La semana
siguiente pensaba dar el libro a una dama de compañía para que lo devolviera,
pero al encontrarse prisionera de su secretario privado y verse obligada a
repasar la agenda del día con mayor detalle de lo que ella consideraba
necesario, zanjó la discusión sobre una visita al laboratorio de investigación
viaria declarando de pronto que era miércoles y en consecuencia tenía que ir a
cambiar el libro a la biblioteca ambulante. Su secretario privado, Sir Kevin
Scatchard, un neozelandés sumamente concienzudo de quien se esperaban grandes
cosas, se quedó solo recogiendo sus papeles y se preguntó para qué necesitaba
la soberana una biblioteca ambulante cuando poseía tantas fijas.
Sin los
perros, la visita fue algo más tranquila, aunque Norman era de nuevo el único
prestatario.
—¿Qué le ha
parecido, señora? —preguntó el señor Hutchings.
—¿Dame Ivy? Un
poco seca. Y todo el mundo habla igual, ¿se ha dado cuenta?
—Para decirle
la verdad, señora, nunca he leído más que unas pocas páginas. ¿Hasta dónde ha
llegado Su Majestad?
—Oh, hasta el
final. Cuando empezamos un libro lo terminamos. Nos han educado así. Libros,
pan y mantequilla, puré de patatas: no hay que dejar nada en el plato. Siempre
ha sido nuestra filosofía.
—En realidad
no tenía que haber devuelto el libro, señora. Estamos reduciendo existencias y
todos los libros de esa estantería son gratuitos.
—¿Quiere decir
que podemos quedárnoslo? —Se apretó el libro contra el pecho—. Hemos hecho bien
en venir. Buenas tardes, señor Seakins. ¿Más de Cecil Beatón?
Norman le
mostró el libro que estaba examinando, en esta ocasión algo sobre David
Hockney. Ella lo hojeó, mirando imperturbable los traseros de hombres jóvenes
que salían de piscinas californianas o yacían juntos en camas deshechas.
—Algunas
—dijo—, algunas no parecen del todo acabadas. Esta está muy borrosa.
—Creo que era
su estilo entonces, señora —dijo Norman—. En realidad es muy buen dibujante.
La reina
volvió a mirar a Norman.
—¿Trabajas en
la cocina?
—Sí, señora.
No se había
propuesto llevarse otro libro, pero decidió que ya que estaba allí era más
fácil llevárselo que no, aunque se sentía tan perpleja como la semana anterior.
Lo cierto era que no quería ningún libro y desde luego no quería otro de Ivy
Compton-Burnett, que en conjunto era bastante difícil.
Fue pues una
suerte que posara la mirada en un volumen reeditado de A la caza del amor, de Nancy
Mitford. Lo cogió.
—Bueno. ¿No se
casó su hermana con el fascista de Mosley?
El señor
Hutchings dijo que creía que así era.
—Y la suegra
de otra hermana en cambio era mi responsable de vestuario personal.
—Eso no lo sé,
señora.
—Luego estaba
aquella desgraciada que tuvo un lío con Hitler. Y una se hizo comunista. Y creo
que había una más. ¿Pero ésta es Nancy?
—Sí, señora.
—Bien.
Las novelas
rara vez tenían tan excelentes relaciones y la reina, en consecuencia, se
sintió tranquilizada y entregó con cierta confianza el libro al señor Hutchings
para que lo sellase.
A la
caza del amor resultó ser una elección afortunada y, a su manera, memorable.
Si Su Majestad hubiera escogido otro tostón, una de las primeras obras de George
Eliot, pongamos, o una de las últimas de Henry James, lectora
novata como era, habría podido abandonar la lectura para siempre y no habría
aquí historia que contar. Habría pensado que los libros dan trabajo.
Así las cosas,
pronto se enfrascó en la lectura de aquél, y al pasar por su dormitorio aquella
noche, con la bolsa de agua caliente en la mano, el duque la oyó reírse a
carcajadas. Asomó la cabeza por la puerta.
—¿Todo bien,
abuela?
—Claro. Estoy
leyendo.
—¿Otra vez?
—dijo él, y se marchó moviendo la cabeza.
A la mañana
siguiente despertó con un pequeño resfriado y como no tenía compromisos se
quedó en la cama diciendo que quizá estuviera incubando una gripe. Era impropio
de ella y además no era cierto; se trataba sólo de que quería seguir leyendo el
libro.
«La reina
tiene un ligero resfriado», fue la noticia comunicada al país, pero lo que no
le dijeron y lo que la propia reina tampoco sabía era que constituía la primera
de una serie de adaptaciones, algunas de gran alcance, que la lectura iba a
ocasionar.
Alan Bennett, Una Lectora Nada
Común
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