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GRIFO |
Nos acercamos
al sitio donde había trabajado Adelmo, todavía ocupado por los folios de un
salterio adornado con exquisitas miniaturas. Eran folia de finísimo vellum –el
príncipe de los pergaminos-, y el último aún estaba fijado a la mesa. Una vez
frotado con piedra pómez y ablandado con yeso, lo habían alisado con la plana
y, entre los pequeñísimos agujeritos practicados en los bordes con un estilo
muy fino, se habían trazado las líneas que servirían de guía para la mano del
artista. La primera mitad ya estaba cubierta de escritura, y el monje había empezado
a bosquejar las figuras de los márgenes. Los otros folios en cambio, estaban
acabados, y, al mirarlos, tanto a mí como a Guillermo nos fue imposible
contener un grito de admiración. Se trataba de un salterio en cuyos márgenes
podía verse la imagen de un mundo invertido respecto al que estamos habituados
a percibir. Como si en el umbral de un discurso que, por definición, es el
discurso de la verdad se desplegase otro discurso profundamente ligado a aquel por
sorprendentes alusiones in aenigmate, un discurso mentiroso que hablaba de un
mundo patas arriba, donde los perros huían de las liebres y los ciervos cazaban
leones. Cabecitas con garras de pájaro, animales con manos humanas que les
salían del lomo, cabezas de cuya cabellera surgían pies, dragones cebrados,
cuadrúpedos con cuellos de serpiente llenos de nudos inextricables, monos con
cuernos de ciervo, sirenas con forma de ave y alas membranosas insertas en la
espalda, hombres sin brazos y con otros cuerpos humanos naciéndoles por detrás
como jorobas, y figuras con una boca dentada en el vientre, hombres con cabeza
de caballo y caballos con piernas de hombre, peces con alas de pájaro y pájaros
con cola de pez, monstruos de un solo cuerpo y dos cabezas o de una sola cabeza
y dos cuerpos, vacas con cola de gallo y alas de rnariposa, mujeres con la cabeza
escamada como el lomo de un pez, quimeras bicéfalas entrelazadas con libélulas
de morro de lagartija,
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FENIX |
centauros, dragones, elefantes, mantícoras, seres con
pies enormes acostados en ramas de árbol, grifones de cuya cola surgía un
arquero en posición de ataque, criaturas diabólicas de cuello interminable,
series de animales antropomorfos y de enanos zoomorfos que se mezclaban, a
veces en la misma página, en una escena campestre, donde se veía representada,
con tanta vivacidad que las figuras daban la impresión de estar vivas, toda la
vida del campo, labradores, recolectores de frutas, cosechadores, hilanderas,
sembradores, junto a zorros y garduñas armadas con ballestas que trepaban por
las murallas de una ciudad defendida por monos. Aquí una L inicial cuya rama
inferior engendraba un dragón; allá una V de verba, lanzaba como zarcillo
natural de su tronco una serpiente de mil volutas, de las que surgían a su vez
otras serpientes cual pámpanos y corimbos. Junto al salterio había un exquisito
libro de horas, acabado evidentemente hacía poco, de dimensiones tan pequeñas
que hubiera podido caber en la palma de la mano. Las letras eran reducidísimas
y las miniaturas de los márgenes apenas podían percibirse a simple vista: el
ojo debía acercarse a ellas para descubrir toda su belleza (uno se preguntaba
con qué instrumento sobrehumano las había pintado el miniaturista para
conseguir efectos de tal vivacidad en un espacio tan exiguo). Los márgenes del
libro estaban totalmente invadidos por figuras diminutas que surgían, casi como
desarrollos naturales, de las volutas en que acababa el espléndido dibujo de
las letras: sirenas marinas, ciervos espantados; quimeras, torsos humanos sin
brazos, que surgían como lombrices del cuerpo mismo de los versículos. En un
sitio, como una especie de continuación de los tres Sanctus, Sanctus, Sanctus,
repetidos en tres líneas diferentes, se veían tres figuras animalescas con
cabezas humanas, dos de las cuales aparecían torcidas hacia arriba y hacia
abajo respectivamente para unirse en un beso que no habría dudado en calificar
de inverecundo si no hubiese estado convencido de que, aunque no evidente,
debía existir una profunda justificación espiritual para que aquella imagen
figurara en ese sitio.
Umberto
Eco, El Nombre de la Rosa
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