ya
en la calle, fueron muchos los hombros que se ofrecieron para transportar la
liviana carga hasta la cercana iglesia de las Trinitarias. Gonzalo reconoció al
librero Robles y al impresor De la Cuesta, y a varios literatos de fama y
renombre que habían frecuentado al viejo poeta durante los últimos años de su
vida en Madrid. Sobraron hombros, de hecho, para tan poco ataúd. Y así arrancó
la comitiva, que en el breve trecho que separaba la casa de la calle de Francos
de la puerta de la iglesia recibió numerosas incorporaciones, casi tantas como viandantes
preguntaban curiosos el nombre del difunto, y al saber de quién se trataba se
unían al cortejo porque deseaban despedir a quien tanto solaz y tanta risa les
había procurado en vida. Cuando llegaron a la iglesia, con los que allí
esperaban, debían de sumar casi el medio millar. Y muchos lloraban y se lamentaban,
aunque Gonzalo no los conocía ni creía que el poeta los hubiera conocido
tampoco.
Entraron en la iglesia seguidos por un río de gente que se derramó
por la planta del pequeño templo hasta cubrirla por completo. Gonzalo se giró
hacia las puertas abiertas y comprobó que muchos se habían quedado en la calle.
Entonces le pareció reconocer el rostro de un hombre embozado que había dejado
caer brevemente la capa para poder santiguarse. ¿No era ese…? Pero el hombre
desapareció de repente y Gonzalo se dijo que no era posible, que debía de
haberse confundido.
Así pues, se giró hacia el capellán, que se disponía a dar
comienzo a la misa, tomó la mano de su esposa y apoyó la otra mano sobre el
hombro de su pequeño hijo.
Introibo ad altare Dei, cantó el sacerdote.
Ad Deum qui laetificat
iventutem meam, respondieron los congregados, a
coro.
Y las gargantas eran tan numerosas que Gonzalo pensó que sus voces
debían de estar oyéndose por toda la ciudad.
De este modo despidió Madrid a su poeta Miguel de Cervantes.
Eloy Cebrián,
Madrid 1616
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