Los cuentos
forman parte de lo que somos, nos acompañan desde la cuna; y no me refiero sólo
a nosotros como individuos, sino a nuestra especie. A fin de cuentas, el primer
género narrativo de la historia fue el cuento; porque cuando nuestros más remotos
antepasados se reunían en torno a la hoguera no contaban novelas, ni poemas:
contaban cuentos.
Sin embargo,
tiende a considerarse que el relato corto es un género menor. J. G.
Ballard define los cuentos como «la calderilla del tesoro de la
ficción», una opinión paradójica viniendo de uno de los mejores cuentistas del
siglo XX. No obstante, el autor inglés añadía que, en su máxima expresión, «el
cuento está acuñado en metal precioso y sus dorados destellos brillarán para siempre
en la imaginación del lector». Julio Cortázar, recurriendo a un
símil pugilístico, afirmaba que el cuento gana por knock out, mientras que la
novela gana a los puntos. Es cierto; algunos cuentos, los mejores, poseen la
potencia emocional de un derechazo, y se clavan en la memoria para siempre.
Los relatos
cortos han sido también las semillas de muchos géneros literarios, por no decir
de todos. La fantasía y la ciencia ficción modernas no se forjaron con novelas,
sino a base de cuentos publicados, por lo general, en revistas especializadas.
De hecho, quizá ambos géneros brillan con especial intensidad en los cuentos, pues
suelen manejar ideas que resultan más impactantes cuando se muestran desnudas,
sin excesivo adorno.
Personalmente,
adoro los cuentos; me encanta leerlos y disfruto escribiéndolos. Por dos
razones: en primer lugar, por su inmediatez. Planificar una novela lleva
tiempo, y escribirla requiere meses o años de trabajo; pero el cuento apenas
precisa preparación y se escribe en unas horas o unos días. Lo terminas antes
de cansarte de escribirlo. En segundo lugar, por su intensidad. Cuando escribes
un cuento, te centras por completo en la idea o emoción que quieres transmitir,
de modo que toda la estructura del relato se orienta en ese único sentido. Por
eso los cuentos pueden ser tan contundentes como el metafórico uppercut que citaba
Cortázar.
Por desgracia,
en España hay escasa afición a los cuentos, y no me explico por qué. Dicen que por
la dificultad que supone para el lector saltar de un argumento a otro; pero yo
no lo veo como un problema, sino más bien como un aliciente. Parafraseando a Forrest
Gump, una antología de relatos es como una caja de bombones: nunca sabes
qué te va a tocar.
El caso es que
apenas hay mercado editorial para los cuentos y, además, mi labor como novelista
me roba mucho tiempo, así que tengo pocas oportunidades de escribir relatos
cortos. Desde que publiqué mi primera antología, El Círculo de Jericó
(Ediciones B, 1995), hasta ahora, no habré escrito más de treinta cuentos; muchos
de ellos porque sí, sin ningún fin en concreto, sencillamente porque una idea
me ardía en la cabeza y sentía la necesidad de escribirla.
El libro que
ahora tienes en las manos, amigo lector, es una selección de trece de esos cuentos.
O, para ser precisos, doce cuentos y una novela corta. El relato más antiguo,
el que abre la antología, lo escribí en 1996, y el más reciente, en 2014. No
están ordenados cronológicamente, sino siguiendo un orden intuitivo que, por
alguna razón, me parece adecuado. Pero puedes seguir ese orden o picotear aquí
y allá a tu antojo, da igual; has pagado por el libro y puedes hacer con él lo
que quieras. Lo que te garantizo es que, mejores o peores, los relatos que
componen esta antología son absolutamente sinceros, porque todos ellos fueron
escritos como actos de amor al género fantástico. Espero no haber sido del todo
mal amante.
Hay muchas
clases distintas de cuentos, y muchas formas diferentes de escribirlos. Mi modo
de afrontar el género está influido por la fantasía y ciencia ficción
anglosajona de las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta del pasado
siglo. Pero, al mismo tiempo, se entremezcla un influjo europeo, con nombres
como Buzzati,
Crompton,
Bécquer,
Wodehouse,
Chesterton,
Ballard
o Borges,
que no era europeo pero casi. Me siento a gusto con ese cóctel, intentando usar
lo mejor de cada escuela, pero procuro siempre ofrecer un punto de vista
autóctono; no necesariamente español, pero sí con el aroma del Viejo Continente,
una mirada quizá más pesimista y escéptica, aunque también más irónica.
La fantasía y
la ciencia ficción son para mí mundos cálidos y amables donde puedo refugiarme siempre
que lo necesito. Dicen que la patria de un hombre es su infancia, y mi infancia
estuvo llena de sueños espaciales, de retazos del futuro, de prodigios mentales
y de ideas asombrosas. Por eso, escribir fantasía y ciencia ficción es como volver
al hogar.
César Mallorquí, Trece monos
PREMIO CERVANTES CHICO 2015
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