El día que mi
padre nos abandonó, yo llevaba una camisa suya.
Era una de
esas tardes sofocantes de agosto, en medio de un verano que parecía que no iba
a acabarse nunca.
—¿Hoy tampoco
bajas? —me preguntó mi madre, empeñada en que me relacionase con los demás
críos de la urbanización—. En la piscina seguro que se está bien.
Negué con la
cabeza.
La piscina era
uno de los lugares prohibidos. Resultaba imposible no verse en el reflejo de
esa agua que parecía acusarme. Que me recordaba que había algo en mí que, a mis
nueve, todavía no era capaz de expresar. Algo que no me atrevía a decir, aunque
sabía que me molestaba. Y en el agua, en medio de ese azul cruel y transparente,
era imposible esconderlo con las mismas tácticas que había aprendido a
desarrollar, de manera inconsciente, fuera de ella.
—¿Estás
segura, Alicia?
Entonces
todavía respondía a mi deadname y, aunque no me reconocía en él, me dolía tanto
escribirlo como ahora.
Ni siquiera se
me había ocurrido aún elegir Eric.
Mi verdadero
nombre vendría poco después, en casa del abuelo, gracias a una de esas
historias que él me contaba —aquel amigo, aquella vez en que consiguieron huir
juntos, aquellas revoluciones universitarias de las que ambos fueron parte en
tiempos más oscuros— y que luego, cuando ya no estuviera junto a mí, tanto echaría
de menos.
—Seguro
que en la piscina estarías mucho mejor —mi madre es incansable cuando se le
mete una idea en la cabeza.
—No me
apetece.
—Tan cabezota
como tu padre…
No sé en qué
momento ellos dos decidieron rendirse, ni por quépensé aquella tarde que era
buena idea entrar en su dormitorio y coger una de sus camisas.
Elegí una
azul, de un azul casi negro, mucho más intenso que el de la piscina a la que me
negaba a bajar y en la que se oían las voces de decenas de niños con los que,
de repente, se había vuelto más complicado saber cómo relacionarme.
Hacía tiempo
que mi padre no se la ponía. Entonces aún era un hombre fuerte, bastante
atlético —no sé cómo lo habrá tratado el tiempo en estos años: la última vez
que nos vimos fue poco después de mi segundo ingreso—, aunque hacía demasiado
que había dejado de entrenar y su cuerpo había iniciado una decadencia prematura
con la que era fácil intuir que tampoco él se encontraba satisfecho.
En realidad,
no había nada en nuestra familia que pareciera gustarle demasiado.
Ni nuestra
casa.
Ni mi madre.
Ni las visitas
de mi abuelo.
Ni yo.
Ni siquiera su
propio cuerpo.
Tal vez por
eso había dejado de mirarnos. De mirarse.
Nada de lo que
hacíamos le importaba mucho.
Así que debí
de imaginar que tampoco le molestaría que tomase prestada aquella camisa para
uno de los juegos en que me creía director, actor, guionista y hasta
escenógrafo al mismo tiempo. Había empezado a imitar una escena de Wall-E, que
aquel año se había convertido en mi película favorita. Uno de mis muñecos, sentado
a mi lado, era la robot Eva, y yo, el protagonista que trataba de conquistarla
(…)
Aquella camisa
azul, casi negra, me quedaba muy grande. Me sobraban unos cinco centímetros en
cada manga y el faldón bajaba tanto que llegaba a cubrirme las rodillas. Me
miré en el espejo que había en la puerta de mi armario, un lugar que se había
convertido poco a poco en uno de los rincones más siniestros de mi habitación, y
sentí algo que entonces no supe explicar.
No tenía las
palabras, a pesar de que mi madre insistía en que mi vocabulario era muy
avanzando para mi edad —ese afán por convertirme en alguien excepcional—, pero
sí era capaz de interpretar mis emociones.
Entonces se me
quedó pequeño el lenguaje.
Hoy no.
Hoy sí puedo
traducir lo que viví en ese mismo instante.
Porque lo que
pasó se resume en una única acción.
En un único
verbo: me reconocí.
Por eso,
porque acababa de verme por primera vez debajo de una camisa que no era mía,
supongo que no escuché las llaves girar en la cerradura.
Ni sentí sus
pasos hasta mi habitación.
No me di
cuenta de que mi padre ya estaba en casa hasta que entró en mi cuarto y me
sorprendió en el momento más importante de mi vida.
El momento en
que acababa de descubrir quién era.
Me miró.
Y no dijo
nada.
Tampoco era
necesario: la repugnancia que latía en sus ojos no precisaba ni una sola
palabra que la acompañase.
Nunca sabré si
se debió a la particular manía que le tenía a mis juegos teatrales.
O si, por un
instante, solo por un instante, fue capaz de verme con la misma rotundidad con
que lo había hecho yo.
Sentí una
vergüenza abrumadora y lo miré con una candidez que hoy, de puro indefensa, me
resulta estúpida.
Casi hiriente.
Me mantuve firme
en mi ingenuidad —a lo mejor no le importa, a lo mejor él también lo sabía, a
lo mejor me abraza— durante unos segundos.
Quizá fueran
minutos.
Él permaneció
inmóvil. De pie, junto al quicio de la puerta, observándome con severidad
mientras yo me empeñaba en creer que aquella escena podría terminar bien. Con
un final tan feliz como el de las películas de dibujos que me gustaban. Como el
de los cuentos que mi madre e incluso él mismo me habían leído algunas noches
cuando era más pequeño. Así que me quedé quieto, confiando en que aquello
acabara con un gesto tan simple como un abrazo.
No sé cuánto
tiempo estuvimos así. Tampoco recuerdo en qué momento me di cuenta de que lo
que esperaba de mi padre era un imposible.
Lo único que
sé es que aquel abrazo no llegó.
—¿Por qué te
molesta todo lo que hago, papá?
Le habría
preguntado mi yo de ahora.
—¿Por qué no
me abrazas?
Habría querido
preguntarle mi yo de entonces.
Pero ninguno
de los dos habló.
Ni el Eric de
hoy, porque todavía no había encontrado mi nombre: apenas acababa de encontrar
mi mirada.
Ni el niño
asustado de entonces, porque temía que ese abrazo no sucediera justo cuando más
lo necesitaba: el mismo día en que por fin había entendido que todos llevaban
años llamándolo de la forma equivocada.
Nando
López, La versión de Eric
PREMIO GRAN ANGULAR 2020
No hay comentarios:
Publicar un comentario