Estuve
contemplando esta noche a un grupo alegre de niños, reunidos en torno a un
lindo juguete alemán: un árbol de Navidad. Estaba plantado en el centro de una
mesa redonda muy grande, y se erguía muy por encima de las cabezas de aquéllos.
Se hallaba iluminado con multitud de velitas, y centelleaba por todas partes,
deslumbrante de objetos brillantes. Escondidas entre sus verdes hojas había
muñecas de mejillas sonrosadas, y colgando de sus innumerables ramitas veíanse
auténticos relojes (por lo menos, sus manecillas podían moverse, y se les daba
toda la cuerda que uno quería); sujetas entre las ramas, como para amueblar una
casa de hadas, había mesas, sillas, camas, roperos, todos ellos barnizados a la
francesa, y relojes con cuerda para ocho días, y otros utensilios domésticos
maravillosamente fabricados de metal en Wolverhampton; veíanse igualmente en el árbol hombrecitos
alegres y de cara regordeta, mucho más atrayentes que bastantes hombres de
carne y hueso (lo cual no debe maravillar, porque sus cabezas eran postizas y
estaban atiborradas de confites); había violines y tambores, panderos, libros,
cajas de herramientas, cajas de pinturas, cajas de dulces, cajas de estampas
para mirar por un agujero; cajas, en fin, de todas clases; había, para las
niñas grandecitas, diademas mucho más brillantes que las joyas y el oro de las
personas mayores; había cestillos y alfileteros en gran variedad; había
fusiles, espadas y banderas; y brujas, en pie dentro de un círculo mágico de
cartón, dispuestas a decir la buenaventura; había perinolas, trompos
zumbadores, estuches de agujas, seca-plumas, botellas de sales, pinturas de
hombres ilustres, sujeta-ramilletes; frutas de verdad a las que se había dado
un brillo deslumbrador bruñéndolas con oro en hojas; manzanas, peras y nueces
artificiales, llenas de sorpresas; en una palabra, y para emplear la frase que
una linda niña que estaba delante de mí pronunció, dirigiéndose a otra linda
niña, su amiga del alma: «Hay de todo y más». Esta abigarrada colección de los
objetos más diversos, que llenaba el árbol como con frutos de magia, y que
reflejaba el brillo de las miradas que desde todas partes le dirigían (algunos
de los ojos diamantinos que le admiraban, apenas si alcanzaban el nivel de la
mesa, y otros languidecían poseídos de un asombro tímido en brazos de lindas
mamás, tías y niñeras), plasmaba en realidad viva todas las fantasías de la
niñez; y me hizo pensar a mí en que todos los árboles que crecen y cuantas
cosas nacen sobre la tierra tienen para la época inolvidable de la niñez sus
adornos naturales.
Charles
Dickens
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