viernes, 29 de abril de 2016

DIEZ NEGRITOS


Enviado por Juan Diego (B1C):

Ocho personas reciben sendas cartas firmadas por una persona, que se hace pasar por conocido suyo, donde se les invita a pasar unos días en su mansión, situada en la costa de Devon.

Una vez allí, en la primera noche, después de la cena, una voz les acusa de haber cometido un asesinato, a todos y cada uno de ellos (incluyendo a la cocinera y al mayordomo). Mientras investigan de dónde provenía dicha voz, se produce la primera muerte. Conforme pasan los días, se cometen más asesinatos, que están relacionados con una canción infantil, y con unas figurillas que van desapareciendo de una mesa da vez que uno de los personajes encerrados muere:.

Diez negritos se fueron a cenar;
uno se asfixió y quedaron nueve.
Nueve negritos estuvieron despiertos hasta muy tarde;
uno se quedó dormido y entonces quedaron ocho.
Ocho negritos viajaron por Devon;
uno dijo que se quedaría allí y quedaron siete.
Siete negritos cortaron leña;
uno se cortó en dos y quedaron seis.
Seis negritos jugaron con una colmena;
una abeja picó a uno de ellos y quedaron cinco.
Cinco negritos estudiaron Derecho;
uno se hizo magistrado y quedaron cuatro.
Cuatro negritos fueron al mar;
un arenque rojo se tragó a uno y quedaron tres.
Tres negritos pasearon por el zoo;
un gran oso atacó a uno y quedaron dos.
Dos negritos se sentaron al sol;
uno de ellos se tostó y sólo quedó uno.
Un negrito quedó sólo;
se ahorcó y no quedó... ¡ninguno!


Esta novela es una de las mejores de las obras policiacas y de misterio de Agatha Christie. Es una novela que no te cuesta trabajo leer ya que te engancha desde el primer momento. A lo largo de toda la obra estas con la intriga de quien es el asesino que va produciendo los crímenes sin cometer ningún tipo de error que lo delate ni que lo deje al descubierto.

Por otra parte es una novela a la que le tienes que prestar mucha atención y no distraerte de la lectura ya  que al perderte el más mínimo detalle puedes encontrarte perdido en la historia y sin enterarte de lo que va a venir a continuación, cuando tú vas leyendo hay detalles en la lectura que piensas que no tienen mucho sentido aunque más tarde según se van resolviendo interrogantes te das cuenta que esos detalles que considerabas innecesarios son unas de las principales claves para resolver los misterios.

Es una lectura idónea para aquellos que les guste la intriga ya que la obra es intrigante desde el momento en el que empieza hasta que se descubre el misterio al final de la novela, en mi opinión el final es un poco lioso y cuesta visualizar la manera en la que describe como el asesino no estaba muerto como desde un principio se creía y la forma que tiene de acabar con su vida ya que es una forma muy  compleja

La autora sabe captar la atención y mantener al lector enganchado a la historia con varios temas que mantiene alerta al lector, como por ejemplo las figuras que hay sobre la mesa y que van desapareciendo según se van cometiendo asesinatos, al igual que la canción infantil en la que casualmente se describen las muertes de los negritos igual que ocurre con los invitados a la isla.

                El ambiente que recrea Agatha Christie, tanto en la novela como en el lector es totalmente increíble te mantiene en tensión hasta el último momento, y cada personaje te hace sentirlo de mil maneras distintas. Aunque lo que más me a gustado  ha sido las distintas conclusiones que iban sacando los personajes a lo largo de la historia, y las que sacaba yo: el  libro me ha mantenido muy alerta en todo momento, supongo que es porque cuando crees quien es el culpable, la historia da la vuelta y tus argumentos se desvanecen.

En resumidas cuentas, un libro que deja buena sensación en el lector.

jueves, 28 de abril de 2016

¿QUÉ ES EL ROCK?


Aprovechando que hoy comienza oficialmente el Viña Rock 2016

¿Qué es el rock?

Simplemente, esto: A-wop-bop-a-loo-bop-alop-bam-boom.

Y es que más de treinta años después de que Little Richard grabara Tutti frutti, sigue sin existir una definición más válida y al mismo tiempo más reveladora, por lo menos en la síntesis musical. En el otro extremo, en los márgenes de la Gran Verdad, el Dogma Único será siempre el mismo, mientras el rock sea rock y mantenga su espíritu. Me refiero a la frase que da título a este libro.

Soy de los que cree que el rock (y al decir esta palabra me refiero a toda la música surgida en las cuatro últimas décadas) ha sido el fenómeno social más importante de la segunda mitad del siglo XX, en tanto que el cine lo fue en la primera mitad. La diferencia entre uno y otro género artístico, y entre una y otra forma de vida, se concreta en la evolución de ambos fenómenos. Mientras el cine ha pasado su etapa álgida, de rompimiento, para vivir de la misma progresión que le impulsó y le mantiene, el rock todavía sufre las convulsiones de su rápido crecimiento, tras la explosión de los años 60, la crisis de los 70 y la diáspora inquietante y furtiva de los 80.

Escudriñar en los entresijos de la historia de la música rock ha sido momento a momento un pasatiempo tan mágico como fascinante. Cuando vemos una película estamos contemplando en menos de dos horas el trabajo de muchos meses de un equipo de personas. Cuando oímos una canción, de tres, cuatro o cinco minutos, nos estamos asomando muchas veces al alma de su autor o de su intérprete. Cuando asistimos a un gran concierto de rock, somos testigos de lo más externo y superfluo. Recibimos descargas decibélicas, adrenalina en dosis total, participamos del shock y de la comunión como acólitos fieles y somos parte del gran espectáculo. Pero hemos de saber que el espectáculo no siempre está de cara al escenario, sino a espaldas de éste. La vida de las estrellas del rock no es fácil, y sin embargo nueve de cada diez jóvenes firmaría ahora en blanco por llegar a lo más alto, sin importarles las consecuencias.


Se ha escrito mucho sobre el poder destructivo del rock, en torno al síndrome de autodestrucción que genera. Sin embargo el rock no es ni destructivo ni violento, o cuanto menos, no lo es más que otras formas de vida, aunque sí sea cierto que el rock las agrupe a todas, porque no en vano vivimos en la Era del Rock y desde mitad de los años 50 cada nueva generación se ha sumergido en la música a la búsqueda de su identidad, buceando en todas direcciones. La realidad y principal verdad, sin pretender decir que sea una verdad absoluta, es que desde el primer momento la música de la segunda mitad del siglo XX ha sido un espejo social. El rock es el estilo sónico de las últimas cuatro décadas, pero los fuertes cambios sociales, a modo de seísmos imparables, de esas mismas décadas, han ondeado para los jóvenes… y menos jóvenes cada vez, la bandera del rock como gran evasión.

Cuando dentro de cien años se hable de nuestro presente, no podrá obviarse al rock, porque él es la mayor y mejor definición de cuanto somos y de cuanto hacemos, y también de cual es nuestro estilo de vida. La música de nuestro tiempo es la más genuina expresión de la rapidez con que vivimos. Ninguna forma artística ha evolucionado tanto ni tan furiosamente, ni es en la actualidad más rápida y contundente. Una película necesita un largo proceso de preparación, búsqueda de actores, rodaje, montaje y distribución. Un libro requiere otro proceso igualmente lento de edición.

Para que esa película o ese libro lleguen a otros países, la máquina, el engranaje industrial, precisa de unos cauces y unos sistemas casi siempre distintos a tenor de factores geográficos, comerciales o dependientes de simples intereses económicos. Un disco, por contra, puede grabarse hoy y ser radiado inmediatamente, a las pocas horas, lanzando su mensaje a los cuatro vientos. Ese mismo disco puede aparecer en medio mundo en un tiempo relativamente corto.

A partir de aquí es cuando las diferencias entre una película, un libro o un disco, se manifiestan con meridiana claridad. La película podrá permanecer en cartel tanto como dure su éxito, y quedar en el fondo del videoclub de turno otro largo período de tiempo. Más tarde será ofrecida por televisión, y aún, años después, habrá ciclos que la incluyan. El libro, mucho más oscuro a no ser que se convierta en un best-seller, vivirá junto al polvo de las estanterías de una librería, una biblioteca, una casa… Pero el disco será todo lo contrario. El disco, salvo que sea el álbum de un monstruo sagrado y quede como pieza de catálogo, tendrá una efímera vida que puede resumirse en el ejemplo de la mayoría de éxitos de los últimos años: edición, promoción, ascensión a los cielos de los rankings, donde puede ser número 1 o un simple Top-10, y en uno o dos meses… pasar al olvido. Otros cien mil discos esperan su oportunidad.


El rock por lo tanto es rapidez, nervio, un desgarro automático que puede conducir al éxtasis o a la derrota, y también a las dos cosas a la vez. Durante años, el tipo medio de artista triunfador ha sido el del muchacho que ha buscado su propio Xanadu, sufriendo más o menos en el camino, para encontrarse de la noche a la mañana con el éxito, la fama y un millón de dólares en el bolsillo. Ayer no era nadie pero en un mes su disco ha sido número 1. ¿Qué pasa cuando al otro mes el sueño se desvanece? La historia del rock está llena de casos extremos, de éxitos prematuros y tardíos, de jóvenes que con veinte años ya lo han hecho todo y no han sabido qué hacer después con sus vidas y de «viejos» de treinta o cuarenta años que no han resistido el paso del tiempo ni el olvido. Pero en ningún caso es el rock el culpable, sino el medio. El rock es la fantasía más extraordinaria de nuestro tiempo, el escape y la respuesta. Cuando en 1976 el número de parados en Gran Bretaña se disparó, una generación rebelde miró a su alrededor y se encontró con unas pobres alternativas a su futuro: ser parados, obreros con miedo al paro como sus padres, o coger una guitarra y probar fortuna en el Olimpo Rock. Y en 1976 nació el punk y cientos, miles de grupos, se refugiaron en la música como única salida. Los que fueron destruidos, no lo fueron por el rock, sino por su misma desesperación.

Ser una estrella del rock, no es fácil. Millones de ojos están pendientes de los ídolos, de sus canciones, de sus gestos, de lo que dicen y de cómo visten. En torno al mundo del rock giran una docena de submundos que van desde los más habituales a los más oscuros. Vicio, drogas, sexo, corrupción y demás componentes extras, no son privativos de esas estrellas, pero sí más fácilmente relacionables entre sí, como la miel que atrae a las moscas. Desde las fans que sueñan con ser violadas por sus mitos, hasta la droga que muchos utilizan para seguir y seguir, porque ya no pueden parar, lo que esconde la vida de muchas estrellas es tanto un infierno como un paraíso.

Después de veinte años de conocer a la mayoría de grandes artistas de este tiempo, de admirar y respetar a unos y de rechazar y considerar meros objetos del show-business a otros, lo que sé, a favor y en contra, carece de importancia frente a lo que siento y lo que pienso de cada historia. No se puede juzgar nada desde el exterior. Es más, ni siquiera hay por qué juzgar. Pero lo evidente es que hay una historia que contar, la de todos aquellos que no lo lograron, o cayeron para lograrlo. Tal vez la perspectiva global de esa crónica negra del rock, con sus escándalos y sus muertes, sirva para aprender algo. En todo caso, conocer ya es saber, y vivir.

Este libro podría haber tenido un capítulo único, pero he creído más importante parcelarlo, agrupar hechos y fenómenos, formas y aspectos globales en unos casos o generales en otros. Es curioso ver cómo todos los pioneros del rock and roll, cayeron por escándalos que les costaron el éxito… y a veces la vida. Es curioso comprobar cómo quienes rompieron el fuego, sentando las bases de un género y de un estilo de vida, pagaron muy alto su arrojo. Es curioso descifrar las pautas de los años 60 y ver cómo los más importantes innovadores fueron destruidos o rozaron la sima abierta del fin igual que si caminaran sobre el filo de la navaja. La historia tiende a mitificar más a los muertos que a los vivos, y la única justificación es recurrir a uno de los más recónditos y secretos placeres del ser humano: el morbo.

Cuando un ídolo del rock muere de la misma forma que ha vivido, automáticamente puebla las mentes de sus seguidores de miles de respuestas. Es como si les diera la razón. Aunque la frase no era suya, Mick Jagger popularizó en los 60 lo de «Vive deprisa, muérete joven, y así tendrás un cadáver bien parecido», y en los 70 los punks dijeron lo de «No hay futuro». Así que cada muerte en el rock es una clave. Para los que viven de cerca el fenómeno esa muerte es el chispazo que electrifica su propia vida. Para los que del rock no saben nada, esa muerte es la confirmación de sus más recónditas sospechas sobre la peligrosidad social de la música, pero también el sorprendente descubrimiento de que su interés crece en proporción a su bien considerado espanto. ¿Quién era el muerto? ¿Por qué lo hizo? ¿Qué le sucedió?

Tal vez se haga una película y TODOS lo sepamos.


Este libro, que en ningún momento busca el morbo sino la exposición de unos hechos y unas realidades, investiga y muestra las vidas, los entornos, las causas y los porqués, de las más importantes estrellas de la Era Rock que cayeron con las botas puestas. Junto a casos muy conocidos popularmente, habrá otros de único acceso a los amantes de la música, y que sólo las revistas musicales ofrecieron como noticia en su momento. Sea como sea y por numerosos que parezcan, no son más que la punta del iceberg, un simple esbozo. Los periódicos no hablan de los chicos jóvenes que por ignorancia mueren en sus propias habitaciones, al tocar una guitarra o un micrófono con las manos húmedas, ni de los candidatos a estrellas que imitan a sus ídolos en todo menos en la música, y mueren con la sangre repleta de heroína. Tampoco hablan de quienes escapan de sus casas, chicos y chicas, soñando con cantar en un escenario, y acaban en las trastiendas de locales baratos prostituyéndose para poder comer. Sólo sabemos que a Lennon le asesinaron y que Hendrix se ahogó en su vómito, y a veces ni siquiera eso porque el tiempo ha distorsionado aquella realidad.

Tal vez esta crónica negra de la trastienda rock aclare algunas ideas trasnochadas o dé luz a una historias desfiguradas.

En todo caso siempre quedará como recurso final y manual de supervivencia.

Jordi Sierra I Fabra, Cadáveres Bien Parecidos. La Crónica Negra Del Rock

miércoles, 27 de abril de 2016

NO ENTRES DÓCILMENTE EN ESA NOCHE QUIETA


No entres dócilmente en esa noche quieta.
La vejez debería delirar y arder cuando se cierra el día;
Rabia, rabia, contra la agonía de la luz.

Aunque los sabios al morir entiendan que la tiniebla es justa,
porque sus palabras no ensartaron relámpagos
no entran dócilmente en esa noche quieta.

Los buenos, que tras la última inquietud lloran por ese brillo
con que sus actos frágiles pudieron danzar en una bahía verde
rabian, rabian contra la agonía de la luz.

Los locos que atraparon y cantaron al sol en su carrera
y aprenden, ya muy tarde, que llenaron de pena su camino
no entran dócilmente en esa noche quieta.

Los solemnes, cercanos a la muerte, que ven con mirada deslumbrante
cuánto los ojos ciegos pudieron alegrarse y arder como meteoros
rabian, rabian contra la agonía de la luz.

Y tú mi padre, allí, en tu triste apogeo
maldice, bendice, que yo ahora imploro con la vehemencia de tus lágrimas.
No entres dócilmente en esa noche quieta.
Rabia, rabia contra la agonía de la luz.


Su versión original en inglés:

Do not go gentle into that good night,
Old age should burn and rave at close of day;
Rage, rage against the dying of the light.

Though wise men at their end know dark is right,
Because their words had forked no lightning they
Do not go gentle into that good night.

Good men, the last wave by, crying how bright
Their frail deeds might have danced in a green bay,
Rage, rage against the dying of the light.

Wild men who caught and sang the sun in flight,
And learn, too late, they grieved it on its way,
Do not go gentle into that good night.

Grave men, near death, who see with blinding sight
Blind eyes could blaze like meteors and be gay,
Rage, rage against the dying of the light.

And you, my father, there on the sad height,
Curse, bless, me now with your fierce tears, I pray.
Do not go gentle into that good night.
Rage, rage against the dying of the light.


Dylan Thomas

martes, 26 de abril de 2016

¿POR QUÉ SON NECESARIAS LAS BIBLIOTECAS?


  1. Son espacios y servicios al alcance de todos los públicos, edades, razas, niveles económicos y de conocimientos.
  2. Proporcionan libre acceso a la información, tecnología, herramientas y resto de recursos y servicios con diferentes puestos a disposición de los usuarios.
  3. Son lugares de ayuda, apoyo, orientación, educación, ocio, participación ciudadana, divulgación, difusión y creación de comunidades.
  4. Nos proporcionan formación en general y formación de usuarios en el uso de las nuevas tecnologías y en el acceso a la información.
  5. Son entidades vivas, llenas de energías y sensaciones.
  6. En ellas se estimula el aprendizaje, la curiosidad y la creatividad que invitan al desarrollo y la obtención de ideas y su puesta en marcha.
  7. Son un lugar de evasión, unión, disfrute, lectura, escucha y para compartir con el resto de personas.
  8. Preservan el pasado y la memoria local.
  9. Son eficientes en cuanto al gasto y el beneficio que aportan a la sociedad.


domingo, 24 de abril de 2016

LAS CENIZAS DE ÁNGELA


Enviado por Ángela (B1C):

Estamos ante una novela de carácter autobiográfico escrita por Frank McCourt. El hambre, el frío, las pulgas, la enfermedad y la muerte son el rostro oscuro de este relato en el que el autor hace un ejercicio de introspección y narra su propia infancia, contada a través de la mirada tierna e inocente de su yo niño. Conforme nos adentramos en las páginas de esta novela, somos testigos del aprendizaje vital de Frank: el descubrimiento de la poesía, el sexo, las chicas, el esfuerzo que conlleva el trabajo y, lo más importante, el anhelo y el sueño de viajar a América para forjarse un futuro.

Frank es un personaje entrañable, valiente, responsable, inteligente, con altos estándares éticos, a través de cuyos ojos el lector es testigo de toda una infancia. En primer lugar, es obvio que debido a las circunstancias en las que le tocó vivir, Frank fue un niño que tuvo que madurar antes de lo habitual. Desde muy joven lo hacen responsable en numerosas ocasiones de sus hermanos pequeños. Además, presencia también desde una edad muy temprana las confrontaciones entre sus padres debido a los estados de embriaguez de su padre y a la falta de dinero en el hogar. Por si todo esto no fuera suficiente, Frank tiene un estado de salud muy débil, pues contrae la tisis y tiene problemas de infección en los ojos. No obstante, es capaz de superar todos estos obstáculos que no le impiden ser un muchacho muy trabajador. Por otro lado, Frank es una persona inteligente como delatan varios hechos. No olvidemos que lo adelantan de curso pese a haber estado hospitalizado durante un año por la tisis. El profesor se sorprende al leer Frank una redacción sobre ``Jesús y el tiempo´´, donde plasma ideas de una alta tesitura mental que no se corresponden en absoluto con su edad, defendiendo que la Iglesia Católica no habría existido de haber nacido Jesucristo en Limerick.  Por último, Frank es una persona soñadora e idealista, que anhela profundamente viajar a los Estados Unidos para probar suerte y amasar una pequeña fortuna con el objetivo de dar a su familia una vida digna de la cual nunca han podido disfrutar. Un reflejo de su personalidad es esta reflexión que él mismo hace: ``Puede que seas pobre, que lleves los zapatos rotos, pero tu mente es aún un palacio.´´

Malachy presenta una compleja personalidad. Frank nos dirá sobre él: ``Yo pienso que mi padre es como la Santísima Trinidad, que tiene tres personas diferentes: el de la mañana con el periódico, el de la noche con los cuentos y las oraciones y el que hace la cosa mala y llega a casa oliendo a whisky y quiere que muramos por Irlanda´´. De un lado tenemos a un Malachy responsable y culto, que intenta buscar un empleo pese a la dificultad añadida de tener un acento de Irlanda del Norte. Por otro, encontramos su faceta paternal, gracias a la cual lee cuentos e inventa historias para sus hijos antes de enviarlos a dormir. En un ángulo opuesto, nos topamos con el alcoholismo crónico que sufre Malachy; por esa  adicción terrible  atormenta a su familia y no puede cumplir con responsabilidades tan elementales como alimentar a los pequeños, pues tiene serias dificultades para conservar los empleos por un largo período de tiempo.

Ángela es el pilar sobre el que está construida la familia y es una persona tremendamente humana. Pese a la dificultad que supone salir de estados de tedio y profundo dolor tras la muerte de Margaret, Eugene y Oliver, es capaz de reponerse para sacar adelante al resto de sus hijos, pues como ella misma afirma, no quiere criar a una ``banda de recaderos´´ , sino que desea que sus hijos estudien y prosperen. La presencia de Ángela a lo largo de toda la novela le otorga una candidez asombrosa, pues es un alma que ha sido herida en tantas ocasiones que lo más fácil sería desistir de todo y rendirse. Pero ella opta por seguir adelante, por cumplir con sus deberes como madre, por suplir la ausencia de su marido en las vidas de sus hijos.

Esta novela me parece un claro ejemplo de superación y de éxito personal; un trayecto vital en el que se superan toda clase de adversidades y en el que la miseria, la humillación y la desgracia tienen desafortunadamente un protagonismo eminente.

Para concluir, debo señalar que la novela es muy dura y que, debido a la técnica narrativa de Frank McCourt, al lector le es muy fácil ponerse en el lugar de la familia. A mí personalmente ciertos capítulos me causaron un gran impacto. Hay algunos momentos que quedarán grabados en mi memoria, como cuando Frank, con tan solo cinco años, se indigna al ver a su padre y al enterrador apoyando sus pintas de cerveza en el ataúd del pequeño Oliver, o cuando Ángela y sus hijos van a la Conferencia de san Vicente de Paúl a recoger una cabeza de cerdo para la comida de Navidad y ellos mismos sienten vergüenza al ver que la gente se les queda mirando en la calle. No obstante, el momento más desgarrador es en el que Frank ve a su madre en la beneficencia de la Iglesia, intentando hacerse con una bolsa de las sobras de comida de los curas. Es ahí cuando pierde parte de la inocencia al ver a su madre mendigando al fin y al cabo, comprobando la desestructuración de la familia McCourt y el extremo tan infausto al que han llegado.

PREMIO PULITZER 1997

sábado, 23 de abril de 2016

MADRID, 23 DE ABRIL DE 1616


Murió en abril, de madrugada, en una de esas horas imprecisas entre el día y la noche en que los vínculos entre carne y espíritu parecen aflojarse, esas horas que tan propicias resultan para abandonar este mundo. Gonzalo, que había sido su yerno y su mejor amigo, había ayudado a limpiar su cuerpo y a amortajarlo. Sabía que se trataba de una tarea de mujeres, pero se empeñó en ayudar a despecho de Isabel, su esposa, y de doña Catalina, pues pensó que la lealtad le exigía aquel último gesto de misericordia para quien había sido su segundo padre. Con todo, no le había resultado sencillo. Las úlceras y llagas, la decrepitud, la prolongada permanencia en el lecho habían roído el cuerpo del poeta de tal modo que, cuando aún le restaban algunos días de vida, apenas unas paletadas de tierra lo separaban ya de la condición de cadáver. Y ahora que su aliento se había extinguido por completo, el manto frío de la muerte apenas había obrado cambios en él. En la calavera de su rostro, labios y mejillas se habían hundido por la laxitud de la mandíbula y la ausencia de dientes, y los ojos apenas se atisbaban al fondo de los pozos sombríos de los cuévanos. Para compensar el colapso de los ojos y boca, la nariz parecía haberse afilado y prolongado, mientras que los huesos de los pómulos amenazaban con taladrar el cuero macilento que los cubría. Las extremidades, consumidas hasta el puro hueso, se hinchaban monstruosamente en las coyunturas. A decir verdad, el brazo izquierdo ni siquiera parecía un brazo, sino apenas un despojo retorcido y sarmentoso. El costillar aparentaba ser una carcasa devorada por algún carroñero, mientras que el vientre se veía inflamado por efecto de la hidropesía. Y también estaba el hedor, una pestilencia que proclamaba que aquel cuerpo ya estaba pudriéndose por dentro cuando todavía conservaba algún hálito de vida. En cierto momento, Gonzalo pensó que iban a fallarle las fuerzas. Pero apretó los ojos y se esforzó por recordar que el despojo que yacía sobre la cama era el mejor de cuantos hombres había conocido. Y así pudo ayudar a las mujeres a frotar el cadáver con jabón y con paños húmedos, a atusarle los mustios bigotes, a peinarle las cuatro hebras grises que restaban de su cabello. Luego lo sostuvo en sus brazos, como a un niño pequeño, mientras su esposa y su hija lo revestían con el sayal de San Francisco, como permitía la caridad de la orden que el poeta había profesado semanas antes de morir. Y acto seguido le cubrían la cabeza con la capucha y rodeaban su cuello con un rosario del que pendía un crucifijo de madera. Entonces Gonzalo volvió a notar ese olor a manzanas que había brotado de la boca del anciano durante los últimos años de su vida, ese olor que, según dicen, preludia sufrimiento y muerte, como en efecto había ocurrido. Por último, mientras ellas lo velaban y lo lloraban y bisbiseaban oraciones, el yerno del poeta procedió a cumplir las últimas instrucciones que él le había dado cuando aún conservaba la voz y la lucidez.
Clareaba el día cuando Gonzalo salía de la casa camino de la iglesia de San Ildefonso, aneja al convento de la Trinidad, donde el viejo poeta había pedido que lo enterraran por la gran  amistad que lo unía a la Orden, y donde todo estaba ya preparado para acoger sus restos. Antes pasó por el taller del carpintero para pedir que se apresuraran con el féretro. Una vez alertadas las monjas y el capellán, visitó casas de amigos y parientes para decirles que esa misma tarde iba a celebrarse el entierro, pues el difunto había dejado dispuesto que se abreviaran los ritos de la muerte en la medida en que el decoro y la costumbre lo permitieran. Al regresar a la calle de Francos, a eso del mediodía, Gonzalo comprobó que la noticia de que el viejo poeta había muerto ya se había extendido por Madrid, como atestiguaba la pequeña multitud que se congregaba a la puerta de su casa. Había gente de las letras y de la farándula, rostros por todos conocidos, pero también muchos vecinos anónimos que habían acudido a presentar sus respetos. Ya en la casa, Gonzalo comprobó que el carpintero había cumplido lo pactado y que el cadáver descansaba dentro del féretro, que había sido dispuesto sobre dos caballetes de madera. Al verlo tendido dentro del ataúd, con las manos cruzadas sobre su mortaja de color ceniza, Gonzalo fue consciente por vez primera del carácter irrevocable de lo ocurrido, y la pena le atenazó la garganta como una mano de hielo. Pero no tuvo tiempo para abandonarse al llanto, porque su esposa y su suegra lo urgían a formar el cortejo y encaminarse a la iglesia. Ambas iban ataviadas con tocas y mantos negros, porque hacía tiempo que habían tomado la precaución de confeccionarse los lutos para este día. Las acompañaba Constanza, la sobrina, también de luto riguroso. Y hasta el niño había sido vestido de negro para no desentonar en el entierro del abuelo. Todo estaba dispuesto para entregar el cuerpo del viejo poeta a la tierra.
Unos vecinos ayudaron a bajar el ataúd por la escueta escalera. Ya en la calle, fueron muchos los hombros que se ofrecieron para transportar la liviana carga hasta la cercana iglesia de las Trinitarias. Gonzalo reconoció al librero Robles y al impresor De la Cuesta, y a varios literatos de fama y renombre que habían frecuentado al viejo poeta durante los últimos años de su vida en Madrid. Sobraron hombros, de hecho, para tan poco ataúd. Y así arrancó la comitiva, que en el breve trecho que separaba la casa de la calle de Francos de la puerta de la iglesia recibió numerosas incorporaciones, casi tantas como viandantes preguntaban curiosos el nombre del difunto, y al saber de quién se trataba se unían al cortejo porque deseaban despedir a quien tanto solaz y tanta risa les había procurado en vida. Cuando llegaron a la iglesia, con los que allí esperaban, debían de sumar casi el medio millar. Y muchos lloraban y se lamentaban, aunque Gonzalo no los conocía ni creía que el poeta los hubiera conocido tampoco.
Entraron en la iglesia seguidos por un río de gente que se derramó por la planta del pequeño templo hasta cubrirla por completo. Gonzalo se giró hacia las puertas abiertas y comprobó que muchos se habían quedado en la calle. Entonces le pareció reconocer el rostro de un hombre embozado que había dejado caer brevemente la capa para poder santiguarse. ¿No era ese…? Pero el hombre desapareció de repente y Gonzalo se dijo que no era posible, que debía de haberse confundido.
Así pues, se giró hacia el capellán, que se disponía a dar comienzo a la misa, tomó la mano de su esposa y apoyó la otra mano sobre el hombro de su pequeño hijo.
Introibo ad altare Dei, cantó el sacerdote.
Ad Deum qui laetificat iventutem meam, respondieron los congregados, a coro.
Y las gargantas eran tan numerosas que Gonzalo pensó que sus voces debían de estar oyéndose por toda la ciudad.
De este modo despidió Madrid a su poeta Miguel de Cervantes.

Eloy Cebrián, Madrid 1616 

viernes, 22 de abril de 2016

LA ÚLTIMA BIBLIOTECA


—¿Te apetece dar una vuelta por mi tienda? Te distraería.
—¿Qué vendes? —pregunté.
Arne encendió la luz. Estábamos en una sala enorme, abarrotada, de unos cinco metros de altura. Por todas partes había estanterías llenas de libros que llegaban hasta el techo. No había ni un centímetro libre. ¡Scan, S. A. pagaría una fortuna por algo así! Me avergoncé de pensar eso, así que me guardé el pensamiento para mí.
—Yo tenía la librería más famosa del Barrio Uno de la Zona A —dijo Arne.
—¿Eras librero?
—Antes de la guerra tenía una tienda en mi ciudad, en el sur. Cada vez más clientes me decían que se podía encontrar todo en Ultranet, y gratis. Otros me fueron fieles. Hasta hoy.
—¡Todo el conocimiento para todos! ¡En cualquier momento! ¡Gratis! —dije sin pensar. Así se me había grabado.
—Ya no vendo libros porque ya no se imprimen. Solo los presto. Te encuentras en la última biblioteca de la ciudad.
—¿Una biblioteca secreta?
Recorrí uno de los estantes pasando un dedo por los lomos de los libros. No había zzzp, estaban callados, mudos. ¿O no querían hablar conmigo? A fin de cuentas, yo era un cazador de libros.
—Los métodos de Scan, S. A. se han vuelto cada vez más agresivos. Por eso es mejor que los lectores nos cubramos entre nosotros.
No me sentía incluido en el «nosotros» de Arne. Nunca en mi vida había leído un libro, ni impreso ni en Ultranet. Yo era un escaneador, no un lector. Pero el misterio de aquel lugar me fascinaba.
Arne me explicó la estructura de su almacén.
—En este nivel están los libros de divulgación.
Bajamos por una escalera de caracol.
—Aquí abajo se encuentran las novelas.
La colección de Arne podía competir sin problema con aquella biblioteca de barrio que escaneamos Jojo y yo; la última biblioteca, creía yo entonces.
Cuando llegamos a las novelas me sobresalté. Junto a la escalera había una mujer con rizos grises sentada en un sillón de cuero marrón. No esperaba que allí hubiera nadie. Una pila de libros se alzaba desde el suelo hasta más allá de su cabeza. Una débil luz ardía sobre la mesa ante ella.
—¡Linda! ¡Nos has asustado!
La mujer reaccionó con una sonrisa al comentario de Arne y volvió a enfrascarse en su lectura.
—Empecemos por la B. Linda no desea que la molestemos; ha leído más que todo lo que ves en estas habitaciones.
Me temía una nueva lección de Arne. Y estaba en lo cierto. Acercó una escalera que estaba sujeta a la estantería con un raíl. Señaló hacia arriba. Escalé hasta la letra B. De entre algunos libros sobresalían tarjetas de plástico. En ellas vi fotos y un par de líneas escritas. En todas las fotos aparecía Arne. Era mucho más joven y también llevaba el pelo largo, pero era negro en lugar de gris. Siempre aparecía junto a un hombre o una mujer. Al lado, alguien había escrito la fecha a mano y la leyenda «Lectura en el Gremio de los Libros».
—Son escritores que realizaron lecturas de sus obras en mi librería —dijo Arne—. Incluso después de cerrar la tienda, organicé lecturas hasta hace dos o tres años. Luego se hizo demasiado peligroso.
Busqué alguna cara conocida en las fotos pero no reconocí a nadie. Ninguno de esos escritores había salido nunca en el proyector de mi cuarto.
—Bradbury —gritó Arne desde abajo, recordándome que no estaba encaramado a esa escalera para ver fotos—. Fahrenheit 451 —añadió.
Saqué el libro.
—Los bomberos no apagan fuegos —me explicó—, sino que queman libros. Pero uno de los bomberos empieza a interesarse por los libros que destruye.
Seguimos nuestro camino y nos paramos en la letra H. Aquella vez no necesitaba escalera.
—Un mundo feliz, de Huxley —dijo Arne, radiante.
No entendía por qué. Busqué el libro y se lo entregué.
Tuvimos que girar dos veces y adentrarnos en lo más profundo de la sala para llegar a la letra O.
—George Orwell, 1984 —pidió Arne—. ¡El Gran Hermano te vigila! — añadió, sin decir nada más.
Arne se sentó conmigo a una mesa y encendió una lámpara de lectura. Puso a Bradbury, Huxley y Orwell ante nosotros y me miró, expectante. Otro libro cayó sobre la mesa, la mujer de los rizos nos lo había tirado desde dos metros de distancia. Hasta Arne se sobresaltó. Linda lo miraba con gesto de reproche. En la tapa del libro se leía Nosotros, escrito por un tal Yevgueni Zamiatin.
—¡Siempre lo olvidas! —dijo Linda.
Arne torció el gesto.
—¡Además, ignoras completamente los del siglo veintiuno! —siguió riñéndolo la mujer.
—Esto es el principio, Rob…
—¿Y qué hay de Shteyngart, por ejemplo, o de…?
—¡Linda! ¿Lo discutimos luego…?
—No conozco a ninguno de estos escritores —dije.
—No puedes conocerlos —dijo Arne, asintiendo—. ¡No encontrarás ninguno de sus libros en Ultranet!
—¿Por qué no?
—Porque estos autores describieron, hace muchos años, el mundo como es ahora —dijo Linda.
—¡Y porque nos advirtieron! —completó Arne.
Eran la pareja de profesores perfecta: dos sabelotodos insoportables.
—¿Y por eso no están sus libros en Ultranet? —pregunté.
—La empresa censura libros. A veces eliminan un par de párrafos, a veces diez tomos de un plumazo —dijo Linda.
Intenté entender todo aquello.
—Entonces, si escaneo un libro de Bradbury…
—… Scan, S. A. estará contenta de que hayas colaborado en la destrucción y desaparición de esa obra —dijo Arne—. Los datos que hayas escaneado se borrarán y el libro se quemará.
Buen reproche. Nunca me paré a pensar, los libros me parecían insignificantes. Se trataba de ganar dinero, nada más. Nunca se me ocurrió buscar autores o libros. ¿Para qué? Cuando quería saber algo no necesitaba ningún libro, preguntaba a la Ultrapedia y obtenía la respuesta correcta: ¿Cuándo estalló la última de las grandes crisis? «El cinco de diciembre». ¿Quién fue el culpable? «El eje Sur».
Abrí el libro del bombero y leí un par de líneas.
«Los que no construyen deben destruir. Es algo tan viejo como la Historia y la delincuencia juvenil…».
—De modo que eso es lo que yo soy.
—En todos nosotros hay algo de ello.

Robert M. Sonntag, El Gremio Secreto de losLibros

jueves, 21 de abril de 2016

NO LO ENTIENDO


                Aprovechando que esta semana se celebra el Día del Libro, os subo este fragmento de la última novela de Naomi Novik. Lo triste es que este caso, u otros muy parecidos, se dan frecuentemente entre nuestros alumnos, estamos ante analfabetos funcionales.

Llegada la hora de comer, estaba mortalmente aburrida.

Mi familia no era rica ni pobre; teníamos siete libros en casa. Yo sólo había leído cuatro de ellos; me había pasado prácticamente todos los días de mi vida más al aire libre que bajo techo, aun en invierno y bajo la lluvia. Pero ya no tenía tantas opciones, así que cuando le llevé la bandeja de la comida aquel mediodía, eché un vistazo a los estantes. Seguro que no causaba ningún daño si cogía uno. Seguro que las otras chicas habían cogido libros, ya que todo el mundo hablaba de lo cultas que eran cuando abandonaban el servicio.

Así que me atreví a acercarme a una estantería y tomé un libro que casi estaba pidiendo que lo tocasen: tenía una bella encuadernación en un cuero bruñido del color del trigo que brillaba a la luz de las velas, suntuoso y atrayente. Una vez lo hube cogido, vacilé: era más grande y más pesado que cualquiera de los libros de mi familia, y, además de eso, la cubierta tenía grabados unos hermosos dibujos pintados en oro. Sin embargo, carecía de candado, así que lo subí a mi cuarto con una cierta sensación de culpabilidad y tratando de convencerme a mí misma de que estaba siendo una boba por sentirme así.

Entonces lo abrí, y me sentí aún más estúpida, porque no era capaz de entenderlo en absoluto. No de la manera habitual. No es que no conociera las palabras, o que no supiese qué significaba la suficiente cantidad de ellas: las había entendido todas, así como todo cuanto había leído en las tresprimeras páginas, y luego había hecho una pausa y me había preguntado de qué trataba el libro. Y no había sido capaz de decirlo; no tenía la menor idea de lo que acababa de leer.

Retrocedí y lo volví a intentar, y una vez más me creí segura de estar entendiéndolo, y todo ello sonaba perfectamente lógico; incluso mejor que perfectamente lógico: transmitía la sensación de la verdad, de algo que yo siempre había sabido y que nunca había expresado en palabras, la sensación de estar explicando de forma clara y llana algo que yo jamás había comprendido. Asentía satisfecha, avanzando bien, y esta vez llegué hasta la quinta página antes de percatarme de que no sería capaz de contarle a nadie lo que decía en la primera, ni tampoco en la anterior, en realidad.

Fulminé el libro con una mirada de resentimiento, lo volví a abrir por la primera página y empecé a leer en voz alta tomándome mi tiempo con cada vocablo. Aquellas palabras sonaban como el trino de los pájaros en mis labios, hermosas, fundiéndose como la fruta azucarada. Aún me veía incapaz de seguirles el hilo mentalmente, pero continué leyendo en un tono de ensoñación hasta que la puerta se abrió de golpe.

Naomi Novik, Un Cuento Oscuro

martes, 19 de abril de 2016

ALGUNAS RAZONES


Durante los catorce años que he tardado en pasar el Quijote de su castellano original al nuestro, me he acordado a menudo de la Institución Libre de Enseñanza y de las Misiones Pedagógicas. Los días que resultaba una tarea demasiado quijotesca, me decía por alentarme algo: «Ánimo, esto es lo que habría querido don Francisco Giner, en esto trabajaron las Misiones Pedagógicas; alguien ha de devolver a tantos lectores lo que es suyo, la savia y espíritu no sólo de la literatura, sino de nuestra propia vida». Y recordaba a una gran parte de esos lectores, españoles e hispanohablantes, que, a diferencia de los de cualquier otra lengua a la que esté traducido, no han podido leer el Quijote, obligados a hacerlo en un castellano del siglo XVII que ni hablamos ni a menudo entendemos cuando lo leemos. «Cuántos de esos lectores –me decía también– habrán empezado su lectura una y mil veces, y para cuántos el mismo Quijote ha sido uno de esos molinos de viento cuyas aspas, quiero decir, cuyos hipérbatos, tiempos verbales y léxico arcaicos los descabalgan en cuanto se le acercan, rematándolos luego con alevosía las cuchilladas de mil notas a veces enfadosas y poco claras».

(…)

El sino del Quijote es haber sido, desde su origen, un libro traducido. Cervantes cedió a un proscrito, a un autor arábigo, Cide Hamete, la gloria de escribirlo, y le pidió a otro que encontró en el alcaná de Toledo que lo tradujera «a nuestro vulgar castellano». Vulgar no por zafio, sino por hablarlo la gente, el vulgo, en una época en la que el vulgo tampoco era vulgar, o al menos como lo es ahora. Y a eso vamos, a que ha habido que traerlo de aquel «castellano vulgar» al de ahora, acaso no tan expresivo como el de Cervantes, pero con el que hemos de vérnoslas para decir lo nuestro como él dijo lo suyo.
¿Hablamos aún la lengua de Cervantes? Sí y no. Por suerte estamos mucho más cerca de ella que un griego actual del de la Ilíada, o que lo están del latín, del que proceden, las lenguas romances. Pero en estos cuatro siglos el idioma español, siempre vivo, se ha movido, y ese ha sido precisamente uno de los escollos de mi trabajo, enfrentarme al deslizamiento de significado de no pocas palabras, tiempos verbales y giros.
Ejemplo de esas palabras es discreto, en época de Cervantes juicioso, inteligente, agudo, prudente, sagaz, y también discreto. El lector de entonces sabía interpretarla, acentuarla, diríamos, conforme al contexto, de una manera o de otra, y lo mismo ocurre con muchas más que usamos en sentido muy distinto (liberal o puntual, por ejemplo). Algunas incluso ni siquiera existían en tiempos de Cervantes y una errata en el Quijote, libro sobre el que se estableció la norma de nuestra lengua, les dio carta de naturaleza; fue el caso de lercha, que pese a la oportuna restitución de Francisco Rico como percha, aquí sigue apareciendo como lercha, usada desde entonces, porque después de cuatro siglos esta palabra se ha ganado el indulto, siquiera como fantasma del majestuoso castillo que es el Quijote.
Los tiempos verbales, principalmente los subjuntivos, hoy desusados en buena medida, no son tampoco trabas menores que tiene que sortear un lector actual, al igual que el empleo de las preposiciones o el de un hipérbaton que tanto tiene de laberinto para nosotros. En cuanto al infinito número de refranes, giros y locuciones populares, en buena parte olvidados, siguen y seguirán siendo fuente de eternas controversias.
Yo sé que es muy difícil poner el Quijote en castellano actual al gusto de todos sus lectores, porque cada uno de nosotros trae un Quijote y un castellano propios en la cabeza. Si me hubiera sido posible, habría tenido en cuenta la opinión de todos, porque pensar que sólo yo iba a tener las soluciones más atinadas sería de tontos. Por eso mismo no es una tarea que pueda acabarse nunca. Cuántas vueltas habré dado a muchos pasajes de este libro, cuántas lo habré reescrito. Durante unos meses tal o cual frase me parecía bien de una forma, pero tras consulta con dos o tres amigos, acababa cambiándola y, pasado el tiempo, la volvía a cambiar. Sólo sus doce primeras palabras, esas que se saben de memoria incluso los que no han leído el Quijote («En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme»), siguen tal cual, y si he vencido la tentación de traducir, como debiera, lugar por pueblo o aldea, o no quiero por no llego a, ha sido sólo por comprender que en ese comienzo memorable, como en el Partenón, está excusado cualquier arreglo.
El Quijote es, como tantos clásicos, más un libro estudiado que leído, pero si queremos que vuelva a ser una historia leída como lo fue en su tiempo («porque es tan clara que no hay nada en ella que resulte difícil: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran», dice el bachiller Sansón Carrasco), ha de tenerse muy en cuenta a quienes la han estudiado y editado concienzudamente. Sin ellos no es probable que nadie hubiera podido entenderlo cabalmente. Yo he tenido presentes unas cuantas ediciones, como es natural; citaré sólo tres: Hartzenbusch (una especie de Sherlock Holmes dotado de un finísimo instinto), Rodríguez Marín (monumental siempre) y Rico (que tanto ha hecho para fijar el texto original). Aunque a veces no haya podido seguirla todo al pie de la letra que me habría gustado, ha sido la de este último la que me ha servido de pauta.
Los estudiosos del Quijote se han debatido siempre entre estos dos extremos: lo que está escrito (conforme a lo que se publicó en las principes y ediciones significativas) y lo que pudo haber querido decir Cervantes.
Esto último no es fácil de dilucidar en nadie; en Cervantes, menos que en ningún otro.
El Quijote es una novela tan hablada como escrita, y aunque a menudo lo primero que se marchita sea el habla, no invalida aquel «quien escribe como se habla irá más lejos y será más hablado en lo porvenir que quien escribe como se escribe», que decía Juan Ramón y que le viene a Cervantes como anillo al dedo. De modo que traducir el Quijote es devolverlo al habla nuestra, en la medida de lo posible, tratando de que vuelva a ser un libro tan hablado como escrito.
En la imprenta en la que entra don Quijote en Barcelona, le es presentado alguien que acaba de traducir un libro del italiano, y don Quijote cruza con él unas palabras, para acabar diciéndole «Traducir de una lengua a otra, como no sea de las reinas de las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos por el revés, que aunque se ven las figuras, están llenas de hilos que las oscurecen y no se ven con la claridad y color del derecho; y traducir de lenguas fáciles ni requiere ingenio ni buen estilo, como no lo requiere el que copia ni el que calca un papel de otro papel. Y no por esto estoy diciendo que no sea loable este ejercicio de traducir, porque en otras cosas peores se podría ocupar el hombre que le trajesen menos provecho».
En esto último lleva razón, siempre hay cosas peores. Lo otro, el propio don Quijote se encarga de matizarlo dos o tres líneas después.
Ni que decir tiene que yo he dado a la lengua de Cervantes, a tenor de la dificultad de entenderla muchas veces, el tratamiento de una de las lenguas reinas. Quien pueda leer el Quijote en la suya original, a costa incluso de un pequeño esfuerzo, debe hacerlo. Le esperan sutilísimos matices, palabras y giros arcaicos con su sabor genuino y complejos usos verbales y modulaciones y fraseos que no podrá apreciar quien haya de leerlo en otro idioma. Por suerte, nuestro castellano es el más próximo al de Cervantes, y eso nos permite quedarnos muy cerca de él, sin tener que ir a las Chimbambas, adonde ha visto uno que han tenido que irse todas las traducciones para hacerlo inteligible, a costa, claro, de la fidelidad y de su embrujo. Pero si queremos seguir hablando la lengua de Cervantes, es necesario hacer que don Quijote hable nuestra lengua.
Aunque esta no es la traducción de un filólogo, he procurado respetar el original, si no como un filólogo, al menos como un poeta. Quién sabe si alguno de mis vislumbres puedan servirle a alguien. Nada me gustaría tanto. El Quijote es una gran partitura en la que cada lector interpreta, y eso ha hecho uno, con el mayor respeto, desde luego: poner en ella mis propias cadencias.

(…)

¿Los criterios de esta traducción? Ni son pocos, ni es sencillo exponerlos, ni probablemente interesen mucho. El principal ha sido siempre el de detenerse a tiempo. Habrá quienes se pregunten: ¿por qué ha traducido tal palabra o giro, y no tales otros; por qué aquí, y no allí? Por expresarlo al gusto de Cervantes, buen conocedor de naipes: en una traducción se corre siempre el riesgo de las siete y media, o te pasas o no llegas.
Los lectores en los que he pensado mientras traducía este libro se parecen mucho a esos que vemos en el metro, abismados en la lectura, como don Quijote en las suyas, de lo que puede ser el último best seller, un libro de aventuras o un tomo de En busca del tiempo perdido. Todos ellos tienen derecho a leer el Quijote de la misma manera fluida y sin tropiezos. ¿Cómo proceder entonces? He procurado hacerlo con tiento y de una manera orgánica, atendiendo al instinto cuando no había nada más fiable a mano. De ahí que no sea en absoluto infrecuente que una misma palabra (nos hemos referido a discreto, pero hay muchos más casos: ciencia, razones, voluntad, cojín, sabio, huésped, admirar, humor, mohíno, correrse, excusar...) haya sido traducida de manera distinta según el pasaje, mientras otras han quedado sin traducir por intraducibles (busilis), o por significativas (esos fechos y fazañas que siguen en boca de don Quijote por contribuir con ello a conservar los rasgos trasnochados del personaje), o por específicas (ferreruelo, saboyana), como específicas son cabrestante o jarcia en una novela de Salgari, Stevenson o Conrad. Para refranes, interjecciones y dichos ha hecho uno lo que todos los traductores del Quijote, buscar equivalencias vivas («pedir cotufas en el golfo», cuyo sentido pocos conocen ya, ha pasado a refranes en uso, «pedir peras al olmo» y «naranjas de la China») o tantear una reconstrucción aproximada («castígame mi madre y yo trómpogelas», tan hermético, ha quedado en «ríñeme mi madre, por un oído me entra y por otro me sale»).
Algunas veces, también, se han corregido errores del autor o de los impresores, no la famosa pifia del rucio, sino minucias que Cervantes habría corregido de haber tenido sosiego, ganas y tiempo. Si dice él, en un desliz tan patente como insignificante, que «la primavera sigue al verano», ¿por qué no poner «a la primavera sigue el verano», saltándose el exceso de celo?; y si se dice que ha sido don Quijote quien ha dicho lo que dijo Sancho, ¿por qué no hacer que cada cual diga lo que dijo?
En cambio he dejado algunos «entró dentro», «salió fuera», «se apartó a una parte» o «los sucesos que allí me han sucedido», y unos pocos de esos «descuidos» que, a juicio de los entendidos, le afean tantísimo el estilo a Cervantes. ¿Por qué conservarlos? Por recordar a todos aquellos que ponen tanta ilusión en descubrírselos y afeárselos a los escritores de ahora que de menos nos hizo Dios.
Decía al principio de este prólogo que me había acordado muchas veces de los viejos institucionistas y de los jóvenes de las Misiones Pedagógicas que llevaban, en un camión, por los pueblos de la España republicana, las copias del Museo del Prado. No eran las pinturas originales, pero sirvieron para que muchas gentes conocieran por primera vez lo mejor de nuestra cultura y lo más noble del espíritu humano. Quiero creer que miles de lectores podrán venir por fin a encontrarse en este libro con el talante libérrimo y valiente de don Quijote, la socarronería y buen juicio de Sancho, la compasión con la que Cervantes miraba a todo el mundo y la discreción con la que todos ellos tratan de mejorarse y mejorarnos.
Es posible también que algunos pocos que presumen de leer el Quijote «en su prístino estado» encuentren que aquí se rebaja el original, y traten ellos de rebajar este sin resignarse a compartir con todo el mundo una finca, quiero decir un libro, que acaso creían de su exclusiva propiedad. «Felizmente ponen en duda cuál es la traducción o cuál el original», dice don Quijote en aquella imprenta barcelonesa de ciertas traducciones de Cristóbal de Figueroa y Juan de Jáuregui. Algo me dice, sin embargo, que a los descontentadizos también les habría disgustado la traducción de este libro hecha por el mismísimo Cervantes, y se la hubieran leído con una lupa en una mano y la cimitarra de cortar pelos en tres en la otra.
Toca ya a su término este prólogo, pero no quiero dejarlo sin decirte esto. En el episodio de las aceñas o molinos de río, en el que una vez más don Quijote acaba no sólo molido sino pasado por agua, el de la Triste Figura dice para sus adentros: «¡Basta! Convencer aquí a esta canalla de que por ruegos hagan algo virtuoso será predicar en el desierto. Y en esta aventura se deben de haber encontrado dos valientes encantadores, y el uno estorba lo que el otro intenta: el uno me deparó el barco, y el otro hizo que me atravesara. ¡Dios lo remedie!, que todo este mundo son intrigas y apariencias, contrarias unas de otras». A continuación Cervantes le hace decir a don Quijote: «Yo no puedo más». Es evidente que lo que don Quijote quería decir, y a Cervantes se le pasó por alto, era esto otro, bien diferente: «Yo más no puedo».
Sólo por esa restitución doy por bien empleados estos catorce años de trabajo, que cierro también con un «yo más no puedo», contento y deseando se le den a uno alabanzas no por lo que tradujo, sino por lo que he dejado de traducir.

Andrés Trapiello

lunes, 18 de abril de 2016

SHAKESPEARE Y HARRY POTTER


                Confesad, muggles, ¿quién de vosotros no ha cantado o tarareado nunca el “Double, double, toil and trouble; // Fire burn and cauldron bubble”?

                Lo sabía, todos vosotros, incluso ese que se esconde diciendo que no ha leído las novelas de J K Rowling, pero ¿a qué te has tragado todas las películas?

                Es la canción que suena en El Prisionero de Azkabán para dar la bienvenida a los nuevos alumnos. Fue una idea que trabajaron el director Alfonso Cuarón y el compositor John Williams.

Double, double, toil and trouble;
Fire burn and cauldron bubble.
Double, double, toil and trouble;
Something wicked this way comes!

                En el siguiente vídeo podréis escucharla y ver la letra completa, y a continuación os dejo la traducción al castellano. Luego iremos con la curiosidad de esta noticia.


Redoblemos el trabajo y el afán,
Y arderá el fuego y hervirá el caldero.
Redoblemos el trabajo y el afán,
Algo malo viene en camino.
Ojo de tritón y dedo del pie de rana,
Piel de murciélago y lengua de perro,
Colmillo de víbora y aguijón de un gusano ciego,
Pierna de lagartija y ala de mochuelo.
Redoblemos el trabajo y el afán….
En el caldero hierve y cuece
El filete de una serpiente,
Escama de dragon, diente de lobo,
Momia de brujas, buche y golfo
Redoblemos el trabajo y el afán……

                Vale, pregunta, ¿Cuántos de vosotros sabéis que “Double, double, toil and trouble; // Fire burn and cauldron bubble” lo escribió hace 400 años William Shakespeare? Pertenece a su tragedia Macbeth, es la primera escena del acto IV, cuando las brujas elaboran un conjuro. Os dejo con el texto original en inglés y su traducción.

First Witch: Thrice the brinded cat hath mew'd.
Second Witch: Thrice, and once the hedge-pig whined.
Third Witch: Harper cries "'Tis time, 'tis time."
First Witch: Round about the chaudron go;
In the poison'd entrails throw.
Toad, that under cold stone
Days and nights has thirty-one
Swelter'd poison sleeping got,
Boil thou first i' the charm'd pot.
All: Double, double toil and trouble;
Fire burn, and cauldron bubble.
Second Witch: Fillet of a fenny snake,
In the cauldron boil and bake;
Eye of newt and toe of frog,
Wool of bat and tongue of dog
Adders fork and blind-worm's sting,
Lizard's leg and howlet's wing,
For a charm of powerful trouble,
Like a hell-broth boil and bubble.
All: Double, double toil and trouble;
Fire burn, and cauldron bubble.
Third Witch: Scale of dragon, tooth of wolf,
Witch's mummy, maw and gulf
Of the ravin'd salt-sea shark
Root of hemlock digg'd i' the dark,
Liver of blaspheming Jew,
Gall of goat and slips of yew
Sliver'd in the moon's eclipse
Nose of Turk and Tartar's lips
Finger of birth-strangled babe
Ditch delivered by a drab,
Make the gruel thick and slab.
Add thereto a tiger's chaudron,
For the ingredients of our cauldron.
All: Double, double toil and trouble;
Fire burn, and cauldron bubble.
Second Witch: Cool it with a baboon's blood,
Then the charm is firm and good.


BRUJA PRIMERA
Por tres veces maulló el gato atigrado.
BRUJA SEGUNDA
Tres veces y una más se quejó el puerco espín.
BRUJA TERCERA
Grita la arpía ¡Es hora! ¡Ya es la hora!.
BRUJA PRIMERA
Rodad, rodad, en torno a este caldero;
arrojemos en él envenenadas vísceras.
Sapo que bajo piedra fría
treinta y un días con sus noches
su veneno destila medio en sueños,
hierve primero en la tina encantada.
TODAS
Dobla, dobla, trabajo y afán.
Avívate, fuego, y tú, caldero, hierve.
BRUJA SEGUNDA
Carne de culebra de pantano,
cuécete y hierve en el caldero;
ojo de tritón, pata de rana,
cabello de murciélago y lengua de can
y lengua de una víbora y aguijón de áspid,
ojo de lechuza, pata de lagarto,
filtro de gran poder,
hierve, hierve, mezcla del infierno.
TODAS
Dobla, dobla, trabajo y afán.
Avívate, fuego, y tú, caldero, hierve.
BRUJA TERCERA
Escama de dragón, diente de lobo,
momia de bruja, y tripas y mandíbula
de voraz tiburón; raíz de cicuta
cogida de la oscuridad;
hígados de judío blasfemo;
bilis de cabra, brotes de un abeto
arrancados en eclipse de luna;
labios de tártaro y nariz de turco,
dedo de niño que se ahogó en el parto
alumbrado en la fosa por perversa mujer;
haz el brebaje espeso, hazlo viscoso.
Y echa tripas de tigre,
como nuevo ingrediente, en el caldero.
TODAS
Dobla, dobla, trabajo y afán.
Avívate, fuego, y tú, caldero, hierve.
BRUJA SEGUNDA
Que te enfríe la sangre del simio;
que el hechizo seguro así funcionará.