Esta semana, la de Todos los Santos (Halloween, no, soy demasiado viejo para eso, o de otra cultura o generación), vamos a ir subiendo relatos o cuentos sobre muertos o fantasmas.
Comenzamos con este fragmento de la novela de Gonzalo Moure
¿Qué pasó aquella noche, en El Risón?
En realidad no puedo responder con claridad. ¿Pasó, siquiera? He
contado pocas veces todo esto y, con tanto detalle, ninguna. Me he referido en
muchas ocasiones, sí, a lo que llovió. Fueron las peores inundaciones que se
recuerdan en la comarca, y pocos de los que ya vivían han olvidado la fecha,
siquiera aproximada. También he hablado alguna vez del ambiente, tan intenso y
romántico, de El Risón. Estaba rondando los quince años, y leía mucho, y creo
que bien, todo lo que hay que leer con quince años. Los personajes de Pío
Baroja, Salgari, Poe, Stvenson, Mary Shelley o Emily Brönte, me acompañaban a
todas horas, y supongo que también en la noche de Castroniebla. Eran tiempos en
los que aún se contaban historias en las cocinas, y en las noches sin luz
eléctrica se tenía por costumbre que esas historias fueran de muertos y
aparecidos, de la Santa Compaña y de cementerios. ¿Oí todo lo que estoy
contando en El Risón, o se ha ido construyendo en mi mente a partir de simples
anécdotas que escuchara de labios de los pobres marineros atrapados por la
galerna, por otras leyendas? La lluvia, la furia de la ría, el interior lúgubre
del chigre, las sombras violentas proyectadas sobre las paredes por la luz del
petromax, el tabaco, el aguardiente…
Reconozco que guardo recuerdos imposibles de mi infancia, incluso
alguno de antes de nacer: son criaturas de mi mente, sin duda. ¿Por qué no
podría serlo también lo que viví allí, en El Risón? A veces, cuando lo pienso,
quiero ser realista, y decirme a mí mismo que la muchacha pálida era una simple
niña, guapa y lánguida, que había acabado allí por algún azar semejante al mío,
que Sabel el Carbonero no hizo más que contar una vieja leyenda de un faro
invadido por las ratas tras un naufragio, y que el marino alargado era nada más
que un oficial que, esperando que amainara la tormenta, refirió una historia
morbosa, para hacer más llevaderas sus horas y las nuestras. ¿Contó lo que
recuerdo que me dispongo a escribir? Yo, juraría que sí. Si no fuera así,
habría vivido toda mi vida equivocado.
Porque lo que yo recuerdo es que al cabo de unos minutos en los
que los refugiados en la taberna volvieron a sus conversaciones, alguien, puede
que el mismo marinero del dedo mocho, invitó al marino alargado a contar su
historia:
“Ha dicho usted algo muy interesante, pero yo veo que usted está
aquí como nosotros, y que fuma y bebe como nosotros. No me parece que sea usted
un fantasma, la verdad.”
Intentó firmar su pulla con una risa, pero sonó tan aislada y
extemporánea que la sofocó él mismo, a la mitad.
El marino alargado levantó despacio sus ojos helados hacia los del
que había hablado y reído, y pareció por un momento que no iba a responder. La
muchacha pálida estaba expectante también, y su compañero de mesa sonreía. Era
la suya una sonrisa suficiente, algo cínica, y a mí me resultó irritante. En un
momento susurró algo cerca del oído de la muchacha, y esta devolvió la
confidencia con un mohín y una mirada desvaída. Pero pronto volvió a clavar sus
ojos en la nuca del marino alargado.
Yo creo que fue el dueño de la taberna el que consiguió que
hablara, porque sin que nadie se lo pidiera se acercó a la mesa y le renovó el
vaso.
El marino alargado ni siquiera dio las gracias. Tomó el vaso, bebió
un sorbo, se secó los labios y lo volvió a decir:
-Sí, mi propio fantasma.
Gonzalo Moure
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