Dentro de
escasos minutos ocupará con elegancia su lugar ante el piano. Va a recibir con
una inclinación casi imperceptible el ruidoso homenaje del público. Su vestido,
cubierto con lentejuelas, brillará como si la luz reflejara sobre él el
acelerado aplauso de las ciento diecisiete personas que llenan esta pequeña y
exclusiva sala, en la que mis amigos aprobarán o rechazarán—no lo sabré
nunca—sus intentos de reproducir la más bella música, según creo, del mundo.
Lo creo, no lo
sé. Bach, Mozart, Beethoven. Estoy acostumbrado a oír que son insuperables y yo
mismo he llegado a imaginarlo. Y a decir que lo son. Particularmente preferiría
no encontrarme en tal caso. En lo íntimo estoy seguro de que no me agradan y
sospecho que todos adivinan mi entusiasmo mentiroso.
Nunca he sido
un amante del arte. Si a mi hija no se le hubiera ocurrido ser pianista yo no
tendría ahora este problema. Pero soy su padre y sé mi deber y tengo que oírla
y apoyarla. Soy un hombre de negocios y sólo me siento feliz cuando manejo las
finanzas. Lo repito, no soy artista. Si hay un arte en acumular una fortuna y
en ejercer el dominio del mercado mundial y en aplastar a los competidores,
reclamo el primer lugar en ese arte.
La música es
bella, cierto. Pero ignoro si mi hija es capaz de recrear esa belleza. Ella
misma lo duda. Con frecuencia, después de las audiciones, la he visto llorar, a
pesar de los aplausos. Por otra parte, si alguno aplaude sin fervor, mi hija
tiene la facultad de descubrirlo entre la concurrencia, y esto basta para que
sufra y lo odie con ferocidad de ahí en adelante. Pero es raro que alguien
apruebe fríamente. Mis amigos más cercanos han aprendido en carne propia que la
frialdad en el aplauso es peligrosa y puede arruinarlos. Si ella no hiciera una
señal de que considera suficiente la ovación, seguirían aplaudiendo toda la
noche por el temor que siente cada uno de ser el primero en dejar de hacerlo. A
veces esperan mi cansancio para cesar de aplaudir y entonces los veo cómo vigilan
mis manos, temerosos de adelantárseme en iniciar el silencio. Al principio me
engañaron y los creí sinceramente emocionados: el tiempo no ha pasado en balde
y he terminado por conocerlos. Un odio continuo y creciente se ha apoderado de
mí. Pero yo mismo soy falso y engañoso. Aplaudo sin convicción. Yo no soy un
artista. La música es bella, pero en el fondo no me importa que lo sea y me
aburre. Mis amigos tampoco son artistas Me gusta mortificarlos, pero no me
preocupan.
Son otros los
que me irritan. Se sientan siempre en las primeras filas y a cada instante
anotan algo en sus libretas. Reciben pases gratis que mi hija escribe con
cuidado y les envía personalmente. También los aborrezco. Son los periodistas.
Claro que me temen y con frecuencia puedo comprarlos. Sin embargo, la
insolencia de dos o tres no tiene límites y en ocasiones se han atrevido a
decir que mi hija es una pésima ejecutante. Mi hija no es una mala pianista. Me
lo afirman sus propios maestros. Ha estudiado desde la infancia y mueve los dedos
con más soltura y agilidad que cualquiera de mis secretarias. Es verdad que
raramente comprendo sus ejecuciones, pero es que yo no soy un artista y ella lo
sabe bien.
La envidia es
un pecado detestable. Este vicio de mis enemigos puede ser el escondido factor
de las escasas críticas negativas. No sería extraño que alguno de los que en
este momento sonríen, y que dentro de unos instantes aplaudirán, propicie esos
juicios adversos. Tener un padre poderoso ha sido favorable y aciago al mismo
tiempo para ella. Me pregunto cuál sería la opinión de la prensa si ella no
fuera mi hija. Pienso con persistencia que nunca debió tener pretensiones
artísticas. Esto no nos ha traído sino incertidumbre e insomnio Pero nadie iba
ni siquiera a soñar, hace veinte años, que yo llegaría adonde he llegado. Jamás
podremos saber con certeza, ni ella ni yo, lo que en realidad es, lo que
efectivamente vale. Es ridícula, en un hombre como yo, esa preocupación.
Si no fuera
porque es mi hija confesaría que la odio. Que cuando la veo aparecer en el
escenario un persistente rencor me hierve en el pecho, contra ella y contra mí
mismo, por haberle permitido seguir un camino tan equivocado. Es mi hija,
claro, pero por lo mismo no tenía derecho a hacerme eso.
Mañana
aparecerá su nombre en los periódicos y los aplausos se multiplicarán en letras
de molde. Ella se llenará de orgullo y me leerá en voz alta la opinión
laudatoria de los críticos. No obstante, a medida que vaya llegando a los
últimos, tal vez a aquellos en que el elogio es más admirativo y exaltado,
podré observar cómo sus ojos irán humedeciéndose, y cómo su voz se apagará
hasta convertirse en un débil rumor, y cómo, finalmente, terminará llorando con
un llanto desconsolado e infinito. Y yo me sentiré, con todo mi poder, incapaz
de hacerla pensar que verdaderamente es una buena pianista y que Bach y Mozart
y Beethoven estarían complacidos de la habilidad con que mantiene vivo su
mensaje.
Ya se ha hecho
ese repentino silencio que presagia su salida. Pronto sus dedos largos y armoniosos
se deslizarán sobre el teclado, la sala se llenará de música, y yo estaré
sufriendo una vez más.
Augusto Monterroso
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