domingo, 2 de mayo de 2021

EL PRINCIPIO DEL FIN

Si sabes que es miércoles y la mañana empieza como si fuera un domingo, algo muy grave está pasando en alguna parte.

Tuve esa sensación nada más despertarme. Luego, cuando el cerebro empezó a funcionar con más claridad, desconfié. Al fin y al cabo era posible que fuese a mí a quien le pasaba algo, no a los demás, aunque no veía qué podía ser. Seguí esperando, lleno de dudas. Poco después tuve la primera prueba objetiva: un reloj dio la hora a lo lejos, y me pareció que daba las ocho. Afiné el oído con recelo. Enseguida sonó otro reloj, con una nota fuerte y firme. Anunció tranquilamente que eran las ocho: sin discusión. Fue entonces cuando supe que algo no encajaba.

Me había perdido el fin del mundo —bueno, el fin del mundo tal como yo lo había conocido a lo largo de casi treinta años— por puro accidente, como ocurre con la mayor parte de la supervivencia, ahora que lo pienso. Es habitual que siempre haya mucha gente hospitalizada, y siguiendo la ley de los promedios yo había sido elegido para ingresar alrededor de una semana antes. También podría haber sido una semana antes, en cuyo caso ahora mismo no estaría escribiendo, ni siquiera estaría aquí. Pero el azar quiso que en ese momento concreto yo estuviera no solo hospitalizado, sino también con los ojos vendados —en realidad toda la cabeza—, y por eso tengo que estarle agradecido a quien se encargue de establecer esos promedios. Esa mañana, sin embargo, yo estaba simplemente de mal humor: no entendía qué rayos pasaba, porque en los días que llevaba ingresado había aprendido que, aparte de la enfermera, no hay en un hospital nada más sagrado que el reloj.

Sin un reloj, sencillamente nada funcionaría. Cada segundo hay alguien consultando el reloj por nacimientos, muertes, tomas de medicamentos, comidas, luces, charlas, trabajo, sueño, reposo, visitas, curas o lavados, y hasta ese día las normas dictaban que alguien empezara a lavarme y asearme exactamente a las siete y tres minutos de la mañana. Este era uno de los motivos por los que más valoraba tener una habitación individual. En una sala común, el complicado procedimiento habría empezado necesariamente una hora antes. Pero ese día, los relojes no paraban de anunciar a los cuatro vientos con variable grado de fiabilidad que eran las ocho y aún no había aparecido nadie.

Aunque me fastidiaba el momento de la esponja, y aunque había insinuado, inútilmente, que podíamos prescindir del ritual si alguien me acompañaba hasta el cuarto de baño, era muy desconcertante que se hubiera interrumpido. Además, el aseo normalmente anunciaba que pronto me traerían el desayuno, y yo tenía hambre.

Eso probablemente me habría molestado cualquier mañana, pero aquel día, miércoles, 8 de mayo, era una ocasión de especial importancia personal. Estaba doblemente impaciente por terminar cuanto antes con el jaleo y la rutina porque era el día en que iban a quitarme las vendas.

Busqué el timbre a tientas y lo dejé sonar a conciencia, cinco segundos completos, para darles a entender lo que pensaba.

Seguí atento mientras esperaba la regañina por llamar de ese modo.

Fuera de mi habitación, por fin caí en la cuenta, los ruidos matutinos eran aún más extraños de lo que en un principio había pensado. Lo que se oía, mejor dicho lo que no se oía, se parecía más a un domingo que el propio domingo, y yo estaba convencido de que era miércoles, aunque algo pasaba.

Que los fundadores del Hospital St. Merryn decidieran construir su institución en el cruce principal de un barrio de oficinas caro, con la consiguiente tortura para los nervios de sus pacientes, es un error que nunca he llegado a entender bien. Para los afortunados que sufrían dolencias a las que no afectaba el ruido agotador del tráfico incesante, esta ubicación tenía la ventaja de que uno podía estar en la cama y al mismo tiempo en contacto con el flujo de la vida, por así decir. Lo normal era que los autobuses que iban hacia el oeste pisaran el acelerador para que no se les cerrara el semáforo de la esquina; unos frenos chirriantes y una salva de cañonazos del tubo de escape anunciaban a menudo que no lo habían conseguido. Segundos después, los vehículos que esperaban en el cruce, liberados por fin, arrancaban con un rugido y revolucionaban el motor para enfilar la cuesta. De vez en cuando había un paréntesis: un golpetazo, seguido de una paralización general del tráfico, sumamente agradable para quien se encontrara en mi situación, obligado a juzgar la gravedad del accidente por la cantidad de improperios que lo acompañaban. Lo cierto es que ni de día ni de noche cabía la más mínima posibilidad de que un paciente de St. Merryn tuviera la impresión de que el ciclo habitual se hubiera interrumpido solo porque él estuviera temporalmente fuera de la circulación.

Pero aquella mañana era distinta. Misteriosamente distinta, y por eso inquietante. No había tráfico; no rugían los autobuses; la verdad es que no se oía ni un solo coche. No se oían frenazos ni bocinazos, ni siquiera los cascos de los pocos caballos aún recorrían las calles muy de vez en cuando. Tampoco, como era habitual a esa hora, el ritmo acompasado de los pasos de la gente camino del trabajo.

Cuanto más afinaba el oído más raro me parecía y menos me gustaba. Calculo que en un intervalo de unos diez minutos de escucha atenta oí cinco pasos diferenciados, vacilantes, torpes; tres voces que gritaban palabras inteligibles a lo lejos; y el llanto histérico de una mujer. No se oía zurear a una paloma ni piar a un gorrión. Solamente la vibración de los cables con el viento...

Una desagradable sensación de vacío empezaba a invadirme. Era la misma sensación que tenía a veces de pequeño, cuando me imaginaba los horrores que acechaban en los rincones oscuros de mi cuarto; cuando no me atrevía a sacar un pie de la cama por miedo a que algo estuviera escondido debajo y me agarrase del tobillo; ni siquiera me atrevía a estirarme para alcanzar el interruptor de la luz, no fuera a ser que el movimiento provocara un ataque inesperado. Tuve que combatir la sensación como hacía de pequeño en la oscuridad. Y no me resultó más fácil. Es increíble la cantidad de cosas que uno descubre que no ha superado cuando llega la hora de enfrentarse a la prueba. Los miedos elementales seguían dentro de mí, esperando su oportunidad y muy cerca de encontrarla, porque yo estaba con los ojos vendados y el tráfico se había detenido...

uando me tranquilicé un poco intenté razonar. ¿Por qué se interrumpe el tráfico? Bueno, normalmente porque se cierra la calle para hacer obras. Sencillísimo. En cualquier momento llegarían con martillos neumáticos para ampliar la variedad acústica que soportaban los sufridos pacientes. Pero el problema estaba en que la explicación racional iba más lejos. Subrayaba que ni siquiera se oía el rumor del tráfico a lo lejos, el silbato de un tren o la sirena de un remolcador. Nada de nada, hasta que los relojes empezaron a repicar a las ocho y cuarto.

La tentación de echar un vistazo —nada más que un vistazo—, lo justo para hacerme una idea de qué narices podía estar pasando, era enorme. Aun así resistí. Para empezar, echar un vistazo era mucho menos sencillo de lo que parecía. No solo tenía que levantar las vendas, sino también varias gasas y apósitos. Lo principal era que me daba miedo intentarlo. Más de una semana de ceguera total puede despertar un temor enorme al momento de poner la vista a prueba. Era cierto que pensaban quitarme las vendas esa misma mañana, pero con precauciones, con luz tenue, y solo si mis ojos superaban la prueba me libraría de ellas definitivamente. No sabía cuál sería el resultado. Cabía la posibilidad de sufrir daños permanentes. O de no recuperar nunca la vista. De momento no lo sabía...

Solté un taco y busqué una vez más el interruptor del timbre. Me ayudaba a tranquilizarme un poco.

Por lo visto, nadie hacía caso de los timbres. Empezaba a estar preocupado, además de enfadado. Es humillante depender de los demás, pero es incluso peor no tener de quién depender. Se me agotaba la paciencia. Llegué a la conclusión de que había que hacer algo.

Si me ponía a dar voces en el pasillo y armaba un buen escándalo, alguien vendría, aunque solo fuera para llamarme la atención. Aparté la sábana y salí de la cama. Nunca había visto la habitación en la que estaba y, aunque por el oído me hacía una idea bastante aproximada de la posición de la puerta, encontrarla no era tan fácil. Resultó que había varios obstáculos tan desconcertantes como superfluos, pero conseguí sortearlos a costa de un golpe en el dedo de un pie y un ligero rasguño en la espinilla. Asomé la cabeza y grité en el pasillo.

—¡Eh! Quiero desayunar. ¡Habitación cuarenta y ocho!

Al principio no pasó nada. Luego oí unas voces que gritaban a coro. Parecían cientos, y era imposible descifrar una sola palabra. Me parecía estar oyendo una grabación de los ruidos de una multitud, y de una multitud alterada. Como una pesadilla, me asaltó fugazmente la duda de que me hubieran trasladado a una institución mental mientras dormía y que no estuviera en el Hospital St. Merryn. Aquellas voces no parecían normales. Cerré la puerta inmediatamente para huir de la confusión y volví a tientas a la cama. En ese momento la cama parecía ser el único consuelo en aquel entorno desconcertante. Como si viniera a recalcar este pensamiento, un ruido me detuvo cuando estaba retirando las sábanas. De la calle llegó un alarido bestial, desesperado, que contagiaba su terror. Se repitió tres veces antes de apagarse, aunque tuve la sensación de que seguía estremeciendo el aire.

Me recorrió un escalofrío. Noté que empezaba a sudarme la frente por debajo de las vendas. Era obvio que pasaba algo grave y terrible. No soportaba ni un segundo más el aislamiento y la impotencia. Tenía que averiguar qué estaba pasando. Me llevé las manos a las vendas, y ya había tocado los imperdibles con los dedos cuando me detuve...

¿Y si el tratamiento no había salido bien? ¿Y si al quitarme las vendas descubría que seguía sin ver? Eso sería peor aún, cien veces peor...

No tenía valor para afrontar, a solas, que no hubieran podido salvarme la vista. Aunque hubieran podido, ¿sería prudente llevar los ojos descubiertos?

Bajé las manos y me acosté. Estaba enfadadísimo, conmigo y con todo, y maldije varias veces en voz baja.

Debió de pasar un buen rato antes de que volviese a tomar conciencia de la situación, pero poco después me sorprendí cavilando una vez más, en busca de una posible explicación. No la encontraba. Seguía totalmente convencido de que era miércoles, contra viento y marea. Porque el día anterior había sido importante, y podía jurar que desde entonces solo había pasado una noche.

John Wyndham, El día de los trífidos

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