Si sabes que
es miércoles y la mañana empieza como si fuera un domingo, algo muy grave está
pasando en alguna parte.
Tuve esa
sensación nada más despertarme. Luego, cuando el cerebro empezó a funcionar con
más claridad, desconfié. Al fin y al cabo era posible que fuese a mí a quien le
pasaba algo, no a los demás, aunque no veía qué podía ser. Seguí esperando,
lleno de dudas. Poco después tuve la primera prueba objetiva: un reloj dio la
hora a lo lejos, y me pareció que daba las ocho. Afiné el oído con recelo.
Enseguida sonó otro reloj, con una nota fuerte y firme. Anunció tranquilamente
que eran las ocho: sin discusión. Fue entonces cuando supe que algo no
encajaba.
Me había
perdido el fin del mundo —bueno, el fin del mundo tal como yo lo había conocido
a lo largo de casi treinta años— por puro accidente, como ocurre con la mayor
parte de la supervivencia, ahora que lo pienso. Es habitual que siempre haya
mucha gente hospitalizada, y siguiendo la ley de los promedios yo había sido
elegido para ingresar alrededor de una semana antes. También podría haber sido
una semana antes, en cuyo caso ahora mismo no estaría escribiendo, ni siquiera
estaría aquí. Pero el azar quiso que en ese momento concreto yo estuviera no
solo hospitalizado, sino también con los ojos vendados —en realidad toda la
cabeza—, y por eso tengo que estarle agradecido a quien se encargue de
establecer esos promedios. Esa mañana, sin embargo, yo estaba simplemente de
mal humor: no entendía qué rayos pasaba, porque en los días que llevaba
ingresado había aprendido que, aparte de la enfermera, no hay en un hospital
nada más sagrado que el reloj.
Sin un reloj,
sencillamente nada funcionaría. Cada segundo hay alguien consultando el reloj
por nacimientos, muertes, tomas de medicamentos, comidas, luces, charlas,
trabajo, sueño, reposo, visitas, curas o lavados, y hasta ese día las normas
dictaban que alguien empezara a lavarme y asearme exactamente a las siete y
tres minutos de la mañana. Este era uno de los motivos por los que más valoraba
tener una habitación individual. En una sala común, el complicado procedimiento
habría empezado necesariamente una hora antes. Pero ese día, los relojes no
paraban de anunciar a los cuatro vientos con variable grado de fiabilidad que
eran las ocho y aún no había aparecido nadie.
Aunque me
fastidiaba el momento de la esponja, y aunque había insinuado, inútilmente, que
podíamos prescindir del ritual si alguien me acompañaba hasta el cuarto de
baño, era muy desconcertante que se hubiera interrumpido. Además, el aseo
normalmente anunciaba que pronto me traerían el desayuno, y yo tenía hambre.
Eso
probablemente me habría molestado cualquier mañana, pero aquel día, miércoles,
8 de mayo, era una ocasión de especial importancia personal. Estaba doblemente
impaciente por terminar cuanto antes con el jaleo y la rutina porque era el día
en que iban a quitarme las vendas.
Busqué el
timbre a tientas y lo dejé sonar a conciencia, cinco segundos completos, para
darles a entender lo que pensaba.
Seguí atento
mientras esperaba la regañina por llamar de ese modo.
Fuera de mi
habitación, por fin caí en la cuenta, los ruidos matutinos eran aún más
extraños de lo que en un principio había pensado. Lo que se oía, mejor dicho lo
que no se oía, se parecía más a un domingo que el propio domingo, y yo estaba
convencido de que era miércoles, aunque algo pasaba.
Que los
fundadores del Hospital St. Merryn decidieran construir su institución en el
cruce principal de un barrio de oficinas caro, con la consiguiente tortura para
los nervios de sus pacientes, es un error que nunca he llegado a entender bien.
Para los afortunados que sufrían dolencias a las que no afectaba el ruido
agotador del tráfico incesante, esta ubicación tenía la ventaja de que uno
podía estar en la cama y al mismo tiempo en contacto con el flujo de la vida,
por así decir. Lo normal era que los autobuses que iban hacia el oeste pisaran
el acelerador para que no se les cerrara el semáforo de la esquina; unos frenos
chirriantes y una salva de cañonazos del tubo de escape anunciaban a menudo que
no lo habían conseguido. Segundos después, los vehículos que esperaban en el
cruce, liberados por fin, arrancaban con un rugido y revolucionaban el motor
para enfilar la cuesta. De vez en cuando había un paréntesis: un golpetazo,
seguido de una paralización general del tráfico, sumamente agradable para quien
se encontrara en mi situación, obligado a juzgar la gravedad del accidente por
la cantidad de improperios que lo acompañaban. Lo cierto es que ni de día ni de
noche cabía la más mínima posibilidad de que un paciente de St. Merryn tuviera
la impresión de que el ciclo habitual se hubiera interrumpido solo porque él
estuviera temporalmente fuera de la circulación.
Pero aquella
mañana era distinta. Misteriosamente distinta, y por eso inquietante. No había
tráfico; no rugían los autobuses; la verdad es que no se oía ni un solo coche.
No se oían frenazos ni bocinazos, ni siquiera los cascos de los pocos caballos
aún recorrían las calles muy de vez en cuando. Tampoco, como era habitual a esa
hora, el ritmo acompasado de los pasos de la gente camino del trabajo.
Cuanto más
afinaba el oído más raro me parecía y menos me gustaba. Calculo que en un
intervalo de unos diez minutos de escucha atenta oí cinco pasos diferenciados,
vacilantes, torpes; tres voces que gritaban palabras inteligibles a lo lejos; y
el llanto histérico de una mujer. No se oía zurear a una paloma ni piar a un
gorrión. Solamente la vibración de los cables con el viento...
Una
desagradable sensación de vacío empezaba a invadirme. Era la misma sensación
que tenía a veces de pequeño, cuando me imaginaba los horrores que acechaban en
los rincones oscuros de mi cuarto; cuando no me atrevía a sacar un pie de la
cama por miedo a que algo estuviera escondido debajo y me agarrase del tobillo;
ni siquiera me atrevía a estirarme para alcanzar el interruptor de la luz, no
fuera a ser que el movimiento provocara un ataque inesperado. Tuve que combatir
la sensación como hacía de pequeño en la oscuridad. Y no me resultó más fácil.
Es increíble la cantidad de cosas que uno descubre que no ha superado cuando
llega la hora de enfrentarse a la prueba. Los miedos elementales seguían dentro
de mí, esperando su oportunidad y muy cerca de encontrarla, porque yo estaba
con los ojos vendados y el tráfico se había detenido...
uando me
tranquilicé un poco intenté razonar. ¿Por qué se interrumpe el tráfico? Bueno,
normalmente porque se cierra la calle para hacer obras. Sencillísimo. En
cualquier momento llegarían con martillos neumáticos para ampliar la variedad
acústica que soportaban los sufridos pacientes. Pero el problema estaba en que
la explicación racional iba más lejos. Subrayaba que ni siquiera se oía el
rumor del tráfico a lo lejos, el silbato de un tren o la sirena de un
remolcador. Nada de nada, hasta que los relojes empezaron a repicar a las ocho
y cuarto.
La tentación
de echar un vistazo —nada más que un vistazo—, lo justo para hacerme una idea
de qué narices podía estar pasando, era enorme. Aun así resistí. Para empezar,
echar un vistazo era mucho menos sencillo de lo que parecía. No solo tenía que
levantar las vendas, sino también varias gasas y apósitos. Lo principal era que
me daba miedo intentarlo. Más de una semana de ceguera total puede despertar un
temor enorme al momento de poner la vista a prueba. Era cierto que pensaban
quitarme las vendas esa misma mañana, pero con precauciones, con luz tenue, y
solo si mis ojos superaban la prueba me libraría de ellas definitivamente. No
sabía cuál sería el resultado. Cabía la posibilidad de sufrir daños
permanentes. O de no recuperar nunca la vista. De momento no lo sabía...
Solté un taco
y busqué una vez más el interruptor del timbre. Me ayudaba a tranquilizarme un
poco.
Por lo visto,
nadie hacía caso de los timbres. Empezaba a estar preocupado, además de
enfadado. Es humillante depender de los demás, pero es incluso peor no tener de
quién depender. Se me agotaba la paciencia. Llegué a la conclusión de que había
que hacer algo.
Si me ponía a
dar voces en el pasillo y armaba un buen escándalo, alguien vendría, aunque
solo fuera para llamarme la atención. Aparté la sábana y salí de la cama. Nunca
había visto la habitación en la que estaba y, aunque por el oído me hacía una
idea bastante aproximada de la posición de la puerta, encontrarla no era tan
fácil. Resultó que había varios obstáculos tan desconcertantes como superfluos,
pero conseguí sortearlos a costa de un golpe en el dedo de un pie y un ligero
rasguño en la espinilla. Asomé la cabeza y grité en el pasillo.
—¡Eh! Quiero
desayunar. ¡Habitación cuarenta y ocho!
Al principio
no pasó nada. Luego oí unas voces que gritaban a coro. Parecían cientos, y era
imposible descifrar una sola palabra. Me parecía estar oyendo una grabación de
los ruidos de una multitud, y de una multitud alterada. Como una pesadilla, me
asaltó fugazmente la duda de que me hubieran trasladado a una institución mental
mientras dormía y que no estuviera en el Hospital St. Merryn. Aquellas voces no
parecían normales. Cerré la puerta inmediatamente para huir de la confusión y
volví a tientas a la cama. En ese momento la cama parecía ser el único consuelo
en aquel entorno desconcertante. Como si viniera a recalcar este pensamiento, un
ruido me detuvo cuando estaba retirando las sábanas. De la calle llegó un
alarido bestial, desesperado, que contagiaba su terror. Se repitió tres veces
antes de apagarse, aunque tuve la sensación de que seguía estremeciendo el
aire.
Me recorrió un
escalofrío. Noté que empezaba a sudarme la frente por debajo de las vendas. Era
obvio que pasaba algo grave y terrible. No soportaba ni un segundo más el
aislamiento y la impotencia. Tenía que averiguar qué estaba pasando. Me llevé
las manos a las vendas, y ya había tocado los imperdibles con los dedos cuando
me detuve...
¿Y si el
tratamiento no había salido bien? ¿Y si al quitarme las vendas descubría que
seguía sin ver? Eso sería peor aún, cien veces peor...
No tenía valor
para afrontar, a solas, que no hubieran podido salvarme la vista. Aunque
hubieran podido, ¿sería prudente llevar los ojos descubiertos?
Bajé las manos
y me acosté. Estaba enfadadísimo, conmigo y con todo, y maldije varias veces en
voz baja.
Debió de pasar
un buen rato antes de que volviese a tomar conciencia de la situación, pero
poco después me sorprendí cavilando una vez más, en busca de una posible
explicación. No la encontraba. Seguía totalmente convencido de que era
miércoles, contra viento y marea. Porque el día anterior había sido importante,
y podía jurar que desde entonces solo había pasado una noche.
John Wyndham, El día de los
trífidos
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