miércoles, 19 de mayo de 2021

GUSTOS

 

Lytten miró de reojo a sus compañeros y sonrió brevemente. Al igual que él, la mayoría rondaba los cincuenta; todos ellos tenían ese aspecto cansado y desaliñado característico de su profesión. A ninguno le preocupaba mucho la elegancia en el vestir; preferían los trajes de tweed desgastados por el uso y los zapatos cómodos. Tenían el cuello de la camisa deshilachado, salvo aquéllos a los que su esposa le daba la vuelta antes de admitir que no se podía hacer nada más. A las americanas les cosían coderas de piel para alargarles la vida; la mayoría lucía unos calcetines que habían sido zurcidos con cuidado y de manera repetida. Lytten suponía que eran sus mejores amigos, gente a la que, en algunos casos, conocía desde hacía décadas. Sin embargo, no los consideraba amigos, ni siquiera colegas. La verdad es que no sabía qué eran. Simplemente formaban parte de su vida: las personas con las que pasaba el sábado, después de que algunos acudiesen a la biblioteca y otros dedicaran una o dos horas a la enseñanza.

Todos ellos tenían una pasión secreta, que ocultaban bien a la mayor parte del mundo. Les gustaban los relatos. Algunos sentían debilidad por las historias de detectives y poseían montones de Penguin de lomo verde escondidos tras libros encuadernados en piel de historia anglosajona o filosofía clásica. Otros sentían un amor igual de ardiente e ilícito por la ciencia ficción, y nada les agradaba más que aovillarse con un relato de una exploración interestelar entre las clases sobre la evolución y la acogida que tenía la novela rusa del siglo XIX. Unos cuantos preferían los libros de espías y las novelas de aventuras, ya fuesen de Rider Haggard o Buchan o (para los más disolutos) James Bond.

Lytten mostraba una inclinación por las historias fantásticas de tierras imaginarias, habitadas (si es que ésta era la palabra) por dragones y trols y trasgos. Había sido eso lo que lo había movido, hacía ya muchos años, a buscar la compañía de Lewis y Tolkien.

Se trataba de un interés que se había apoderado de él cuando tenía trece años, cuando se vio postrado en la cama durante cuatro meses con sarampión, luego paperas y después varicela. De manera que leyó. Y leyó y leyó. No había otra cosa que hacer; ni siquiera contaba aún con un aparato en el que pudiera escuchar la radio. Si su madre no paraba de llevarle obras respetables y edificantes, su padre le pasaba de tapadillo cosas disparatadas. Historias de caballeros y bellas doncellas, de dioses y diosas, de búsquedas y aventuras. Él leía y después se acostaba y soñaba, mejorando los relatos allí donde pensaba que el autor se había quedado corto. Los dragones se tornaban más desagradables; las mujeres, más avispadas; los hombres, menos aburridos y virtuosos.

Al final acabó escribiendo él las historias, pero siempre se mostraba reticente a enseñarlas. Fue a la guerra, después entró a formar parte del mundo académico, un intelectual sobresaliente, y las historias quedaron sin terminar. Además, resultaba muy sencillo criticar el trabajo de los demás, pero descubrió que en realidad era bastante arduo contar una historia. Sus primeras tentativas no fueron mucho mejores que aquéllas a las que sacaba faltas con tanta facilidad.

Poco a poco fue forjando una nueva ambición, y ésa era la que en ese momento, un tranquilo sábado de octubre de 1960, se disponía a revelar en todo su esplendor a sus amigos en el pub. Se había pasado años analizando las obras de los demás; ahora, después de que lo pincharan tanto, le había llegado su turno.

Confiaba en que reaccionaran con interés. A lo largo de los años, los miembros habían ido yendo y viniendo, y los mejores se habían ido: Lewis estaba enfermo en Cambridge, Tolkien se había jubilado, demasiado famoso y demasiado mayor para escribir más. Los echaba de menos, le habría gustado ver la cara que ponía Lewis.

—Muy bien, caballeros, si tienen la amabilidad de dejar lo que están bebiendo y prestar atención, les contaré.

Iain Pears, Arcadia

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