- Bueno
-dijo Mary, mientras dejaba escapar un largo suspiro-. Me vendría bien una copa
(…) El pub está justo enfrente. Es muy pequeño y agradable, el tipo de lugar
que no pone adornos de Navidad ni toca música de campanas artificiales. -Le
tendió su abrigo-. Tomaremos una copa y comeremos algo, y luego podrás volver
aquí (...)
- Vamos
-dijo Dunworthy, quien cogió el abrigo que le tendía Mary y abrió la puerta.
Unos acordes de While Shepherds Watched Their Flocks By Night les alcanzaron.
Mary atravesó la puerta como si estuviera huyendo; Dunworthy la cerró tras
ellos y la siguió a través del patio hasta llegar a la puerta de Brasenose.
Hacía un frío
cortante, pero no llovía. Sin embargo, parecía que podía hacerlo de un momento
a otro, y el puñado de gente que recorría la acera al parecer había decidido
que así sería. Al menos la mitad ya tenían paraguas abiertos. Una mujer con uno
rojo y grande y los dos brazos cargados de paquetes chocó contra Dunworthy.
- Mire
por donde va, ¿quiere? -dijo, y continuó su camino.
- El
espíritu navideño -protestó Mary, sujetándose el abrigo con una mano y
agarrando con la otra su bolsa con las compras-. El pub está junto a la
farmacia. -Señaló con la cabeza el otro lado de la calle-. Creo que son esas
malditas campanas. Marean a todo el mundo.
Cruzó la calle
entre el laberinto de paraguas. Dunworthy decidió si debía ponerse el abrigo y
luego consideró que no merecía la pena para una distancia tan corta. Se
apresuró tras ella, procurando mantenerse a salvo de los letales paraguas e
intentando dilucidar qué villancico estaban masacrando ahora. Parecía un cruce
entre una llamada a las armas y un canto fúnebre, pero probablemente se trataba
de Jingle Bells.
Mary se
encontraba en la acera, ante la farmacia, rebuscando de nuevo en su bolsa.
- ¿Qué se
supone que es ese estruendo? -sacó un paraguas plegable-. ¿O Little Town of
Bethlehem?
- Jingle Bells -dijo Dunworthy, y bajó de la
acera.
- ¡James!
-exclamó Mary, y lo agarró bruscamente por la manga.
El neumático
delantero de la bicicleta no le alcanzó por centímetros, y el pedal le dio en
la pierna. El conductor esquivó, gritando.
- ¿No
sabe cruzar la calle, idiota?
Dunworthy dio
un paso atrás y chocó con un niño de seis años que abrazaba un Papá Noel de
peluche. La madre del niño se le quedó mirando.
- Ten
cuidado, James -advirtió Mary.
Cruzaron la
calle; Mary guiaba el camino. Hacia la mitad empezó a llover. Mary se guareció
bajo la marquesina de la farmacia y trató de abrir el paraguas. El escaparate de
la farmacia estaba adornado con guirnaldas verdes y doradas, y entre los
perfumes tenía colocado un cartel que decía: «Salve las campanas de la
parroquia Marston. Dé un donativo al Fondo de Restauración.»
El carillón
había terminado de masacrar Jingle Bells u O Little Town of Bethlehem y se
enzarzaba ahora con We Three Kings of Orient Are. Dunworthy reconoció la clave
menor.
Mary seguía
sin poder abrir el paraguas. Volvió a guardarlo en la bolsa y cruzó la acera.
Dunworthy la siguió, tratando de evitar colisiones; dejó atrás un estanco y una
tienda de regalos adornados con luces intermitentes rojas y verdes, y atravesó
la puerta que Mary le abrió.
Las gafas se
le empañaron inmediatamente. Se las quitó para limpiarlas en el cuello de su
abrigo. Mary cerró la puerta y se internó en una atmósfera de silencio marrón y
bendito.
- ¡Señor!
-suspiró Mary-. Y yo te dije que eran de los que no ponían adornos.
Dunworthy
volvió a colocarse las gafas. Los estantes tras la barra estaban salpicados de
lucecitas parpadeantes en verde claro, rosa y azul anémico. En la esquina del
bar había un gran árbol de Navidad de fibra sobre una base giratoria.
No había nadie
más en el estrecho pub a excepción de un hombre de aspecto regordete tras la
barra. Mary pasó entre dos mesas vacías y se dirigió al rincón.
- Al
menos aquí dentro no se oyen esas malditas campanas -dijo, colocando su bolsa
en el suelo-.
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