Al abrir los ojos sintió un mareo y tuvo que apoyarse en la pared
mientras sus puños se cerraban convulsivamente sobre las extrañas barras a las
que se agarraba.
Paseó la vista por los alrededores con la esperanza de que el
paisaje familiar lograra tranquilizarlo, pero tuvo que cerrar los ojos de
nuevo, asustado. No había montañas. Ni árboles. Ni mar. Y el cielo era blanco, aunque
se notaba en el ambiente que estaba a punto de hacerse de noche.
No reconocía nada. Absolutamente nada.
Se forzó a inspirar hondo, a concentrarse en ralentizar los
latidos de su corazón que sonaba en su pecho como el galope de un caballo. El
aire era tan frío que sintió una punzada en las sienes y tuvo que volver a la
respiración superficial.
¿Qué le estaba pasando?
¿Dónde estaba?
No tenía más que abrir los ojos y verlo, pero no se atrevía. La
simple idea de mirar a su alrededor le aterrorizaba.
Volvió a apretar las manos para sentir la solidez de lo que fuera
que estaba tocando. No sabía qué era, pero sabía que estaba ahí y que no era
amenazador. Su corazón seguía palpitando como un tambor enloquecido.
¿De qué tenía tanto miedo? ¿De abrir los ojos?
¿Por qué? ¿Qué había visto?
Intentó recordar mientras seguía con el hombro firmemente apoyado
en una pared sólida y helada y los ojos fuertemente cerrados, como las manos.
Gente. Mucha gente a su alrededor. Demasiada. Suelo empedrado.
Edificios muy altos. Demasiado altos. Extraños.
Estaba en una ciudad.
Estaba en una ciudad y eso era bueno, porque en las ciudades el
grado de civilización es más alto, los habitantes están acostumbrados a los
forasteros y nadie se mete con nadie a menos que su comportamiento sea muy
llamativo.
Dejó que su mente le diera un par de vueltas al pensamiento que
acababa de formular. Sacó la conclusión de que él debía de ser forastero en la
ciudad. Por eso había pensado de esa manera. Pero no recordaba dónde estaba ni
de dónde venía.
Se esforzó por identificar la lengua que sonaba a su alrededor. No
solo era incomprensible, sino que tenía la sensación de que no era solo una,
sino muchas. Le llegaban retazos de conversaciones, risas, lloriqueo de bebés,
los ladridos de un perro, fragmentos de un discurso que alguien pronunciaba en
un idioma desconocido..., todo sobrepuesto a un fragor constante, un rumor
profundo como de olas, o más bien de ruedas. De muchas ruedas que giraran
ininterrumpidamente sobre un suelo liso, como bolas de mármol sobre mármol.
Pájaros no había. Ni sonaba el viento entre los árboles. Pero el
sonido de base, aunque solo aproximadamente, era el de una ciudad, el de una
plaza en día de mercado. Algo conocido. Aunque la gente vistiera de un modo tan
extraño como le había parecido antes de cerrar los ojos.
—¿Estás bien? —oyó de pronto a su lado, comprendiendo repentinamente
la pregunta aunque sabía que la lengua no era la suya propia—. ¿Necesitas
ayuda?
Abrió los ojos.
Una muchacha muy joven, bonita, de pelo castaño cubierto por un
gorro blanco con una borla en la coronilla, lo miraba con cierta preocupación.
Olía bien. A flores.
—Sí. No —se oyó decir, maravillándose a sí mismo—. Gracias. Ya se
me está pasando. He salido de casa sin comer nada y me ha dado una especie de
mareo, pero ya estoy bien.
Detrás de la chica, sirviéndole de marco, se veía una construcción
enorme, de piedra gris tallada con figuras, con una altísima torre acabada en
pico y un tejado empinadísimo cubierto de piedras de color, formando un mosaico
geométrico. «Una catedral», dijo algo en su interior. «Un templo.»
En ese momento llegó otra chica de la misma edad, pero con el pelo
tan rubio que parecía hecho de una paja muy fina; se acercó a su amiga y se le
colgó del brazo sin dejar de mirarlo con una sonrisa.
—Ya estoy bien —insistió él—. En serio. Gracias por preocuparte,
pero no es nada.
—Entonces ya podemos irnos —dijo la recién llegada, dándole un
tirón—. ¡Venga, Lessa, vámonos!
No comprendía cómo, pero sabía que la chica morena se llamaba
Celeste, o algo muy parecido, aunque su amiga la llamaba Lessa. La rubia era
Susanne y todo el mundo la llamaba Nanni.
Con una última sonrisa, se separaron. Las muchachas se alejaron de
él, con las cabezas juntas, seguramente comentando qué podía haberle pasado al
chico guapo de la bicicleta. Las vio marchar, aunque algo de ellas, una especie
de hilo rojo hecho de niebla que surgía de Lessa, se quedó enganchado a él; lo veía
serpenteando entre la gente que llenaba la amplia calle. Podría encontrarlas si
lo necesitaba.
Se miró las manos, que seguían agarrando las dos barras como si de
ello dependiera su vida, y se dio cuenta de que, efectivamente, se trataba del
manillar de una bicicleta. Grande. Azul claro. De metal. Con dos bolsas a los
costados llenas de paquetes y sobres. Separó una mano y se la llevó a la
cabeza. Llevaba casco, como un soldado; un casco extraordinariamente ligero.
Amarillo.
Se lo quitó y lo observó con detenimiento. «Plástico», se dijo.
Estaban empezando a caer grandes copos de nieve, muy lentos, que
se iban posando sobre las superficies heladas y, con bastante rapidez, iban
cubriéndolo todo de blanco. El cielo se oscurecía por momentos y las luces
empezaban a encenderse a su alrededor, aunque algo en su interior le decía que
no era muy tarde. Las luces eran muy brillantes, de colores, y no humeaban.
El frío era cada vez más intenso. Tenía que moverse.
Metió las manos en los bolsillos del anorak y encontró unos
guantes de cuero. Se los puso. Volvió a ponerse el casco y, con mucho cuidado,
montó en la bicicleta, dejando que fuera su cuerpo y no su mente el que
decidiera cómo hacerlo. No hubo problema. Su cuerpo recordaba.
Dobló por una calle lateral, dejando atrás la catedral. Algo en su
interior sabía cómo moverse, cómo esquivar los otros vehículos más grandes, más
pesados —coches— que le salían al paso.
«Estoy en Viena.» La idea le llegó como desde la nada, y en la
misma lengua que había hablado con la muchacha: alemán.
«Esto es Viena. Austria. Europa central. ¡Qué curioso! Europa...
La catedral es Sankt Stephan. Si sigo por esta calle, llegaré al Ring. Tengo
que ir a la Neubaugasse a entregar un paquete.»
Poco a poco todas las piezas iban cayendo en su lugar, pero muy
lentamente, como si tuvieran que atravesar una jarra de miel antes de caer al
fondo.
«Ahora sabes dónde estás y adónde te diriges», se dijo a sí mismo
en alemán, mientras pedaleaba cuesta arriba junto al Museums Quartier. «Eso no
está mal, pero la pregunta crucial es... ¿quién eres?»
Curiosamente, a pesar de que sabía que era una pregunta
importante, no le parecía tan espantoso no ser capaz de contestarla. Ya le
acudiría, como había sucedido con lo demás. De algún modo impreciso, sabía que
no era la primera vez que le pasaba algo así. Todo llegaría.
«Piensa un poco», se dijo con parte de su mente mientras la otra
parte se concentraba en buscar el número correcto. «¿Quién eres? ¿Cómo te
llamas?»
Desmontó de la bici, comprobó la lista que llevaba y llamó al
timbre.
—¿Sí? —preguntó una voz distorsionada que salía de una cajita de
plástico gris. El interfono.
—Mensajero —se oyó decir, en respuesta tanto a la pregunta del
desconocido como a la propia.
La palabra lo hizo sonreír. Ahora sabía quién era. Era un
mensajero. Entre otras cosas. Siempre lo había sido.
Subió los cuatro pisos a toda velocidad, sin sentir apenas el
esfuerzo, con pies tan ligeros como si llevara alas en ellos.
—Firme aquí.
Era una mujer de mediana edad que en su juventud debía de haber
sido realmente hermosa. Tenía los ojos tan azules que no parecían naturales y
el pelo del color del trigo maduro. Su figura seguía siendo esbelta, aunque
tenía curvas en todos los lugares apropiados.
—Firme aquí, haga el favor —tuvo que insistir porque la señora se
había quedado mirándolo fijamente, como si se estuviera esforzando en averiguar
si lo conocía o de qué podía conocerlo.
Detrás de ella, en el pasillo, un enorme espejo de marco dorado
los reflejaba a los dos: la espalda de ella, el rostro de él, ovalado, con el
pelo más bien largo, castaño claro, barba corta, frente amplia, nariz griega,
ojos oscuros y brillantes. Aparentaba unos veinticinco años.
La mujer firmó, tomó el paquete, que apenas si pesaba nada, lo
dejó sobre la consola —Amazon, leyó; «¡qué curioso!, ¿un paquete enviado por
una amazona?»— y le tendió una moneda que él se metió en el bolsillo sin
mirarla, distraído como estaba con su reflejo.
No se reconocía a sí mismo, pero su imagen no le era desconocida.
Quizá si seguía mirándose acabaría por averiguar su nombre y su identidad.
—Gracias, señora. ¡Hasta otro servicio! —las palabras salían
automáticamente, sin su intervención—. Vuelva a usar Hermes cuando necesite
mensajeros de confianza.
La mujer cerró la puerta con suavidad y él se quedó contemplando
la mirilla dorada, un ojo brillante en la oscuridad.
Hermes.
Ahora sabía quién era.
Ahora sabía a qué había venido.
Elia Barceló,
Por ti Daré mi Vida
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