—¿Te apetece dar una vuelta por
mi tienda? Te distraería.
—¿Qué vendes? —pregunté.
Arne encendió la luz. Estábamos
en una sala enorme, abarrotada, de unos cinco metros de altura. Por todas
partes había estanterías llenas de libros que llegaban hasta el techo. No había
ni un centímetro libre. ¡Scan, S. A. pagaría una fortuna por algo así! Me
avergoncé de pensar eso, así que me guardé el pensamiento para mí.
—Yo tenía la librería más famosa
del Barrio Uno de la Zona A —dijo Arne.
—¿Eras librero?
—Antes de la guerra tenía una
tienda en mi ciudad, en el sur. Cada vez más clientes me decían que se podía encontrar
todo en Ultranet, y gratis. Otros me fueron fieles. Hasta hoy.
—¡Todo el conocimiento para
todos! ¡En cualquier momento! ¡Gratis! —dije sin pensar. Así se me había
grabado.
—Ya no vendo libros porque ya no
se imprimen. Solo los presto. Te encuentras en la última biblioteca de la ciudad.
—¿Una biblioteca secreta?
Recorrí uno de los estantes
pasando un dedo por los lomos de los libros. No había zzzp, estaban callados,
mudos. ¿O no querían hablar conmigo? A fin de cuentas, yo era un cazador de
libros.
—Los métodos de Scan, S. A. se
han vuelto cada vez más agresivos. Por eso es mejor que los lectores nos
cubramos entre nosotros.
No me sentía incluido en el «nosotros»
de Arne. Nunca en mi vida había leído un libro, ni impreso ni en Ultranet. Yo
era un escaneador, no un lector. Pero el misterio de aquel lugar me fascinaba.
Arne me explicó la estructura de
su almacén.
—En este nivel están los libros
de divulgación.
Bajamos por una escalera de caracol.
—Aquí abajo se encuentran las novelas.
La colección de Arne podía competir
sin problema con aquella biblioteca de barrio que escaneamos Jojo y yo; la
última biblioteca, creía yo entonces.
Cuando llegamos a las novelas me
sobresalté. Junto a la escalera había una mujer con rizos grises sentada en un sillón
de cuero marrón. No esperaba que allí hubiera nadie. Una pila de libros se alzaba
desde el suelo hasta más allá de su cabeza. Una débil luz ardía sobre la mesa
ante ella.
—¡Linda! ¡Nos has asustado!
La mujer reaccionó con una
sonrisa al comentario de Arne y volvió a enfrascarse en su lectura.
—Empecemos por la B. Linda no desea
que la molestemos; ha leído más que todo lo que ves en estas habitaciones.
Me temía una nueva lección de
Arne. Y estaba en lo cierto. Acercó una escalera que estaba sujeta a la
estantería con un raíl. Señaló hacia arriba. Escalé hasta la letra B. De entre
algunos libros sobresalían tarjetas de plástico. En ellas vi fotos y un par de
líneas escritas. En todas las fotos aparecía Arne. Era mucho más joven y
también llevaba el pelo largo, pero era negro en lugar de gris. Siempre
aparecía junto a un hombre o una mujer. Al lado, alguien había escrito la fecha
a mano y la leyenda «Lectura en el Gremio de los Libros».
—Son escritores que realizaron lecturas
de sus obras en mi librería —dijo Arne—. Incluso después de cerrar la tienda,
organicé lecturas hasta hace dos o tres años. Luego se hizo demasiado
peligroso.
Busqué alguna cara conocida en
las fotos pero no reconocí a nadie. Ninguno de esos escritores había salido
nunca en el proyector de mi cuarto.
—Bradbury —gritó Arne desde abajo,
recordándome que no estaba encaramado a esa escalera para ver fotos—.
Fahrenheit 451 —añadió.
Saqué el libro.
—Los bomberos no apagan fuegos —me
explicó—, sino que queman libros. Pero uno de los bomberos empieza a
interesarse por los libros que destruye.
Seguimos nuestro camino y nos paramos
en la letra H. Aquella vez no necesitaba escalera.
—Un mundo feliz, de Huxley —dijo
Arne, radiante.
No entendía por qué. Busqué el
libro y se lo entregué.
Tuvimos que girar dos veces y adentrarnos
en lo más profundo de la sala para llegar a la letra O.
—George Orwell, 1984 —pidió Arne—.
¡El Gran Hermano te vigila! — añadió, sin decir nada más.
Arne se sentó conmigo a una mesa
y encendió una lámpara de lectura. Puso a Bradbury, Huxley y Orwell ante nosotros
y me miró, expectante. Otro libro cayó sobre la mesa, la mujer de los rizos nos
lo había tirado desde dos metros de distancia. Hasta Arne se sobresaltó. Linda
lo miraba con gesto de reproche. En la tapa del libro se leía Nosotros, escrito
por un tal Yevgueni Zamiatin.
—¡Siempre lo olvidas! —dijo Linda.
Arne torció el gesto.
—¡Además, ignoras completamente los
del siglo veintiuno! —siguió riñéndolo la mujer.
—Esto es el principio, Rob…
—¿Y qué hay de Shteyngart, por ejemplo,
o de…?
—¡Linda! ¿Lo discutimos luego…?
—No conozco a ninguno de estos escritores
—dije.
—No puedes conocerlos —dijo Arne,
asintiendo—. ¡No encontrarás ninguno de sus libros en Ultranet!
—¿Por qué no?
—Porque estos autores
describieron, hace muchos años, el mundo como es ahora —dijo Linda.
—¡Y porque nos advirtieron!
—completó Arne.
Eran la pareja de profesores perfecta:
dos sabelotodos insoportables.
—¿Y por eso no están sus libros
en Ultranet? —pregunté.
—La empresa censura libros. A veces
eliminan un par de párrafos, a veces diez tomos de un plumazo —dijo Linda.
Intenté entender todo aquello.
—Entonces, si escaneo un libro
de Bradbury…
—… Scan, S. A. estará contenta
de que hayas colaborado en la destrucción y desaparición de esa obra —dijo
Arne—. Los datos que hayas escaneado se borrarán y el libro se quemará.
Buen reproche. Nunca me paré a pensar,
los libros me parecían insignificantes. Se trataba de ganar dinero, nada más.
Nunca se me ocurrió buscar autores o libros. ¿Para qué? Cuando quería saber
algo no necesitaba ningún libro, preguntaba a la Ultrapedia y obtenía la
respuesta correcta: ¿Cuándo estalló la última de las grandes crisis? «El cinco
de diciembre». ¿Quién fue el culpable? «El eje Sur».
Abrí el libro del bombero y leí
un par de líneas.
«Los que no construyen deben destruir.
Es algo tan viejo como la Historia y la delincuencia juvenil…».
—De modo que eso es lo que yo
soy.
—En todos nosotros hay algo de ello.
Robert M. Sonntag, El Gremio Secreto de losLibros
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