jueves, 27 de mayo de 2021

EL MENSAJERO DE LOS DIOSES

 

Al abrir los ojos sintió un mareo y tuvo que apoyarse en la pared mientras sus puños se cerraban convulsivamente sobre las extrañas barras a las que se agarraba.

Paseó la vista por los alrededores con la esperanza de que el paisaje familiar lograra tranquilizarlo, pero tuvo que cerrar los ojos de nuevo, asustado. No había montañas. Ni árboles. Ni mar. Y el cielo era blanco, aunque se notaba en el ambiente que estaba a punto de hacerse de noche.

No reconocía nada. Absolutamente nada.

Se forzó a inspirar hondo, a concentrarse en ralentizar los latidos de su corazón que sonaba en su pecho como el galope de un caballo. El aire era tan frío que sintió una punzada en las sienes y tuvo que volver a la respiración superficial.

¿Qué le estaba pasando?

¿Dónde estaba?

No tenía más que abrir los ojos y verlo, pero no se atrevía. La simple idea de mirar a su alrededor le aterrorizaba.

Volvió a apretar las manos para sentir la solidez de lo que fuera que estaba tocando. No sabía qué era, pero sabía que estaba ahí y que no era amenazador. Su corazón seguía palpitando como un tambor enloquecido.

¿De qué tenía tanto miedo? ¿De abrir los ojos?

¿Por qué? ¿Qué había visto?

Intentó recordar mientras seguía con el hombro firmemente apoyado en una pared sólida y helada y los ojos fuertemente cerrados, como las manos.

Gente. Mucha gente a su alrededor. Demasiada. Suelo empedrado. Edificios muy altos. Demasiado altos. Extraños.

Estaba en una ciudad.

Estaba en una ciudad y eso era bueno, porque en las ciudades el grado de civilización es más alto, los habitantes están acostumbrados a los forasteros y nadie se mete con nadie a menos que su comportamiento sea muy llamativo.

Dejó que su mente le diera un par de vueltas al pensamiento que acababa de formular. Sacó la conclusión de que él debía de ser forastero en la ciudad. Por eso había pensado de esa manera. Pero no recordaba dónde estaba ni de dónde venía.

Se esforzó por identificar la lengua que sonaba a su alrededor. No solo era incomprensible, sino que tenía la sensación de que no era solo una, sino muchas. Le llegaban retazos de conversaciones, risas, lloriqueo de bebés, los ladridos de un perro, fragmentos de un discurso que alguien pronunciaba en un idioma desconocido..., todo sobrepuesto a un fragor constante, un rumor profundo como de olas, o más bien de ruedas. De muchas ruedas que giraran ininterrumpidamente sobre un suelo liso, como bolas de mármol sobre mármol.

Pájaros no había. Ni sonaba el viento entre los árboles. Pero el sonido de base, aunque solo aproximadamente, era el de una ciudad, el de una plaza en día de mercado. Algo conocido. Aunque la gente vistiera de un modo tan extraño como le había parecido antes de cerrar los ojos.

—¿Estás bien? —oyó de pronto a su lado, comprendiendo repentinamente la pregunta aunque sabía que la lengua no era la suya propia—. ¿Necesitas ayuda?

Abrió los ojos.

Una muchacha muy joven, bonita, de pelo castaño cubierto por un gorro blanco con una borla en la coronilla, lo miraba con cierta preocupación. Olía bien. A flores.

—Sí. No —se oyó decir, maravillándose a sí mismo—. Gracias. Ya se me está pasando. He salido de casa sin comer nada y me ha dado una especie de mareo, pero ya estoy bien.

Detrás de la chica, sirviéndole de marco, se veía una construcción enorme, de piedra gris tallada con figuras, con una altísima torre acabada en pico y un tejado empinadísimo cubierto de piedras de color, formando un mosaico geométrico. «Una catedral», dijo algo en su interior. «Un templo.»

En ese momento llegó otra chica de la misma edad, pero con el pelo tan rubio que parecía hecho de una paja muy fina; se acercó a su amiga y se le colgó del brazo sin dejar de mirarlo con una sonrisa.

—Ya estoy bien —insistió él—. En serio. Gracias por preocuparte, pero no es nada.

—Entonces ya podemos irnos —dijo la recién llegada, dándole un tirón—. ¡Venga, Lessa, vámonos!

No comprendía cómo, pero sabía que la chica morena se llamaba Celeste, o algo muy parecido, aunque su amiga la llamaba Lessa. La rubia era Susanne y todo el mundo la llamaba Nanni.

Con una última sonrisa, se separaron. Las muchachas se alejaron de él, con las cabezas juntas, seguramente comentando qué podía haberle pasado al chico guapo de la bicicleta. Las vio marchar, aunque algo de ellas, una especie de hilo rojo hecho de niebla que surgía de Lessa, se quedó enganchado a él; lo veía serpenteando entre la gente que llenaba la amplia calle. Podría encontrarlas si lo necesitaba.

Se miró las manos, que seguían agarrando las dos barras como si de ello dependiera su vida, y se dio cuenta de que, efectivamente, se trataba del manillar de una bicicleta. Grande. Azul claro. De metal. Con dos bolsas a los costados llenas de paquetes y sobres. Separó una mano y se la llevó a la cabeza. Llevaba casco, como un soldado; un casco extraordinariamente ligero. Amarillo.

Se lo quitó y lo observó con detenimiento. «Plástico», se dijo.

Estaban empezando a caer grandes copos de nieve, muy lentos, que se iban posando sobre las superficies heladas y, con bastante rapidez, iban cubriéndolo todo de blanco. El cielo se oscurecía por momentos y las luces empezaban a encenderse a su alrededor, aunque algo en su interior le decía que no era muy tarde. Las luces eran muy brillantes, de colores, y no humeaban.

El frío era cada vez más intenso. Tenía que moverse.

Metió las manos en los bolsillos del anorak y encontró unos guantes de cuero. Se los puso. Volvió a ponerse el casco y, con mucho cuidado, montó en la bicicleta, dejando que fuera su cuerpo y no su mente el que decidiera cómo hacerlo. No hubo problema. Su cuerpo recordaba.

Dobló por una calle lateral, dejando atrás la catedral. Algo en su interior sabía cómo moverse, cómo esquivar los otros vehículos más grandes, más pesados —coches— que le salían al paso.

«Estoy en Viena.» La idea le llegó como desde la nada, y en la misma lengua que había hablado con la muchacha: alemán.

«Esto es Viena. Austria. Europa central. ¡Qué curioso! Europa... La catedral es Sankt Stephan. Si sigo por esta calle, llegaré al Ring. Tengo que ir a la Neubaugasse a entregar un paquete.»

Poco a poco todas las piezas iban cayendo en su lugar, pero muy lentamente, como si tuvieran que atravesar una jarra de miel antes de caer al fondo.

«Ahora sabes dónde estás y adónde te diriges», se dijo a sí mismo en alemán, mientras pedaleaba cuesta arriba junto al Museums Quartier. «Eso no está mal, pero la pregunta crucial es... ¿quién eres?»

Curiosamente, a pesar de que sabía que era una pregunta importante, no le parecía tan espantoso no ser capaz de contestarla. Ya le acudiría, como había sucedido con lo demás. De algún modo impreciso, sabía que no era la primera vez que le pasaba algo así. Todo llegaría.

«Piensa un poco», se dijo con parte de su mente mientras la otra parte se concentraba en buscar el número correcto. «¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?»

Desmontó de la bici, comprobó la lista que llevaba y llamó al timbre.

—¿Sí? —preguntó una voz distorsionada que salía de una cajita de plástico gris. El interfono.

—Mensajero —se oyó decir, en respuesta tanto a la pregunta del desconocido como a la propia.

La palabra lo hizo sonreír. Ahora sabía quién era. Era un mensajero. Entre otras cosas. Siempre lo había sido.

Subió los cuatro pisos a toda velocidad, sin sentir apenas el esfuerzo, con pies tan ligeros como si llevara alas en ellos.

—Firme aquí.

Era una mujer de mediana edad que en su juventud debía de haber sido realmente hermosa. Tenía los ojos tan azules que no parecían naturales y el pelo del color del trigo maduro. Su figura seguía siendo esbelta, aunque tenía curvas en todos los lugares apropiados.

—Firme aquí, haga el favor —tuvo que insistir porque la señora se había quedado mirándolo fijamente, como si se estuviera esforzando en averiguar si lo conocía o de qué podía conocerlo.

Detrás de ella, en el pasillo, un enorme espejo de marco dorado los reflejaba a los dos: la espalda de ella, el rostro de él, ovalado, con el pelo más bien largo, castaño claro, barba corta, frente amplia, nariz griega, ojos oscuros y brillantes. Aparentaba unos veinticinco años.

La mujer firmó, tomó el paquete, que apenas si pesaba nada, lo dejó sobre la consola —Amazon, leyó; «¡qué curioso!, ¿un paquete enviado por una amazona?»— y le tendió una moneda que él se metió en el bolsillo sin mirarla, distraído como estaba con su reflejo.

No se reconocía a sí mismo, pero su imagen no le era desconocida. Quizá si seguía mirándose acabaría por averiguar su nombre y su identidad.

—Gracias, señora. ¡Hasta otro servicio! —las palabras salían automáticamente, sin su intervención—. Vuelva a usar Hermes cuando necesite mensajeros de confianza.

La mujer cerró la puerta con suavidad y él se quedó contemplando la mirilla dorada, un ojo brillante en la oscuridad.

Hermes.

Ahora sabía quién era.

Ahora sabía a qué había venido.

Elia Barceló, Por ti Daré mi Vida

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