Esa es la cuestión.
¿Qué es más
noble? ¿Permanecer impasible ante los avatares de una fortuna adversa o
afrontar los peligros de un turbulento mar y, desafiándolos, terminar con todo
de una vez?
Morir es… dormir… Nada más. Y durmiendo se
acaban la ansiedad y la angustia y los miles de padecimientos de que son
herederos nuestros míseros cuerpos. Es una deseable consumación: Morir… dormir…
dormir… tal vez soñar.
Ah, ahí está
la dificultad. Es el miedo a los sueños que podamos tener al abandonar este
breve hospedaje lo que nos hace titubear, pues a través de ellos podrían
prolongarse indefinidamente las desdichas de esta vida.
Si pudiésemos
estar absolutamente seguros de que un certero golpe de daga terminaría con
todo, ¿quién soportaría los azotes y desdenes del mundo, la injusticia de los
opresores, los desprecios del arrogante, el dolor del amor no correspondido, la
desidia de la justicia, la insolencia de los ministros, y los palos inmerecidamente
recibidos? ¿Quién arrastraría, gimiendo y sudando, las cargas de esta vida, si
no fuese por el temor de que haya algo después de la muerte, ese país
inexplorado del que nadie ha logrado regresar?
Es lo que inmoviliza
la voluntad y nos hace concluir que mejor es el mal que padecemos que el mal
que está por venir. La duda nos convierte en cobardes y nos desvía de nuestro
racional curso de acción.
Pero…
interrumpamos nuestras filosofías,
William Shakespeare, Hamlet
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