miércoles, 12 de mayo de 2021

LA CAMISA AZUL

 

El día que mi padre nos abandonó, yo llevaba una camisa suya.

Era una de esas tardes sofocantes de agosto, en medio de un verano que parecía que no iba a acabarse nunca.

—¿Hoy tampoco bajas? —me preguntó mi madre, empeñada en que me relacionase con los demás críos de la urbanización—. En la piscina seguro que se está bien.

Negué con la cabeza.

La piscina era uno de los lugares prohibidos. Resultaba imposible no verse en el reflejo de esa agua que parecía acusarme. Que me recordaba que había algo en mí que, a mis nueve, todavía no era capaz de expresar. Algo que no me atrevía a decir, aunque sabía que me molestaba. Y en el agua, en medio de ese azul cruel y transparente, era imposible esconderlo con las mismas tácticas que había aprendido a desarrollar, de manera inconsciente, fuera de ella.

—¿Estás segura, Alicia?

Entonces todavía respondía a mi deadname y, aunque no me reconocía en él, me dolía tanto escribirlo como ahora.

Ni siquiera se me había ocurrido aún elegir Eric.

Mi verdadero nombre vendría poco después, en casa del abuelo, gracias a una de esas historias que él me contaba —aquel amigo, aquella vez en que consiguieron huir juntos, aquellas revoluciones universitarias de las que ambos fueron parte en tiempos más oscuros— y que luego, cuando ya no estuviera junto a mí, tanto echaría de menos.

—Seguro que en la piscina estarías mucho mejor —mi madre es incansable cuando se le mete una idea en la cabeza.

—No me apetece.

—Tan cabezota como tu padre…

No sé en qué momento ellos dos decidieron rendirse, ni por quépensé aquella tarde que era buena idea entrar en su dormitorio y coger una de sus camisas.

Elegí una azul, de un azul casi negro, mucho más intenso que el de la piscina a la que me negaba a bajar y en la que se oían las voces de decenas de niños con los que, de repente, se había vuelto más complicado saber cómo relacionarme.

Hacía tiempo que mi padre no se la ponía. Entonces aún era un hombre fuerte, bastante atlético —no sé cómo lo habrá tratado el tiempo en estos años: la última vez que nos vimos fue poco después de mi segundo ingreso—, aunque hacía demasiado que había dejado de entrenar y su cuerpo había iniciado una decadencia prematura con la que era fácil intuir que tampoco él se encontraba satisfecho.

En realidad, no había nada en nuestra familia que pareciera gustarle demasiado.

Ni nuestra casa.

Ni mi madre.

Ni las visitas de mi abuelo.

Ni yo.

Ni siquiera su propio cuerpo.

Tal vez por eso había dejado de mirarnos. De mirarse.

Nada de lo que hacíamos le importaba mucho.

Así que debí de imaginar que tampoco le molestaría que tomase prestada aquella camisa para uno de los juegos en que me creía director, actor, guionista y hasta escenógrafo al mismo tiempo. Había empezado a imitar una escena de Wall-E, que aquel año se había convertido en mi película favorita. Uno de mis muñecos, sentado a mi lado, era la robot Eva, y yo, el protagonista que trataba de conquistarla (…)

Aquella camisa azul, casi negra, me quedaba muy grande. Me sobraban unos cinco centímetros en cada manga y el faldón bajaba tanto que llegaba a cubrirme las rodillas. Me miré en el espejo que había en la puerta de mi armario, un lugar que se había convertido poco a poco en uno de los rincones más siniestros de mi habitación, y sentí algo que entonces no supe explicar.

No tenía las palabras, a pesar de que mi madre insistía en que mi vocabulario era muy avanzando para mi edad —ese afán por convertirme en alguien excepcional—, pero sí era capaz de interpretar mis emociones.

Entonces se me quedó pequeño el lenguaje.

Hoy no.

Hoy sí puedo traducir lo que viví en ese mismo instante.

Porque lo que pasó se resume en una única acción.

En un único verbo: me reconocí.

Por eso, porque acababa de verme por primera vez debajo de una camisa que no era mía, supongo que no escuché las llaves girar en la cerradura.

Ni sentí sus pasos hasta mi habitación.

No me di cuenta de que mi padre ya estaba en casa hasta que entró en mi cuarto y me sorprendió en el momento más importante de mi vida.

El momento en que acababa de descubrir quién era.

Me miró.

Y no dijo nada.

Tampoco era necesario: la repugnancia que latía en sus ojos no precisaba ni una sola palabra que la acompañase.

Nunca sabré si se debió a la particular manía que le tenía a mis juegos teatrales.

O si, por un instante, solo por un instante, fue capaz de verme con la misma rotundidad con que lo había hecho yo.

Sentí una vergüenza abrumadora y lo miré con una candidez que hoy, de puro indefensa, me resulta estúpida.

Casi hiriente.

Me mantuve firme en mi ingenuidad —a lo mejor no le importa, a lo mejor él también lo sabía, a lo mejor me abraza— durante unos segundos.

Quizá fueran minutos.

Él permaneció inmóvil. De pie, junto al quicio de la puerta, observándome con severidad mientras yo me empeñaba en creer que aquella escena podría terminar bien. Con un final tan feliz como el de las películas de dibujos que me gustaban. Como el de los cuentos que mi madre e incluso él mismo me habían leído algunas noches cuando era más pequeño. Así que me quedé quieto, confiando en que aquello acabara con un gesto tan simple como un abrazo.

No sé cuánto tiempo estuvimos así. Tampoco recuerdo en qué momento me di cuenta de que lo que esperaba de mi padre era un imposible.

Lo único que sé es que aquel abrazo no llegó.

—¿Por qué te molesta todo lo que hago, papá?

Le habría preguntado mi yo de ahora.

—¿Por qué no me abrazas?

Habría querido preguntarle mi yo de entonces.

Pero ninguno de los dos habló.

Ni el Eric de hoy, porque todavía no había encontrado mi nombre: apenas acababa de encontrar mi mirada.

Ni el niño asustado de entonces, porque temía que ese abrazo no sucediera justo cuando más lo necesitaba: el mismo día en que por fin había entendido que todos llevaban años llamándolo de la forma equivocada.

Nando López, La versión de Eric

PREMIO GRAN ANGULAR 2020

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