En los
confines de una pequeña ciudad sueca había un viejo jardín abandonado. En el
jardín había una vieja casa, y allí vivía Pippi Calzaslargas. Tenía nueve años
y vivía completamente sola. No tenía
padre ni madre, lo cual era una ventaja, pues así nadie la mandaba a la cama
precisamente cuando más estaba divirtiéndose, ni la obligaba a tomar aceite de
hígado de bacalao cuando le apetecían caramelos de menta.
Hubo un tiempo
en que Pippi tenía un padre al que quería mucho. Naturalmente, también había
tenido una madre, pero de esto hacía tanto tiempo que ya no se acordaba.
La madre murió
cuando Pippi era aún una niñita que se pasaba el día acostada en la cuna y
lloraba de tal modo que nadie podía acercarse a ella. Pippi creía que su madre
vivía ahora allá arriba en el cielo, y que miraba hacia abajo por un agujero
para ver a su hija. Pippi solía saludar con la mano a su madre y decirle:
—No te
preocupes por mí, que yo sé cuidarme sólita.
Pippi no había
olvidado a su padre. Este había sido capitán de barco y había recorrido todos
los mares. Pippi había navegado con su padre hasta el día en que él se cayó al
agua durante una tempestad y desapareció. Pero Pippi estaba completamente
segura de que un día volvería, pues no podía creer que se hubiera ahogado.
Estaba convencida de que había empezado a nadar y que había conseguido llegar a
una isla llena de caníbales, que estos le habían nombrado rey y que se pasaba
el día con una corona de oro en la cabeza.
—Mi madre es
un ángel y mi padre el rey de los caníbales. Pocos niños tienen padres así
—solía decir Pippi con orgullo—. Y cuando mi padre pueda construirse un barco,
vendrá por mí, y entonces yo seré la princesa de los caníbales. ¡Qué bien voy a
pasarlo!
Hacía muchos
años que su padre había comprado la vieja casa del jardín, con la intención de
vivir en ella con Pippi cuando fuera viejo y ya no pudiese navegar. Pero tuvo
la desgracia de caerse al mar. Y entonces Pippi, que esperaba su regreso, se
fue sin pérdida de tiempo a Villa Mangaporhombro, nombre de la casita de campo
que, por cierto, estaba arreglada y limpia como si la esperase.
Una hermosa
tarde de verano, Pippi se despidió de todos los marineros del barco de su
padre. Los marineros adoraban a Pippi, y Pippi quería mucho a los marineros.
—¡Adiós,
amigos! —dijo Pippi mientras los iba besando en la frente por riguroso turno—.
No os preocupéis por mí, que yo sé cuidarme sólita.
Recogió dos
cosas del barco: un monito llamado Señor Nelson, que le había regalado su
padre, y una maleta llena de monedas de oro. Los marineros permanecieron de pie
junto a la borda, mirando a Pippi hasta que la perdieron de vista. La niña
siguió andando sin mirar atrás ni una sola vez, con el Señor Nelson sentado en
el hombro y la maleta en la mano.
—¡Qué niña tan
extraordinaria! —dijo uno de los marineros, enjugándose una lágrima, cuando
Pippi desapareció de su vista.
El marinero
tenía razón: Pippi era una niña extraordinaria. Y lo más extraordinario de ella
era su fuerza. Era tan fuerte que no había en el mundo ningún policía que fuera
tan fuerte como ella. Si quería, podía levantar un caballo. Y quería
levantarlo. Pippi se compró un caballo para ella sola con una de sus monedas de
oro, el mismo día de su llegada a Villa Mangaporhombro. Siempre había soñado
con tener un caballo de su propiedad, y ya lo tenía. Vivía en el porche, pero
cuando a Pippi se le antojaba tomar el té allí, lo levantaba en vilo y lo
sacaba al jardín.
Junto a la
casa de Pippi había otro jardín y otra casa. Allí vivían un padre, una madre y
dos hijos muy guapos, un niño y una niña. El niño se llamaba Tommy y la niña
Annika. Además de guapos, eran buenos, educados y obedientes.
Tommy no se
mordía nunca las uñas y siempre hacía lo que su madre le ordenaba. Annika no se
enfadaba cuando no podía salirse con la suya, y llevaba siempre vestidos de
algodón muy bien planchados que trataba de no ensuciar.
Tommy y Annika
lo pasaban muy bien jugando juntos en el jardín, pero más de una vez habían
deseado tener un compañero de juegos, y en la época en que Pippi navegaba con
su padre, se asomaban a veces a la valla del jardín y se decían el uno al otro:
—¡Lástima que
nadie se mude a esta casa! ¡Ojalá vivieran unos padres que tuviesen niños!
Aquella
hermosa tarde de verano en que Pippi cruzó por primera vez el umbral de Villa
Mangaporhombro, Tommy y Annika no estaban en casa. Se habían ido a pasar una
semana con su abuela. Por eso no se enteraron de que alguien se había instalado
en la casa vecina, y el día después de su regreso, se pararon en la puerta del
jardín, mirando a la calle, sin saber todavía que tenían muy cerca una
compañera de juegos.
Precisamente
en el momento en que se preguntaban qué podrían hacer, y si les sucedería algo
interesante aquel día o, por el contrario, sería uno de esos días aburridos en
que uno no sabe qué hacer, precisamente en ese instante, se abrió la puerta de
Villa Mangaporhombro y apareció una niña, la más extraña que Annika y Tommy habían
visto en la vida. Era Pippi Calzaslargas, que se disponía a dar su paseo matinal.
Su aspecto era el siguiente:
Su cabello
tenía exactamente el color de las zanahorias y estaba recogido en dos trenzas
que se levantaban en su cabeza, tiesas como palos. La nariz tenía la misma
forma que una diminuta patata y estaba sembrada de pecas. Su boca era grande y
tenía unos dientes blancos y sanos. Su vestido era verdaderamente singular.
Ella misma se lo había confeccionado. Era de un amarillo muy bonito, pero como
le había faltado tela, era demasiado corto, y por debajo le asomaban unas calzas
azules con puntos blancos. En las piernas, largas y delgadas, llevaba un par de
medias no menos largas, una negra y otra de color castaño. Calzaba unos zapatos
negros que eran exactamente el doble de grandes que sus pies. Su padre se los había
comprado en América del Sur, teniendo en cuenta que los piececitos de la niña
pudieran ir creciendo dentro de ellos, y Pippi no quería ponerse otros.
Pero lo que
más hizo abrir de par en par los ojos a Tommy y a Annika fue el mono que iba
sentado en el hombro de aquella niña desconocida. Era pequeño y tenía un rabo
larguísimo. Llevaba unos pantalones azules, una chaqueta amarilla y un sombrero
de paja blanco.
Pippi echó a
andar calle abajo, con un pie en el arroyo y el otro en el borde de la acera.
Tommy y Annika la siguieron con la vista hasta que desapareció. Pronto volvió a
aparecer, pero ahora andaba de espaldas: no había querido tomarse la molestia
de dar media vuelta al emprender el regreso. Al llegar ante la verja del jardín
de Tommy y Annika se detuvo. Los dos hermanos y Pippi se miraron en silencio. Al
fin Tommy preguntó:
—¿Por qué
andas de espaldas?
—¿Que por qué
ando de espaldas? —le repuso Pippi—. Estamos en un país libre, ¿no? ¿No puedo
andar como quiera? Y permitidme que os diga que en Egipto todo el mundo anda de
espaldas, y a nadie le parece raro.
—¿Cómo lo
sabes? —preguntó Tommy—. Porque tú no has estado nunca en Egipto, ¿verdad?
—¿Que si he
estado en Egipto? Puedes apostar tus botas a que sí. He recorrido todo el mundo
y he visto cosas mucho más extrañas que gente andando de espaldas. No sé qué
habríais dicho si me hubieseis visto andar con las manos, que es como anda la
gente en Indochina.
—¡Eso no es
verdad! —exclamó Tommy.
Pippi se quedó
pensativa un momento.
—Tienes razón
—dijo tristemente —: he mentido.
—Mentir es feo
—dijo Annika, que por fin se atrevió a abrir la boca.
—Sí, mentir es
muy feo —admitió Pippi, aún más triste—. Pero a veces lo olvido, ¿sabes? No se
puede pedir a una niña que tiene una madre que es un ángel y un padre que es el
rey de los caníbales, y que se ha pasado la vida en el mar, que diga siempre la
verdad. Y a propósito —añadió con una sonrisa que le cubrió toda la cara
pecosa—, puedo aseguraros que en Kenia no hay ni una sola persona que diga la
verdad. Allí la gente se pasa el día entero, desde las siete de la mañana hasta
que se pone el sol, diciendo embustes. Por eso, si de vez en cuando digo alguna
mentira, tendréis que perdonarme: recordad que lo hago porque he vivido mucho
tiempo en Kenia… Pero podemos ser amigos, a pesar de todo, ¿verdad?
—¡Claro que
sí! —exclamó Tommy, comprendiendo de pronto que aquel día no sería de los
aburridos.
Astrid Lindgren, Pippi
Calzaslargas
No hay comentarios:
Publicar un comentario