Los libros volaban abiertos como pájaros asustados, tratando de
escapar de las llamas. Uno tras otro, los arrojé con furia a la parte más
caliente de la hoguera y contemplé cómo empezaban a arder antes incluso de
aterrizar en ella.
Habíamos sacado todo lo que había en la Biblioteca Oscura, todos
los tratados de alquimia, los grimorios, los frascos de cristal y los morteros
de greda. Mi padre había ordenado que todo fuera destruido y, para ello, había
pedido que nos ayudaran tan solo nuestros sirvientes más leales. Sin embargo,
incluso con su ayuda nos había llevado muchas horas transportar todo su
contenido al patio.
Era bien pasada la medianoche. No había más libros con que
alimentar la combustión, pero mi cuerpo aún ansiaba tener a mano algo que
arrojar, que destrozar. Merodeé por las orillas de la hoguera con una pala,
arrojando los restos a medio quemar al centro de aquel infierno. Estaba ávido
de destrucción. Miré a mi padre, a los sirvientes, sus rostros pálidos y
aterradores en medio de aquel baile de luces y sombras.
Los muñones de los dos dedos que había perdido me palpitaban de
dolor. El calor me abrasaba la cara y me llenaba los ojos de lágrimas. Aquella
hoguera no tenía nada de particular, ni luces espectrales, ni siquiera el aroma
demoníaco del azufre. Tan solo cristales rotos y papel quemado y tinta y cuero
hediondo. El humo se elevó hacia el cielo otoñal, llevándose consigo todas las
mentiras y las falsas promesas que tan estúpidamente creí que salvarían a mi
hermano.
A la mañana siguiente desperté al alba con los cánticos de los
pájaros y disfruté de un pequeño instante de dicha —brevísimo, como siempre—
antes de recordar.
Está muerto. Realmente ha muerto.
Apenas había un atisbo de luz tras las cortinas, pero supe al instante
que el sueño me había abandonado; así que me incorporé, con el cuerpo rígido
por el esfuerzo de la noche anterior. El aroma del humo aún permanecía en mis
cabellos. Posé los pies descalzos sobre el suelo frío y me quedé mirándome
fijamente los pulgares. Los amortiguados latidos de dolor en mi mano derecha
eran el único recordatorio de que el tiempo seguía pasando.
En las tres semanas que habían transcurrido desde la muerte de mi
hermano gemelo, no había conseguido dormir profundamente, pero tampoco estar
despierto por completo. Los acontecimientos se sucedían a mi alrededor, mas no
me sucedían a mí. Konrad había compartido mis experiencias durante tanto tiempo
que, sin él de confidente, nada parecía del todo real. Mi pena se había plegado
sobre sí misma como si fuera una gran hoja de papel, tornándose cada vez más
gruesa, más dura, hasta llenar mi cuerpo entero. Había estado evitando a todo
el mundo y refugiándome en los lugares en los que sabía que podía estar solo.
La nuestra era una casa de cuervos, vestidos del luto más
riguroso.
Cerré los ojos con fuerza durante un momento, pero luego me
incorporé y me apresuré a vestirme. Quería salir. La casa aún dormía mientras
yo caminaba hacia la gran escalera y abría la puerta que daba al patio. El
cielo comenzaba a iluminarse sobre las montañas, el aire era cristalino y
apacible. La hoguera se había extinguido y había dado paso a un pequeño
montículo irregular de cenizas que ya apenas humeaban, y de greda hecha añico
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Se diría que había pasado una eternidad, pero hacía apenas tres
meses que Konrad, Elizabeth y yo habíamos descubierto el pasadizo secreto a la
Biblioteca Oscura. Era un almacén oculto de libros antiguos recopilados por
nuestro antepasado, Wilhelm Frankenstein. Nuestro padre nos había prohibido
terminantemente volver a ella y había dicho que aquellos libros estaban llenos
de peligrosos disparates, pero cuando Konrad cayó enfermo y ningún médico se
mostró capaz de sanarlo, me propuse encontrar una cura por mis propios medios.
Uno de los libros de la biblioteca contenía la receta del legendario Elixir de
la Vida. Con ayuda de nuestro querido amigo Henry Clerval, y bajo la guía de un
alquimista llamado Julius Polidori, había emprendido la búsqueda de los tres
ingredientes del elixir, cada uno más peligroso de obtener que el anterior.
Miré mi mano derecha, mis dos dedos amputados. Pero, incluso después de todo lo
que habíamos arriesgado, no había servido de nada.
Mientras contemplaba los patéticos restos de la hoguera, por primera
vez sentí una punzada de arrepentimiento. Cuántas recetas y teorías durante
largo tiempo deseadas…
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Recogí del suelo uno de los últimos restos humeantes de la
Biblioteca Oscura. De entre el montón de escombros grises, algo de un rojo
intenso resplandeció de pronto bajo la luz del sol. Entrecerré los ojos para
ver mejor. Seguramente no fuera más que un trozo de cristal, pero cuando me
acerqué me di cuenta de que era el lomo de un libro rojo, intacto por completo.
Con gran resolución, me obligué a dar media vuelta y dirigirme al
castillo. Sin embargo, a mitad de camino mis pasos titubearon.
Ninguna clase de papel podría haber resistido el calor abrasador
de aquellas llamas. ¿Cómo podía no arder un libro?
Tragué para deshacer el pesado nudo que me oprimía el corazón.
Unos cuantos pájaros trinaron mientras volaban en las alturas. El patio seguía
vacío, pero no pasaría mucho tiempo antes de que los sirvientes vinieran a
limpiar los escombros.
Tomé una pala, me adentré entre las cenizas y con cuidado la
deslicé bajo el objeto rojo. Lo elevé y lo deposité sobre el suelo de cantos
rodados. Me arrodillé y contemplé su cubierta, maravillosamente decorada con
volutas, pero en la que no se leían ni títulos ni nombres. Un libro que no
ardía.
Aléjate.
Pero no pude resistirme. Me estiré para alcanzarlo y, tan pronto
toqué la cubierta, una oleada de dolor me abrasó los dedos. Me retiré ahogando
un grito. ¿Qué tipo de objeto demoníaco era aquel? Entonces, sintiéndome
ridículo, me di cuenta de que el libro estaba hecho de metal y aún conservaba
el calor del fuego.
Me lamí los dedos y agaché un poco más la cabeza. La ilusión
óptica era muy astuta. En los cantos metálicos se habían grabado con mucha
precisión unas líneas que asemejaban el borde de las páginas. Y, al entrecerrar
los ojos, ahora pude ver que había una única junta que recorría todo el
perímetro del libro, con dos bisagras ingeniosamente incrustadas en el lomo.
Era, de hecho, un delgado contenedor de metal construido para asemejarse, y
abrirse, justo como lo haría un libro.
Otro libro extraño de una sala llena de ejemplares extravagantes.
Me incorporé y le di un puntapié despectivo con la punta del
zapato. ¿Por qué se molestaría nadie en fabricar un libro de metal…? A no ser
que sus contenidos fueran de una importancia tal que tuvieran que sobrevivir al
fuego.
No lo hagas.
Me apresuré a tomar un cubo de agua que había allí cerca y verter
un poco sobre el libro de metal. Emitió un breve siseo. Luego saqué mi pañuelo,
levanté con su ayuda el delgado libro y me lo metí en el bolsillo.
Ya en la intimidad de mis aposentos, abrí el libro de metal.
Contenía unos compartimentos poco profundos tanto en el lado izquierdo como en
el derecho.
En este último había unos cuantos bultitos enrollados en tela.
Desenvolví el primero a toda prisa y contemplé lo que parecía una especie de
colgante: un fino lazo de un metal delgado pero robusto con un adorno con forma
de estrella en un extremo.
En el resto de paquetitos hallé unas piezas de metal más pequeñas,
a todas luces forjadas por encargo, dada su complejidad. Una de ellas era una
especie de pivote esférico articulado, y las demás se dirían piezas en
miniatura del aparejo de un caballo. Estaban rígidos a causa del óxido pero, en
cuanto los moví, se volvieron flexibles. Lo único que necesitaban era un poco
de aceite aunque no tenía ni idea de para qué servían exactamente.
En el compartimento de la izquierda había un delgado pliego de
páginas que habían sido arrancadas de un libro antiguo. La primera estaba
impresa con una florida tipografía gótica. En lo alto, se leía:
Instrucciones del Tablero de Espiritismo
¿Qué demonios era un tablero de espiritismo? Hojeé las páginas y
vi una serie de planos detallados para la construcción de una especie de
aparato que precisaba de las piezas más extrañas que había visto en mi vida. En
el centro de la máquina había un péndulo cuya plomada era el adorno con forma
de estrella. Pasé las páginas hacia delante con impaciencia y encontré algunas
inscripciones bajo el título «Conversar con los muertos».
Se me hizo un nudo en la garganta. ¿Cuántas veces había deseado
que aquello fuera posible, aunque fuera tan solo durante unos instantes? De
repente, me descubrí leyendo con avidez. Sin embargo, apenas conseguí completar
un par de líneas antes de apartar la vista, asqueado de mí mismo.
¿Por qué había rescatado aquel libro de la hoguera? No era más que
un disparate medieval y, a diferencia del volumen alquímico en el que tanta fe
había puesto, aquel ni siquiera pretendía aparentar el más mínimo barniz de
ciencia o veracidad.
Con gran determinación, doblé el pliego de páginas arrugadas y las
introduje de nuevo en su compartimento. Luego me apresuré a envolver una vez
más las piezas metálicas. El péndulo con forma de estrella fue la última, y, en
mi violenta premura, me pinché con una de sus puntas afiladas. Una gota de
sangre se deslizó desde mi dedo al adorno y, en ese instante, fue como si el
objeto cobrara vida en mi mano. Apenas experimentó un débil temblor, pero lo
solté, asustado.
Ahora en su caja metálica, de nuevo era un objeto inerte…
… mas un objeto que albergaba un extraño poder en su interior.
Kenneth Oppel,
Un Objetivo Perverso (El Aprendizaje de Victor Frankenstein, II)
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