En esta carpa,
suspendidas en el aire por encima de ti, hay varias personas. Son acróbatas,
trapecistas y equilibristas, iluminados por decenas de resplandecientes
farolillos que cuelgan del techo de la carpa como si fuesen planetas o estrellas.
No hay ninguna
red.
Sigues la
actuación desde esa precaria posición estratégica: justo debajo de los
artistas, sin nada entre tú y ellos.
Hay muchachas
con trajes de plumas que giran a distintas alturas, colgadas de cintas que
ellas mismas manejan. Como marionetas que controlan sus propias cuerdas.
Hay sillas
normales, con sus patas y respaldo, que hacen las veces de trapecios.
Y esferas
parecidas a jaulas de pájaros, que suben y bajan mientras uno o varios
equilibristas salen del interior y se colocan de pie en la parte superior o se
cuelgan de los barrotes de la parte inferior.
En el centro
mismo de la carpa se encuentra un hombre vestido de esmoquin. Cuelga de una de
las piernas, que está atada a una cuerda plateada, y tiene las manos unidas a la
espalda. Empieza a moverse, tremendamente despacio. Extiende los brazos a los
lados, primero uno y luego el otro, hasta que deja que cuelguen por debajo de
la cabeza.
Y entonces,
empieza a girar. Más y más rápido, hasta que se convierte en una mancha borrosa
atada al extremo de una cuerda.
Se detiene, de
golpe, y cae. El público se aparta y deja a la vista, justo debajo del hombre,
un fragmento de suelo duro y desnudo.
No te atreves
a mirar. Ni tampoco a apartar la mirada. Y entonces, el hombre se detiene justo
a la altura de los ojos de los espectadores. Suspendido de esa cuerda plateada
que ahora parece increíblemente larga. Lleva un sombrero de copa que permanece
intacto y tiene los brazos tranquilamente pegados a los costados.
En el instante
en que el público empieza a recobrarse, el hombre extiende una mano enguantada
y se quita el sombrero. Luego dobla el cuerpo por la cintura y saluda con una
teatral reverencia invertida.
Erin Morgenstern, El Circo de la Noche
PREMIO ALEX 2012
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