domingo, 30 de mayo de 2021

MISTER HYDE APARECE

 

Volvía yo a casa desde el quinto pino, una oscura madrugada de invierno, a eso de las tres, y mi camino me llevó por una zona de la ciudad donde no había literalmente nada más que farolas. Calle tras calle, y todo el mundo durmiendo. Calle tras calle, decía, y las farolas iluminadas como si fuera a pasar una procesión, aunque todo estaba desierto como una iglesia. Bueno, pues me sumí en ese estado en el que uno escucha y escucha y empieza a tener ganas de encontrarse con un policía. De repente vi dos figuras: la de un hombre pequeño que andaba con mucho brío y la de una niña de unos ocho o diez años que corría con todas sus fuerzas por una calle transversal. Pues bien, amigo mío, al llegar a la esquina chocaron el uno con la otra, como es lógico. Y aquí viene la parte horrorosa, y es que el hombre, después de arrollarla, la pisoteó, sin inmutarse, y la dejó gritando en el suelo. Así contado no parece nada, pero verlo fue espeluznante. Más que un hombre parecía un Juggernaut. Di la voz de alarma, salí corriendo, agarré del cuello a mi caballero y lo llevé de nuevo donde la niña seguía gritando, para entonces rodeada de un buen grupo de personas. El desconocido estaba completamente tranquilo y no opuso resistencia, pero me dirigió una mirada terrorífica y me puse a sudar a chorros. Resultó que aquellas personas eran la familia de la niña, y poco después llegó el médico al que habían avisado. Bueno, la niña no había sufrido daños graves, aparte del susto, según el matasanos. Y quizá creas que ahí acabó todo, pero no fue así. Se dio una curiosa circunstancia. El caballero me había parecido repugnante a simple vista. Y lo mismo le ocurrió a la familia de la niña, como es natural. Pero fue la reacción del médico lo que me llamó la atención. Era el clásico curalotodo normal y corriente, de edad y aspecto indefinidos, con marcado acento de Edimburgo y la misma sensibilidad que un trozo de madera. Era como cualquiera de nosotros, pero cada vez que miraba a mi prisionero, veía yo que el matasanos se ponía enfermo y blanco, de las ganas de matarlo que tenía. Cada uno de nosotros sabía lo que pensaba el otro, pero, como matarlo era impensable, hicimos cuanto pudimos dadas las circunstancias. Amenazamos al individuo con organizar un escándalo capaz de arrastrar su nombre por el fango de punta a punta de Londres. Le dijimos que, si aún conservaba alguna amistad o algún prestigio, ya nos encargaríamos nosotros de que los perdiera. Y, a la vez que le poníamos de vuelta y media, hacíamos lo posible por tranquilizar a las mujeres, que querían atacarlo como arpías. En la vida había visto yo un círculo de rostros más llenos de odio, y en su centro aquel hombre, con una especie de frialdad honda y despectiva (aunque se le veía también asustado), pero sobrellevando la situación como un verdadero Satán.

»—Si lo que quieren es sacar partido de este accidente —dijo—, naturalmente me tienen en sus manos. Un caballero siempre procura evitar el escándalo. Díganme cuánto quieren.

»Así que le apretamos las tuercas hasta que le sacamos cien libras para la familia de la niña. Era evidente que no le hacía ninguna gracia, pero vio que podíamos hacerle daño y terminó por acceder. Lo siguiente era darnos el dinero. Y ¿qué crees que hizo entonces? Pues nos llevó precisamente a esa puerta: sacó una llave, entró y salió poco después con diez libras en monedas de oro y un cheque extendido contra la banca Coutts, por valor de la cantidad restante, al portador y firmado con un nombre que no puedo decir, aun cuando esta sea una de las claves de mi historia, porque se trata de un personaje muy conocido y frecuente en los medios impresos. La cifra era alta, pero la firma, si es que era auténtica, valía mucho más. Me tomé la libertad de señalar al caballero en cuestión que todo aquel asunto me parecía sospechoso y que un hombre, en la vida real, no entra por la puerta de un sótano a las cuatro de la madrugada y sale con un cheque que lleva estampado el nombre de otro por un valor cercano a las cien libras. Pero se mostró de lo más tranquilo y desdeñoso.

»—No se preocupen —dijo—. Me quedaré con ustedes hasta que abran los bancos y yo mismo cobraré el cheque.

»Conque nos marchamos los cuatro: el médico, el padre de la niña, nuestro amigo y yo, y pasamos lo que quedaba de la noche en mis habitaciones. Ya de día, después de desayunar, fuimos todos al banco. Yo mismo entregué el cheque diciendo que tenía fundadas razones para creer que era falso. Ni muchísimo menos. El cheque era auténtico.

»Es una historia sin pies ni cabeza. Porque mi hombre era un tipejo con el que nadie querría relacionarse, un hombre en verdad muy dañino, mientras que quien había extendido el cheque es un dechado de virtudes, famoso además, y (para colmo de males) una de esas personas que se dedican a hacer lo que llaman el bien. Un chantaje, me figuro; un hombre honrado obligado a pagar por algún desliz cometido en su juventud. (…)


»El caballero que arrolló a la niña se llamaba Hyde. No es fácil describirlo. Hay algo raro en su apariencia, algo desagradable, algo directamente detestable. Nunca he visto un hombre que me pareciera tan repulsivo, y, al mismo tiempo, no sé por qué. Debe de tener alguna deformidad. Da la sensación de que tiene alguna deformidad, pero no sabría decir cuál. Tiene un aspecto muy extraño y al mismo tiempo en realidad no puedo señalar nada que se salga de lo normal. No, señor. No veo por dónde cogerlo. No puedo describirlo. Y no es por falta de memoria, pues te aseguro que ahora mismo lo estoy viendo.

Robert Louis Stevenson, El Doctor Jeckyll y Mister Hyde

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