El doctor Bonenfantes forzaba su memoria, murmurando:
-¿Un recuerdo de Navidad?... ¿Un recuerdo de Navidad?... Sí, tengo
uno, y por cierto muy extraño. Es una historia fantástica, ¡un milagro! Sí,
señoras, un milagro de Nochebuena.
Comprendo que admire oír hablar así a un incrédulo como yo. ¡Y es
indudable que presencié un milagro! Lo he visto, lo que se llama verlo, con mis
propios ojos.
¿Que si me sorprendió mucho? No; porque sin profesar creencias
religiosas, creo que la fe lo puede todo, que la fe levanta las montañas.
Pudiera citar muchos ejemplos, y no lo hago para no indignar a la concurrencia,
por no disminuir el efecto de mi extraña historia. Confesaré, por lo pronto,
que si lo que voy a contarles no fue bastante para convertirme, fue suficiente
para emocionarme; procuraré narrar el suceso con la mayor sencillez posible,
aparentando la credulidad propia de un campesino.
Entonces era yo médico rural y habitaba en plena Normandía, en un
pueblecillo que se llama Rolleville.
Aquel invierno fue terrible. Después de continuas heladas comenzó
a nevar a fines de noviembre. Se amontonaban al norte densas nubes, y caían
blandamente los copos de nieve tenue y blanca.
En una sola noche se cubrió toda la llanura.
Las masías, aisladas, parecían dormir en sus corralones cuadrados
como en un lecho, entre sábanas de ligera y tenaz espuma, y los árboles
gigantescos del fondo, también revestidos, parecían cortinajes blancos.
Ningún ruido turbaba la campiña inmóvil. Solamente los cuervos, a
bandadas, describían largos festones en el cielo, buscando la subsistencia, sin
encontrarla, lanzándose todos a la vez sobre los campos lívidos y picoteando la
nieve.
Sólo se oía el roce tenue y vago al caer los copos de nieve.
Nevó continuamente durante ocho días; luego, de pronto, aclaró. La
tierra se cubría con una capa blanca de cinco pies de grueso.
Y, durante cerca de un mes, el cielo estuvo, de día, claro como un
cristal azul y, por la noche, tan estrellado como si lo cubriera una escarcha
luminosa. Helaba de tal modo que la sábana de nieve, compacta y fría, parecía
un espejo.
La llanura, los cercados, las hileras de olmos, todo parecía
muerto de frío. Ni hombres ni animales asomaban; solamente las chimeneas de las
chozas en camisa daban indicios de la vida interior, oculta, con las delgadas
columnas de humo que se remontaban en el aire glacial.
De cuando en cuando se oían crujir los árboles, como si el hielo
hiciera más quebradizas las ramas, y a veces se desgajan una, cayendo como un
brazo cortado a cercén.
Las viviendas campesinas parecían mucho más alejadas unas de
otras. Vivíanse malamente; cada uno en su encierro. Sólo yo salía para visitar
a mis pacientes más próximos, y expuesto a morir enterrado en la nieve de una
hondonada.
Comprendí al punto que un pánico terrible se cernía sobre la
comarca. Semejante azote parecía sobrenatural. Algunos creyeron oír de noche
silbidos agudos, voces pasajeras. Aquellas voces y aquellos silbidos los daban,
sin duda, las aves migratorias que viajaban al anochecer y que huían sin cesar
hacia el sur. Pero es imposible que razonen gentes desesperadas. El espanto
invadía las conciencias y se aguardaban sucesos extraordinarios.
La fragua de Vatinel hallábase a un extremo del caserío de
Epívent, junto a la carretera intransitada y desaparecida. Como carecían de
pan, el herrero decidió ir a buscarlo. Se entretuvo algunas horas hablando con
los vecinos de las seis casas que formaban el núcleo principal del caserío;
recogió el pan, varias noticias, algo del temor esparcido por la comarca, y se
puso en camino antes de que anocheciera.
De pronto, bordeando un seto, creyó ver un huevo sobre la nieve,
un huevo muy blanco; se inclinó para cerciorarse; no cabía duda; era un huevo.
¿Cómo se hallaba en tan apartado lugar? ¿Qué gallina salió de su corral para
ponerlo allí? El herrero, absorto, no se lo explicaba, pero cogió el huevo para
llevárselo a su mujer.
-Toma este huevo que encontré en el camino.
La mujer bajó la cabeza, recelosa:
-¿Un huevo en el camino con el tiempo que hace? ¿No te has
emborrachado?
-No, mujer, no; te aseguro que no he bebido. Y el huevo estaba
junto a un seto, caliente aún. Ahí lo tienes; me lo metí en el pecho para que
no se enfriase. Cómetelo esta noche.
Lo echaron en la cazuela donde se hacía la sopa, y el herrero
comenzó a referir lo que se decía en la comarca.
La mujer escuchaba, palideciendo.
-Es cierto; yo también oí silbidos la pasada noche, y entraban por
la chimenea.
Se sentaron y tomaron la sopa; luego, mientras el marido untaba un
pedazo de pan con manteca, la mujer cogió el huevo, examinándolo con
desconfianza.
-¿Y si tuviese algún maleficio?
-¿Qué maleficio puede tener?
-¡Toma! ¡Si yo supiera!
-¡Vaya! Cómetelo y no digas bestialidades.
La mujer abrió el huevo; era como todos, y se dispuso a tomárselo
con prevención, cogiéndolo, dejándolo, volviendo a cogerlo. El hombre decía:
-¿Qué haces? ¿No te gusta? ¿No es bueno?
Ella, sin responder, acabó de tragárselo. Y de pronto fijó en su
marido los ojos, feroces, inquietos, levantó los brazos y, convulsa de pies a
cabeza, cayó al suelo, retorciéndose, dando gritos horribles.
Toda la noche tuvo convulsiones violentas y un temblor espantoso
la sacudía, la transformaba. El herrero, falto de fuerza para contenerla, tuvo
que atarla.
Y la mujer, sin reposo, vociferaba:
-¡Se me ha metido en el cuerpo! ¡Se me ha metido en el cuerpo!
Por la mañana me avisaron. Apliqué todos los calmantes conocidos;
ninguno me dio resultado. Estaba loca.
Y, con una increíble rapidez, a pesar del obstáculo que ofrecían a
las comunicaciones las altas nieves heladas, la noticia corrió de finca en
finca: 'La mujer de la fragua tiene los diablos en el cuerpo.'
Acudían los curiosos de todas partes; pero sin atreverse a entrar
en la casa, oían desde fuera los horribles gritos, lanzados por una voz tan
potente que no parecían propios de un ser humano.
Advirtieron al cura. Era un viejo incauto. Acudió con sobrepelliz,
como si se tratara de auxiliar a un moribundo, y pronunció las fórmulas del
exorcismo, extendiendo las manos, rociando con el hisopo a la mujer, que se
retorcía soltando espumarajos, mal sujeta por cuatro mocetones.
Los diablos no quisieron salir.
Y llegaba la Nochebuena, sin mejorar el tiempo.
La víspera, por la mañana, el cura fue a visitarme:
-Deseo -me dijo- que asista la infeliz a la misa de gallo. Tal vez
Nuestro Señor Jesucristo la salve, a la hora en que nació de una mujer.
-Me parece bien, señor cura. Es posible que se impresione con la
ceremonia, muy a propósito para conmover, y que sin otra medicina pueda
salvarse.
-Usted es un incrédulo, doctor, y, sin embargo, confío mucho en su
ayuda. ¿Quiere usted encargarse de que la lleven a la iglesia?
Prometí hacer para servirle cuanto estuviese a mi alcance.
De noche comenzó a repicar la campana, lanzando sus quejumbrosas
vibraciones a través de la sombría llanura, sobre la superficie tersa y blanca
de la nieve.
Bultos negros llegaban agrupados lentamente, sumisos a la voz de
bronce del campanario. La luna llena iluminaba con su tibia claridad todo el
horizonte, haciendo más notoria la pálida desolación de los campos.
Fui a la fragua con cuatro mocetones robustos.
La endemoniada seguía rugiendo y aullando, sujeta con sogas a la
cama. La vistieron, venciendo con dificultad su resistencia, y la llevaron.
A pesar de hallarse ya la iglesia llena de gente y encendidas
todas las luces, hacía frío; los cantores aturdían con sus voces monótonas;
roncaba el serpentón; la campanilla del monaguillo advertía con su agudo
tintineo a los devotos los cambios de postura.
Detuve a la mujer y a sus cuatro portadores en la cocina de la
casa parroquial, aguardando el instante oportuno. Juzgué que éste sería el que
sigue a la comunión.
Todos los campesinos, hombres y mujeres, habían comulgado pidiendo
a Dios que los perdonase. Un silencio profundo invadía la iglesia, mientras el
cura terminaba el misterio divino.
Obedeciéndome, los cuatro mozos abrieron la puerta y se acercaron
a la endemoniada.
Cuando ella vio a los fieles de rodillas, las luces y el
tabernáculo resplandeciente, hizo esfuerzos tan vigorosos para soltarse que a
duras penas conseguimos retenerla; sus agudos clamores trocaron de pronto en
dolorosa inquietud la tranquilidad y el recogimiento de la muchedumbre; algunos
huyeron.
Crispada, retorcida, con las facciones descompuestas y los ojos
encendidos, apenas parecía una mujer.
La llevaron a las gradas del presbiterio, sosteniéndola
fuertemente, agazapada.
Cuando el cura la vio allí, sujeta, se acercó cogiendo la
custodia, entre cuyas irradiaciones de oro aparecía una hostia blanca, y
alzando por encima de su cabeza la sagrada forma, la presentó con toda
solemnidad a la vista de la endemoniada.
La mujer seguía vociferando y aullando, con los ojos fijos en
aquel objeto brillante; y el cura estaba inquieto, inmóvil, hasta el punto de
parecer una estatua.
La mujer mostrábase temerosa, fascinada, contemplando fijamente la
custodia; presa de terribles angustias, vociferaba todavía; pero sus voces eran
menos desgarradoras.
Aquello duró bastante.
Hubiérase dicho que su voluntad era impotente para separar la
vista de la hostia; gemía, sollozaba; su cuerpo, abatido, perdía la rigidez,
recobraba su blandura.
La muchedumbre se había prosternado con la frente en el suelo; y
la endemoniada, parpadeando, como si no pudiera resistir la presencia de Dios
ni sustraerse a contemplarlo, callaba. Luego advertí que se habían cerrado sus
ojos definitivamente.
Dormía el sueño del sonámbulo, hipnotizada..., ¡no, no!, vencida
por la contemplación de las fulgurantes irradiaciones de la custodia de oro;
humillada por Cristo Nuestro Señor triunfante.
Se la llevaron, inerte, y el cura volvió al altar.
La muchedumbre, desconcertada, entonó un tedeum.
Y la mujer del herrero durmió cuarenta y ocho horas seguidas. Al
despertar, no conservaba ni la más insignificante memoria de la posesión ni del
exorcismo.
Ahí tienen, señoras, el milagro que yo presencié.
Hubo un corto silencio y, luego, añadió:
No pude negarme a dar mi testimonio por escrito.
Guy de
Maupassant
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