Me llamo Marcel Briand y desde la infancia he mantenido una
relación apasionada con los libros. Antes incluso de aprender a leer, ya me
fascinaban las cubiertas, el movimiento de las páginas, la sucesión de las
líneas, las ilustraciones.
Retiraba los libros de los estantes más bajos, hasta donde llegaba
con mi corta estatura, y me tendía en el suelo para cubrirme el cuerpo con
ellos, como otros niños se entierran en la arena. Comparaba sus tamaños y encuadernaciones,
los apilaba o los dejaba caer en el interior de un gran jarrón de porcelana que
servía de paragüero, hasta que rebasaban el borde. Cuando los extraía, siempre
quedaba alguno en el fondo, lejos de mi alcance.
Eran mis juguetes y mis mejores amigos.
Luego, cuando aprendí a leer, me acostumbré a dormir abrazado a
los libros, como otros duermen con una espada de plástico o un peluche. Todavía
lo hago.
Dada mi afición, no es raro que acabara trabajando en la
biblioteca pública de Calais, en el brumoso norte de Francia, donde nací hace
veinticinco años. Soy el jefe del servicio de actividades culturales, y me
dedico a divulgar las colecciones, a realizar conferencias, presentaciones, talleres,
visitas guiadas.
Hace unos meses empecé a preparar una exposición de libros sobre
literatura inglesa. Uno a uno los retiraba de las estanterías, los depositaba
en un atril forrado de terciopelo y los examinaba con cuidado.
Acababa de abrir un volumen de lomo anodino, sin tejuelo ni rótulo
alguno, que figuraba en la sección de libros del siglo XVIII, cuando me di
cuenta, por el papel y los tipos de imprenta, de que era mucho más antiguo.
Aunque le faltaba el frontispicio con el retrato grabado de
William Shakespeare, se parecía mucho a esos ejemplares que los eruditos
conocen como Primer Folio, esto es, una primera edición de las obras del
escritor a quien alguno de sus amigos se refería, quizá burlonamente, como «El
cisne de Avon».
—¡Sueña, Marcel! —me dije a mí mismo, porque desde hacía algún
tiempo había adquirido la costumbre de hablar a solas.
Busqué imágenes del Primer Folio en la red y comprobé, emocionado,
que el volumen que tenía en mis manos mostraba los mismos errores en la
paginación que otros ejemplares, y que las obras recopiladas figuraban en el
mismo orden. Había pequeñas diferencias en el texto, pero podían atribuirse al
hecho de que en aquellos tiempos algunos libros seguían corrigiéndose durante
la impresión, y por eso cada Primer Folio es un poco distinto.
El hallazgo en Calais de un ejemplar tan valioso constituía un
hecho insólito, pero no inexplicable. En nuestra ciudad existió, hasta hace
algo más de dos siglos, un colegio de jesuitas, que contenía una vasta
biblioteca. Ese colegio había acogido, en tiempos de Shakespeare, a refugiados
católicos y a sacerdotes ingleses que huían de la persecución cambiante, a
veces cruel, a la que se les sometía al otro lado del Canal de la Mancha. No en
vano Calais es la ciudad de Francia más próxima a Inglaterra, y los días de
bonanza los blancos acantilados de Dover se ven desde nuestras casas.
Cualquiera de esos exiliados podía haber traído el Primer Folio,
que habría permanecido en el colegio hasta la Revolución Francesa, durante la
cual los revolucionarios expulsaron a los jesuitas. Estos acabaron fundando un
nuevo colegio en Bélgica, pero la biblioteca permaneció en Calais.
En algún momento, un bibliotecario descuidado debió catalogar
erróneamente el Primer Folio, que habría permanecido ignorado durante siglos.
Comprendí que, en cuanto informase del hallazgo a mis superiores,
lo perdería de vista. Era demasiado valioso para dejarlo donde estaba. Hacía
pocos años, un ejemplar del Primer Folio peor conservado que el de Calais había
sido subastado en Londres por cuatro millones de euros.
Imaginé el revuelo que iba a causar la noticia, y a los políticos
haciendo declaraciones a los medios e intentando utilizar el preciado volumen
en su beneficio. Se lo llevarían a la Biblioteca Nacional, en París, lo
encerrarían en una vitrina y permanecería fuera de mi alcance, como los libros
que en mi infancia, en casa de mis padres, se alineaban en los estantes más
altos o yacían al fondo del paragüero. Decidí, pues, callar durante unos días,
para disfrutar de la sensación de ser el único conocedor de aquel secreto.
Siempre que tenía ocasión, preferiblemente cuando estaba a solas,
retiraba el Primer Folio de su estante, lo examinaba con cuidado, casi con
reverencia, leía un acto o una escena, acariciaba el ejemplar y lo devolvía a su
sitio.
Fue después de hojearlo muchas veces cuando advertí el abultamiento
de las guardas. Al principio me resistía a cortarlas, pero pronto me convencí
de que aquella encuadernación no era especialmente valiosa. Los libreros de la
época de Shakespeare solían vender las publicaciones sin encuadernar, de modo
que cada comprador se encargaba de ponerles una cubierta a su gusto.
Una noche, después de cerrar la biblioteca y pretextar que tenía
trabajo atrasado, decidí arriesgarme. Corté las guardas con cuidado, y también
el hilo del gozne y unas cintas que había pegadas al entablado de la cubierta.
Fue así como extraje dieciocho folios de letra pequeña y rasgos
levemente góticos, escritos con una tinta que se había traspasado de una cara a
la otra y de un folio al siguiente.
«Veo que la obra toma tal giro que debo representar mi personaje»,
leí con cierta dificultad, y luego lo repetí en voz alta.
—Veo que la obra toma tal giro que debo…
¿No eran esas las palabras de la bella Perdita en una de las
comedias de Shakespeare, Cuento de invierno? Pero el texto que seguía a esa
frase no era una obra de teatro sino una breve autobiografía, escrita por
alguien que se presentaba como William Shakespeare, y que, a juzgar por lo que
estaba leyendo, lo había conocido o se le parecía mucho.
Creer que realmente lo fuese me resultaba casi imposible, por la
sencilla razón de que no se conserva ningún manuscrito original suyo y solo nos
han llegado catorce palabras de su puño y letra, de las que seis son firmas en documentos
legales. Para colmo, en cada firma, el nombre aparece escrito de manera diferente.
Hay, por ejemplo, un William Schakosper, y también un William Shexper.
Esa variedad me confirmó que seguía la pista correcta. En el
manuscrito, el propio autor ironizaba sobre las muchas maneras que existían de
escribir su apellido, y las transcribía. Comparé la grafía del manuscrito con
las fotografías de las firmas, que pueden encontrarse en la red, y observé las
coincidencias.
Poco a poco identifiqué los caracteres distintivos de la
caligrafía shakespeariana: su larga s a la italiana, su tendencia a omitir las
e finales, su peculiar k.
Con ayuda de la lupa, fui acostumbrándome a descifrar aquella
letra, y dejé de prestar atención a las manchas de tinta y a las frecuentes
abreviaturas del autor, que seguramente escribía muy deprisa.
A ratos, pensaba en lo que se dice de los cisnes en los bestiarios
medievales y que el propio Shakespeare nos recuerda en su texto: que cuando se
sienten próximos a morir se ponen a cantar, y expiran en pleno canto. Al final
de su vida, el autor inglés había querido dejarnos un texto inédito, esta vez
escrito íntegramente en prosa.
Ninguna obra literaria ha sido examinada con tanta devoción como
la de Shakespeare. Sabemos, por ejemplo, que nos dejó 884 647 palabras que
forman 31 959 diálogos en 118 406 versos, pero, hasta esa noche en la que
descubrí el manuscrito, se ignoraban muchos detalles de su biografía. Era como
si el hombre hubiera desaparecido tras su obra.
Desconocíamos si dejó Inglaterra alguna vez. No sabíamos quiénes
fueron sus compañeros ni cómo se divertía. Ningún documento explicaba sus
andanzas durante los ocho años en los que dejó a su mujer y a sus tres hijos en
Stratford y se convirtió en un dramaturgo en Londres. Ignorábamos qué le había
llevado a abandonar el centro teatral del mundo, cuando aún se encontraba en su
momento más creativo, para recluirse en su ciudad natal.
Esos detalles se fueron aclarando, al menos para mí, mientras leía
el manuscrito, con el corazón en vilo. De vez en cuando erguía la cabeza,
necesitado de un descanso, y me veía a mí mismo en el reflejo de una estantería
acristalada.
¿Sería posible que yo, un simple bibliotecario de Calais, estuviese
en trance de conocer las intimidades que el propio Shakespeare se había dignado
transmitirme, desde «el país sin descubrir de cuyos confines no regresa ningún
viajero», como decía Hamlet?
—¡Sueña, Marcel! —volvía a animarme de vez en cuando.
Acabé la lectura con los primeros rayos del sol, y se me
ocurrieron tres preguntas. A la primera, la de si el escrito era del propio
Shakespeare, ya me había contestado a mí mismo afirmativamente. A la segunda,
la de cómo el manuscrito había acabado oculto tras las guardas del Primer
Folio, solo cabía responder con una conjetura: que alguien, acaso la misma
persona que había traído el libro a Francia, había juzgado peligrosos ciertos pasajes
del manuscrito, alusivos a Isabel I y a su sucesor, Jacobo I, y había preferido
esconderlo en los entresijos de un texto afín. A la tercera pregunta, la de qué
haría yo con aquel descubrimiento, solo cabía contestar que la importancia del
manuscrito me sobrepasaba, sobre todo después de leerlo, y que mi obligación
era sacarlo a la luz, como también debía hacer con el Primer Folio.
Esperaba, eso sí, que a la vista del hallazgo mis superiores fuesen
comprensivos y pasaran por alto mis actividades clandestinas, que la
manipulación del Primer Folio me impedía disimular. Pero antes de entregarles ambos
textos, quise darme a mí mismo el regalo de transcribir el manuscrito y de
enviar la transcripción a una editorial, como si fuese una novela.
Ahora, cuando esa novela ha sido publicada, solo me queda confesar.
Vicente Muñoz
Puelles, El Misterio del Cisne
No hay comentarios:
Publicar un comentario