«¡Bienvenido a mi casa! ¡Entre libremente y por su propia
voluntad!», tales son las frases con las que el conde Drácula recibe en su
castillo a Jonathan Harker, el procurador que le visita para cerrar la compra
de una casa en Londres. Jonathan Harker nos describe, en las primeras páginas
de su diario de viaje, la abrupta belleza de los parajes que recorre, los
montes Cárpatos, y las costumbres de los campesinos: sus comidas bien condimentadas,
su carácter adusto, su desconfianza ante los extranjeros. Una de esas noches,
Harker pernocta en un hotel llamado irónicamente Corona de oro. Allí recibe una
nota del conde en la que le indica qué tiene que hacer para llegar a su
castillo. Una anciana le pide que no lo haga. «¿Sabe adonde va y a lo que va?»,
le pregunta. Al ver que no puede retenerle, le entrega un rosario, y le pide
que se lo ponga al cuello. Jonathan sigue su camino preso de una angustia
indefinible. «No sé si se debe al temor de la anciana», escribe, «a las
múltiples tradiciones fantasmales de este lugar, o al propio crucifijo, pero no
me siento ni mucho menos tan tranquilo como de costumbre. Si este cuaderno
llegase a manos de Mina antes que yo, que sea portador de mi despedida».
Mina es su prometida, y será la verdadera protagonista de esta
novela de la que Oscar Wilde dijo que era la más bella escrita jamás. Es extraño
un calificativo así referido a un libro que habla de la desgracia de existir,
de un mundo presidido por la abyección y el mal. Una noche pasa algo de gran
significado en la historia. Jonathan está en su habitación, afeitándose frente
al espejo, y se hace un pequeño corte en la mejilla. Al momento descubre la
mano del conde sobre su hombro. No le ha sentido entrar y ve con horror que
este no se refleja en el espejo. La visión de la sangre enloquece un momento al
conde que, tras romper el espejo en mil pedazos, se va excitado de la
habitación. Jonathan Harker merodea esa mañana por el castillo, buscando una
salida, hasta comprender que es prisionero de aquel extraño ser. Está
oscureciendo cuando se asoma a la ventana de su habitación y ve al conde
desplazarse por la pared vertical del castillo como un enorme lagarto. «¿Qué
clase de hombre es este o qué clase de ser con apariencia de hombre?», anota en
su diario. Y dominado por el temor concluye: «Me encuentro cercado por unos horrores
en los que no me atrevo a pensar».
Pronto nos damos cuenta de que el diario, para Jonathan Harker, es
algo más que una larga carta de amor dirigida a su prometida: es una forma de supervivencia.
Por eso, y momentos después de contemplar la terrorífica escena del conde
deslizándose como una alimaña por los muros del castillo, se pone
compulsivamente a escribir. Y lo primero que recuerda es una frase de Hamlet:
«Mis tablillas, rápido, mis tablillas. / Hora es ya de que lo escriba». Hamlet
escribe para no ser arrebatado por la locura, Jonathan Harker como una forma de
afirmación de su humanidad frente a las fuerzas destructoras del mal. Rudyard
Kipling dice que el narrador es el más solo de los hombres, debe
vigilar el sueño de los demás: es el que apaga la luz. El diario de Jonathan
Harker es esa lámpara encendida en la oscuridad del castillo de Drácula. La
llama que trata de preservar la luz de la conciencia en un mundo presidido por
Tánatos, el genio alado de la muerte.
Este diario de apenas setenta páginas contiene toda la novela. Una
novela admirable que, cien años después de ser publicada, sigue manteniendo
intacta su capacidad de seducción, y que ha hecho del conde Drácula una de las
criaturas más deseadas y temidas de la literatura universal, morador por igual
de nuestras pesadillas y de nuestras ensoñaciones eróticas. La novela de Bram
Stoker habla de nuestra parte maldita. Tres son sus temas centrales: la
oscuridad del deseo, el vampiro como doble sin rostro del hombre, y la
escritura como forma de conocimiento y espacio de humanidad.
Detengámonos, ahora, en cada uno de ellos.
LA PREGUNTA POR EL DESEO
En uno de los pasajes más escalofriantes del diario de Jonathan
Harker, este nos narra su encuentro con los otros habitantes del castillo. Son
tres lujuriosas mujeres que irrumpen inesperadamente en su habitación,
aprovechando la ausencia del conde, su amo y señor. Poseen una perturbadora
belleza y se acercan excitadas a Jonathan. Son tres vampiras y, aunque este se
da cuenta enseguida de que algo maléfico las impulsa, no puede evitar caer bajo
su hechizo. «Mi corazón», escribe, «se inflamó con un deseo malvado y ardiente
de que me besaran con aquellos labios rojos». Y añade: «Era como la dulzura
intolerable y estremecedora de unas copas de cristal en las que jugueteara una
mano hábil».
Representan, como la Lilith bíblica, el lado oscuro y perverso del
ser femenino, la amenaza de una sexualidad libre, sin las ataduras de la
religión o las convenciones sociales. Primo Levi, en su relato Lilith,
describe así a la primera compañera de Adán: «A ella le gusta mucho el semen
del hombre, y anda siempre al acecho de ver adonde ha podido caer (generalmente
en las sábanas). Todo el semen que no acaba en el único lugar consentido, es
decir, dentro de la matriz de la esposa, es suyo: todo el semen que ha desperdiciado
el hombre a lo largo de su vida, ya sea en sueños, o por vicio o adulterio. Te harás
una idea de lo mucho que recibe: por eso está siempre preñada y no hace más que
parir». Ese semen desperdiciado, el que tiene que ver con los sueños y los
deseos inconfesables, es el símbolo de esa sexualidad oscura y siempre ávida de
nuevas víctimas que representa el vampiro.
Drácula, escrita en plena época victoriana, habla con un
atrevimiento insólito en su época del deseo sexual. Ese deseo no solo aparece
en los merodeos nocturnos del conde, sino en el consentimiento de sus víctimas.
Una de las leyes que rigen el mundo de los vampiros es que estos solo pueden
entrar en una casa si alguien los llama desde su interior, lo que explica la
frase con que el conde recibe a Jonathan Harker: «Entre libremente». Es decir,
porque así lo desea. Es Jonathan Harker el que desea besar los labios rojos de
la vampira, y serán, más tarde, Lucy y Mina las que llamen al conde a su lado
para ofrecerse a él. Las escenas de esa entrega son de una intensidad sexual
que todavía hoy, en que la sexualidad ha dejado de ser un tabú, nos hacen
estremecernos, y cabe imaginar lo que debió suponer en su tiempo leer unos
pasajes como estos.
El poder del vampiro, su increíble poder de fascinación, proviene
de que nadie como él conoce los deseos de sus víctimas. Si Mina y Lucy, las dos
encantadoras protagonistas de esta novela, sucumben a él, es porque les ofrece
lo que ellas mismas desean sin darse cuenta. Como si la Lilith bíblica alentara
en sus corazones juveniles, y solo esperara el momento oportuno para despertar
de su sueño y regresar al mundo.
Drácula, la novela de Bram Stoker, nos enseña que no somos
dueños de nuestros deseos, por eso nos perturban. No es cierto que nuestro
cuerpo nos pertenezca, siempre pertenece a otro: a aquel o a aquella que lo
hace despertar. Mina y Lucy rechazan todo lo que el conde representa —la
oscuridad, el daño, el dominio—, y sin embargo una y otra vez lo llaman a su
lado, pues inconscientemente ansían ese semen que se pierde en las noches, que
no llega a la matriz de la esposa, y que representa la sexualidad libre. Pero mientras
que Lucy termina devorada por esa sexualidad y por transformarse ella misma en una
vampira, Mina logra sustraerse de su influjo gracias a la fuerza del amor. La
historia de estas dos muchachas es sin duda el corazón del libro. Son
estremecedoras las escenas en que una Lucy vampira se vuelve cazadora de niños.
Y es curioso que esos niños se vayan sin dudarlo con ella. Los niños en los
cuentos suelen irse detrás de las damas ensangrentadas, como si intuyeran que
solo ellas pueden decirles quiénes son de verdad. El flautista de Hamelin, que
se lleva a los niños detrás, es la representación de ese deseo sin ataduras,
del mundo libre y oscuro del goce. Mina logra sustraerse a esa influencia fatal.
El conde la hace beber su propia sangre para contaminarla, pero ella, con la
ayuda de su prometido y de sus amigos, se refugia en el reino frágil y prudente
del amor. Ese reino capaz de darnos el rostro que nos niega el deseo.
EL HOMBRE SIN ROSTRO
Los vampiros son monstruos que viven en el umbral de lo humano. Un
monstruo es una criatura sin rostro, y la falta de rostro es una de las
metáforas más puras sobre la imposibilidad de amar. La literatura fantástica ha
tratado una y otra vez este tema. El hombre invisible esconde esa ausencia
vendándose la cabeza, y el fantasma de la ópera la oculta detrás de una
máscara. No tener rostro es también la tragedia del hombre lobo, y naturalmente
del conde Drácula, que no se refleja en los espejos. La pérdida del rostro supone
la caída en la animalidad o en el vacío de significación. En El Hombre
Invisible, la novela de H. G. Wells, un investigador logra
una fórmula con la que consigue la invisibilidad. Muy pronto, el inesperado
éxito transformará su vida en una pesadilla: la pérdida del rostro implica la
caída en ese mundo anómalo en que no cuentan las razones ni los deseos de los
demás. El monstruo es el que no se detiene, el que mira al otro como un bocado
o un rival, nunca como alguien que puede ampliar el campo de su libertad. El rostro
del otro es un espejo, pero también el espacio de la alteridad. La cultura del
viejo humanismo es una cultura del rostro. Nos enseña a mirar a los demás, a
verlos en el momento en que dejan de ser fungibles; es decir, intercambiables
por otro.
El conde Drácula vive en una noche eterna, privada de sentido, y
anhela acercarse el mundo de los hombres. Es un anhelo trágico, que conduce a
la muerte a quienes visita. Drácula se inclina sobre el lecho de sus víctimas
y, al tomar su sangre, las destruye. Es curioso que elija sus cuellos para
hacerlo, como si lo que quisiera es borrarles el rostro. «Ahora sois como yo»,
les dice, «y estaréis eternamente condenados a vagar sin rostro por el mundo».
Arrancar al otro su rostro es cuestionar su condición humana. Drácula es enemigo
de los hombres, pero no puede vivir sin su proximidad. Les necesita para
aplacar su sed. Drácula no busca solo alimentarse, busca ese algo indefinible
que hombres y mujeres llaman alma. Quiere arrebatarles su alma, porque él no la
puede tener. Un deseo sin miedo ni sufrimiento, eso es el alma. ¿Existe algo
así? No, no existe. Por eso nos atrae el conde Drácula. Su desvelo eterno habla
de esa desdicha que es en el fondo toda vida humana, de la existencia como una
herida que nada puede cerrar.
EL LIBRO EN MARCHA
Drácula, entre muchas otras cosas, es una novela sobre la
escritura de un libro. Un libro que lector ve crecer ante sus ojos, como esa
obra que separa la razón de la locura, el mundo de los hombres del de la
animalidad y el mal. Un libro colectivo, pues será la suma de lo que escriben
sus distintos protagonistas. Todos los que se acercan a Drácula comparten
misteriosamente esta necesidad de escribir, de contar lo que les sucede cuando se
acercan a él. Y así, tras el diario de la visita al castillo del conde de
Jonathan Harker, nos encontraremos con el diario de Mina y con las cartas que
esta intercambia con su amiga Lucy. A estos documentos no tardan en sumarse las
notas de los doctores Seward y del doctor Van Helsing. Todos ellos padecen,
como Hamlet, la misma compulsión a anotar lo que ven, sin perder ni un solo
momento, como si supieran que lo que está en peligro no es solo sus propias
vidas, sino la misma humanidad.
Hay un momento de la novela en que Mina, consciente de la
existencia del ingente material escrito que ha generado la irrupción de Drácula
en sus vidas, decide ordenarlo para componer un único texto, un libro que
permita seguir las andanzas de conde y anticipar sus acciones futuras. Mina
construye así el libro que el lector tiene en sus manos, al tiempo que este lo
va leyendo. Y de todo lo que hay escrito en ese libro lo único que verdad nos
interesan son los pasajes que hablan del conde. Drácula representa lo que Nietzsche
llamó la «gran razón del cuerpo», que es justo lo que niegan los sensatos
diarios que leemos, como si eso tan humano de lo que no dejan de hablar, con su
sometimiento a todos los convencionalismos de la época, los hiciera
intercambiables entre sí y los volviera insignificantes. Solo el conde Drácula
habla de lo que somos, solo en él se esconde nuestra verdad.
Las victorias de Drácula, como las del demonio cristiano, proceden
de una comprensión profunda de la naturaleza de sus víctimas. El hecho de que
Lucy se transforme en vampira, y que la misma Mina esté a punto de hacerlo,
significa que esas damas sangrientas que tanto temen viven agazapadas en su
interior. Drácula no hace sino liberarlas, pues nadie puede transformarse en
algo que no es. La amenaza del vampiro está inscrita en la misma naturaleza de
sus víctimas. Habla en suma de todo lo que estas son y se niegan a reconocer.
En la escena de la vampirización de Mina, todo esto aparece
expresado con perturbadora y bella crueldad. Drácula se acerca a la joven y,
tomándola en sus brazos, le dice que a partir de ahora será de su raza, será
carne de su carne, sangre de su sangre, su compañera y su ayudante. Luego posa
una mano sobre su hombro para sujetarla y, tras desnudar su cuello con la otra,
se inclina sobre ella para beber su sangre. Y, al día siguiente, Mina anota en
su diario, recordando la escena: «Yo estaba desconcertada y, por extraño que
parezca, no deseaba entorpecerle». A pesar de todo el horror que le produce el
conde, lo que Mina nos dice es que deseaba entregarse a él.
Pero no solo es Mina la que cae bajo el influjo de Drácula, sino
que también este se siente turbado, al menos unos instantes, por la irrupción
de un sentimiento nuevo, incompatible con su naturaleza demoníaca: la intuición
del amor humano. Así es, en efecto, como el doctor Seward describe el
comportamiento de Drácula en la misma escena: «A pesar de las circunstancias,
me resultó curioso observar que, en tanto que el rostro (del conde), blanco de
cólera, se agitaba convulso sobre la cabeza inclinada de la mujer, las manos
acariciaban tierna y amorosamente su cabello revuelto».
Drácula representa el mundo del deseo sin límites, sin moral, sin
posibilidad de aplazamiento o renuncia; Mina, el mundo paciente e inquieto del
amor humano, tan cercano a esa escritura que trata de liberarse de la tiranía
de las convenciones sociales y atender las razones del cuerpo. Y lo perturbador
de esta novela es que nos dice que esos mundos no pueden dejar de estar juntos.
El deseo le pide al amor que prolongue sus goces, y el amor le pide al deseo
que no le deje sin locura. Ambos buscan lo que no puede ser: las nupcias entre
la vida y la muerte.
Gustavo Martín
Garzo
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