Cierta
madrugada del año 1886, Jules Verne estaba, como de costumbre, en el gabinete
de trabajo de su casa, en el número 2 de la calle Charles Dubois, en Amiens,
una sencilla y provinciana ciudad del norte de Francia.
El silencio era
total en aquellas horas tranquilas del alba, así que, arropado por la calma
matutina, Verne escribió:
Dos años de vacaciones
En la noche del nueve de marzo,
las nubes, que se confundían con el mar, limitaban a unas cuantas brazas el
espacio que podía abarcarse con la vista.
Se trataba del
título y de la primera frase del capítulo primero del trigésimo segundo libro
de Los viajes extraordinarios (¿o era el trigésimo primero o el trigésimo tercero...?),
y aunque el párrafo en cuestión le pareció aceptable, no por ello abandonó el
lápiz, tan apto para eliminar tropezones lingüísticos, tan fácil de borrar. Tiempo
habría de repasar aquello a tinta para transformarlo en texto definitivo.
Siguió
escribiendo a buena velocidad, sin detenerse demasiado en relecturas y
correcciones, algo inusual en él dado su carácter meticuloso y perfeccionista.
Pero tenía cincuenta y ocho años, no era por tanto un jovencito ilusionado y
vital, y se encontraba además en la época más amarga de su vida.
En las
siguientes semanas se dedicó por completo a la nueva obra, una historia de
pequeños robinsones en la que quince niños de entre ocho y catorce años tienen
que sobrevivir en una isla desierta durante dos años solos y sin la ayuda de
adultos.
A menudo Verne
se fatigaba por la postura casi inmóvil del escritor y con gran esfuerzo
recolocaba esa pierna inflamada y dolorida en la que una profunda herida de bala
a la altura del tobillo no terminaba de curarse.
Pero seguía
escribiendo.
Con frecuencia
sentía desánimo, mal humor, agotamiento vital.
Pero seguía
escribiendo. Había un contrato firmado que no podía incumplir; escribir era su
oficio, su obligación.
Y un día,
inesperadamente, algo muy fuerte sucedió en su vida e hizo que Jules Verne
renunciara de golpe a continuar con esa novela. ¿Qué fue? En la soledad de su gabinete
de trabajo, apartando el manuscrito de su vista, derramó odio sobre los
protagonistas de la historia con inmensa e injusta acritud.
–¡Al diablo!
¡Al diablo el jovencito Briant, el envidioso Doniphan y todos los muchachos de
la maldita isla!
Lo cual era
excesivo y desacostumbrado, pues Verne amaba profundamente a sus personajes, en
los que ponía gran ilusión, sobre todo durante la época de génesis de las
novelas. Pero 1886 era su año nefasto (y no solo por el atentado que había
sufrido), y una considerable depresión le embargaba hasta el punto de hundir su
estado de ánimo por completo. Y ahora además estaba lo otro, lo que acababa de
suceder y había provocado que los ojos secos de un hombre endurecido se
ablandaran y humedecieran por las lágrimas.
De ese modo,
el manuscrito todavía a lápiz y sin terminar de Dos años de vacaciones fue
abandonado y Verne decidió que comenzaría otra novela. Esta no le estaba
resultando gratificante.
Así lo hizo.
Tituló la nueva obra Norte contra sur, y pronto se vio completamente inmerso en
ella.
Mientras, Dos
años de vacaciones permanecería en el olvido...
Marisol Ortiz de Zárate, Rebelión en Verne
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