Las velas se habían
congelado y herían a la mano desnuda que las rozaba,
la cubierta era una
capa de hielo en la que un hombre de mar apenas podía sostenerse;
el viento soplaba por
el nornoroeste, desde el mar bruñido de borrasca,
y sólo los
acantilados y los borbollones nos resguardaban a sotavento.
Antes de que rompiera
el alba, se escuchó el bramido de las olas,
mas fue sólo con la
irrupción de la luz que descubrimos la gravedad de nuestra situación.
Al instante, en un
alarido, enclavamos nuestras manos en cubierta,
sujetamos la cofa y
nos mantuvimos alertas para dirigir el navío.
Todo el día viramos y
viramos entre el Cabo Sur y el Cabo Norte,
todo el día tiramos
de las velas congeladas, sin resultado.
Todo el día, frío
como la caridad, con gran dolor y con temor,
a fin de asirnos a la
vida, por instinto, viramos de un Cabo a otro.
Intentamos eludir el
derrotero del Cabo Sur, pues hacia allá la marea se avenía más calma,
pero cada golpe de
timón más nos acercaba al Cabo Norte.
Así, pues, vimos el
acantilado y las casas, y a las imponentes olas elevarse hasta las nubes,
y al guardacostas en
su jardín, siguiéndonos con su catalejo.
La escarcha cubría
los techos de la villa, blanca como la espuma del mar,
y el fuego, rojo y
reconfortante, ardía luminoso en cada hogar a lo largo de la costa;
las ventanas
titilaban con claridad, las exhalaciones de las chimeneas no cesaban,
y juro que percibimos
el aroma de las viandas, conforme el navío cambiaba de curso.
Con regocijo sonaron
las campanas de la iglesia, hasta el estremecimiento...
pues es justo que les
diga que, de todos los días del año,
aquel día de nuestra
desventura no fue sino la sagrada mañana de Navidad,
y aquella casa apenas
más allá del hogar del guardacostas, el hogar en el que yo nací.
Bien atendí la
calidez de la habitación, y la calidez de los rostros que me recibían:
los plateados
anteojos de mi madre, el plateado cabello de mi padre;
y atendí también al
fogón y sus brasas, un revoloteo de espíritus hogareños
que danzaba hacia la
valija china, que descansaba solemnemente en la repisa.
Y bien supe de qué
hablaban: no hablaban sino de mí,
de la sombra en el
hogar y del hijo que se hizo a la mar,
y del inquieto rapaz,
el perfecto idiota que debí parecerles, por innúmeras razones,
al estar allí,
estrujado por mis ropas congeladas en el sagrado día de Navidad.
El faro se encendió,
la oscuridad comenzó a instalarse en la costa.
“¡Todas las manos, a
aligerar las gavias!”. Escuché el llamado del capitán.
“¡Por Dios, el navío
no lo soportará!”, replicó Jackson, nuestro primer oficial.
“No hay alternativa.
O salimos a flote o nos hundimos, oficial Jackson”, el capitán replicó.
En un vaivén, el
navío se tambaleó... pero las velas eran nuevas, y eran las mejores...
y el navío se orientó
a barlovento, como si nos hubiera comprendido;
y conforme la
invernal jornada llegaba a su fin, a las puertas de la noche,
despejamos la agreste
lengua de tierra, y una luz nos arropó.
Y cuando la proa
apuntaba, nuevamente, hacia el próvido sendero del mar,
toda la tripulación
dejó escapar un lánguido suspiro de alivio. Todos menos yo.
Pues lo único en lo
que podía pensar, bajo el frío y la oscuridad,
era que, una vez más,
me alejaba de mi hogar... y que mis padres... que mis padres envejecían.
Robert Louis Stevenson
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