Lytten miró de
reojo a sus compañeros y sonrió brevemente. Al igual que él, la mayoría rondaba
los cincuenta; todos ellos tenían ese aspecto cansado y desaliñado
característico de su profesión. A ninguno le preocupaba mucho la elegancia en
el vestir; preferían los trajes de tweed desgastados por el uso y los zapatos
cómodos. Tenían el cuello de la camisa deshilachado, salvo aquéllos a los que
su esposa le daba la vuelta antes de admitir que no se podía hacer nada más. A
las americanas les cosían coderas de piel para alargarles la vida; la mayoría
lucía unos calcetines que habían sido zurcidos con cuidado y de manera
repetida. Lytten suponía que eran sus mejores amigos, gente a la que, en
algunos casos, conocía desde hacía décadas. Sin embargo, no los consideraba amigos,
ni siquiera colegas. La verdad es que no sabía qué eran. Simplemente formaban
parte de su vida: las personas con las que pasaba el sábado, después de que
algunos acudiesen a la biblioteca y otros dedicaran una o dos horas a la
enseñanza.
Todos ellos
tenían una pasión secreta, que ocultaban bien a la mayor parte del mundo. Les
gustaban los relatos. Algunos sentían debilidad por las historias de detectives
y poseían montones de Penguin de lomo verde escondidos tras libros
encuadernados en piel de historia anglosajona o filosofía clásica. Otros
sentían un amor igual de ardiente e ilícito por la ciencia ficción, y nada les
agradaba más que aovillarse con un relato de una exploración interestelar entre
las clases sobre la evolución y la acogida que tenía la novela rusa del siglo
XIX. Unos cuantos preferían los libros de espías y las novelas de aventuras, ya
fuesen de Rider Haggard o Buchan o (para los más disolutos) James Bond.
Lytten
mostraba una inclinación por las historias fantásticas de tierras imaginarias,
habitadas (si es que ésta era la palabra) por dragones y trols y trasgos. Había
sido eso lo que lo había movido, hacía ya muchos años, a buscar la compañía de
Lewis y Tolkien.
Se trataba de
un interés que se había apoderado de él cuando tenía trece años, cuando se vio
postrado en la cama durante cuatro meses con sarampión, luego paperas y después
varicela. De manera que leyó. Y leyó y leyó. No había otra cosa que hacer; ni
siquiera contaba aún con un aparato en el que pudiera escuchar la radio. Si su madre
no paraba de llevarle obras respetables y edificantes, su padre le pasaba de
tapadillo cosas disparatadas. Historias de caballeros y bellas doncellas, de
dioses y diosas, de búsquedas y aventuras. Él leía y después se acostaba y
soñaba, mejorando los relatos allí donde pensaba que el autor se había quedado
corto. Los dragones se tornaban más desagradables; las mujeres, más avispadas;
los hombres, menos aburridos y virtuosos.
Al final acabó
escribiendo él las historias, pero siempre se mostraba reticente a enseñarlas.
Fue a la guerra, después entró a formar parte del mundo académico, un
intelectual sobresaliente, y las historias quedaron sin terminar. Además,
resultaba muy sencillo criticar el trabajo de los demás, pero descubrió que en
realidad era bastante arduo contar una historia. Sus primeras tentativas no
fueron mucho mejores que aquéllas a las que sacaba faltas con tanta facilidad.
Poco a poco
fue forjando una nueva ambición, y ésa era la que en ese momento, un tranquilo
sábado de octubre de 1960, se disponía a revelar en todo su esplendor a sus
amigos en el pub. Se había pasado años analizando las obras de los demás;
ahora, después de que lo pincharan tanto, le había llegado su turno.
Confiaba en
que reaccionaran con interés. A lo largo de los años, los miembros habían ido
yendo y viniendo, y los mejores se habían ido: Lewis estaba enfermo en
Cambridge, Tolkien se había jubilado, demasiado famoso y demasiado mayor para
escribir más. Los echaba de menos, le habría gustado ver la cara que ponía Lewis.
—Muy bien,
caballeros, si tienen la amabilidad de dejar lo que están bebiendo y prestar
atención, les contaré.
Iain
Pears, Arcadia
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