y con la
intuición de que el mundo estaba loco. Y ése era todo su patrimonio. Aunque su
verdadera ascendencia permanecía obscura, desde hacía tiempo en la aldea de
Gavrillac todos habían despejado el misterio que la envolvía. La gente de
Bretaña no era tan ingenua como para dejarse engañar por un pretendido
parentesco que ni siquiera tenía la virtud de ser original. Cuando un noble
apadrina a un niño que no se sabe de dónde ha salido, ocupándose de su crianza
y educación, hasta los campesinos más ingenuos comprenden perfectamente la
situación. De ahí que los habitantes del pueblo no dudasen acerca del verdadero
parentesco que unía a André-Louis Moreau –como llamaron al muchacho– con
Quintín de Kercadiou, señor de Gavrillac, que habitaba la gran casa gris que,
desde una elevación, dominaba la villa situada a sus pies.
André-Louis
había estudiado en la escuela del pueblo al tiempo que se hospedaba en casa del
viejo Rabouillet, el notario que se encargaba de los asuntos del señor de
Kercadiou. Más tarde, a la edad de quince años, lo enviaron al Liceo de Louis
Le Grand, en París, para que estudiara derecho, carrera que, cuando regresó al
pueblo, ejerció junto con el viejo Ra bouillet. Por supuesto, todo esto lo
sufragó su padrino, el señor de Kercadiou, quien, al poner nuevamente al joven bajo
la tutela de Rabouillet, demostró que seguía ocupándose del porvenir de su
ahijado.
André-Louis
aprovechó al máximo estas oportunidades. Al cumplir veinticuatro años, su sabiduría
era tan grande que hubiera provocado una indigestión intelectual en cualquier
mente ordinaria. Sus apasionados estudios acerca de la naturaleza humana, desde
Tucídides hasta los Enciclopedistas, desde Séneca hasta Rousseau, no hicieron
más que confirmar su precoz intuición de la irremediable locura que padece
nuestra especie. En este sentido, no aparece en toda su azarosa vida ningún
indicio que permita pensar que haya cambiado de opinión.
Físicamente
era esbelto, de mediana estatura, con un rostro astuto, nariz y pómulos
prominentes, y abundante cabello negro que le llegaba casi a los hombros. Tenía
la boca grande y en sus labios delgados se dibujaba un irónico mohín. Lo único que
lo redimía de la fealdad era el esplendor de un par de ojos luminosos, siempre
interrogantes, de un castaño obscuro tirando a negro. De su singular facultad
para discurrir, así como de su raro y gracioso don de la palabra, dan fe sus
manuscritos –lamentablemente demasiado escasos–, entre los cuales destacan sus
Confesiones. De sus magníficas dotes oratorias, por entonces él mismo apenas si
era consciente, aunque ya había alcanzado cierta fama en el Casino Literario de
Rennes. Uno de aquellos cafés, ahora ubicuos en el país, donde los jóvenes
intelectuales de Francia se reunían para estudiar y discutir las nuevas filosofías
que influían en la vida social. Pero la fama allí adquirida no podía
considerarse digna de envidia. Su carácter demasiado travieso, demasiado
cáustico, lo inclinaba a ridiculizar las sublimes teorías de sus colegas sobre
la regeneración del género humano. Hasta tal punto era así, que André-Louis
llegó a quejarse de la inquina que todos le tenían, argumentando que lo único
que hacía era ponerlos ante el espejo de la verdad, y que si al reflejarse se
veían ridículos, no era culpa suya. Lógicamente, con eso lo único que consiguió
fue exasperar a sus colegas, a tal punto que consideraron seriamente expulsarlo
del Casino, lo cual resultó inevitable cuando su padrino, el señor de
Gavrillac, lo nombró representante suyo en los Estados de Bretaña. Los miembros
del Casino Literario declararon, por unanimidad, que en un club como aquél,
dedicado a la reforma de la sociedad, no podía figurar el representante oficial
de un noble, un hombre de confesados principios reaccionarios.
Rafael
Sabatini, Scaramouche
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