Fuera reinaba
una helada noche de invierno. Del cielo descendían copos de nieve, grandes como
porciones de helado de cinco marcos. El hielo exhalaba sobre la ventana flores
gélidas. Dentro caía un fulgurante resplandor lunar, pero no llevaba calor.
Hacía rato ya que en la estufa se había apagado hasta el último trozo de
carbón. Todo era frío, oscuridad y silencio. El reloj medía el paso del tiempo
con golpes profundos y sonoros. En la camita, el niño estaba inmensamente triste.
Su madre, por una razón desconocida, todavía no había vuelto del trabajo. Su
padre hacía tiempo que se había ido de casa, poco a poco se convertía en un
recuerdo vago, cada vez más descolorido. El niño tenía hambre. Se encogió en un
rincón de la cama. Chillaba en voz baja como un conejo.
De pronto se
oyeron en la cocina unos pasos prudentes y desconocidos. Por la puerta
entreabierta, el niño vio que un extraño se alumbraba con una pequeña linterna.
Ahora la figura se introducía silenciosamente en la habitación. Era un viejo
ratero con una gorra de visera aplastada. Llevaba el rostro tapado con un
antifaz negro de bandido. Con vivacidad lanzaba miradas a su alrededor. En la
cintura se le balanceaba un racimo de ganzúas. En silencio ató la sábana con
todo lo que le cabía en ella. A continuación volvió a desaparecer. Hay que
reconocer que no se trataba de una persona particularmente mala. Se había
lanzado a la profesión de ladrón sólo por el hecho de no tener éxito en otras
actividades. Además, tartamudeaba un poquito. ¡Imperceptiblemente! A veces,
algunos se burlaban de él por este motivo. Al ver al niño en la camita se dio
un susto tremendo. De miedo le empezaron a castañetear los dientes y a temblar
las rodillas. ¡Ser ladrón era un trabajo difícil!
En cambio, el
niño empezó a reír de felicidad. Se puso de pie en la cama, y tendió las manos
confiadamente hacia el visitante. ¡Estaba contento de tener por fin compañía!
También, finalmente, el ladrón al verse en ese trance se puso a reír. Se dice
que la risa es a veces contagiosa. De pronto el ladrón vio en los ojos del niño
lágrimas secas.
—¡Vaya! ¡Vaya!
—dijo en tono de reproche—. Alguien estaba llorando, aquí.
—¡Mi mamá no
ha vuelto hoy de trabajar! —sollozaba el niño.
—Vendrá dentro
de un rato. ¡Seguro! —dijo el ladrón con voz firme—. Simplemente, sólo se ha
retrasado un poco. ¡Ya verás!
—¿Es que
conoces a mi mamá? —se sorprendió el niño.
—¡Claro que
sí! —mintió el ladrón, atrevido. Ni siquiera se ruborizó—. Es una vieja amiga
mía.
El reloj
volvió a dar la hora. El ratero dio un respingo.
—¡Bueno, pero
ahora, de verdad, tengo que irme! —explicó con una sonrisa de disculpa.
—¡Por favor!
Dile a mi mamá que venga cuanto antes a darme un beso de buenas noches
—imploraba el niño.
—¡Cómo no! Se
lo diré —prometió el ladrón con una voz extrañamente silenciosa. Se dio la
vuelta para marcharse. Titubeó un poco, él mismo no sabía en realidad por qué.
El niño volvió
a llorar silenciosamente a lágrima viva. Tenía mucho miedo de quedarse de nuevo
solo en la habitación.
—¡Por favor!
—llamaba al ladrón—. ¿No podrías, mientras tanto, darme el besito en vez de mi
mamá?
El viejo
ratero, con paso extraordinariamente lento, volvió de la entrada.
—¡Podría!
—dijo con voz estrangulada.
¡Algo así no
le había sucedido jamás en su larga carrera de ladrón! Se quitó el antifaz de
bandido. Besó al niño en la frente lo más tiernamente que supo. También le
acarició los cabellos con su ligera mano de ladrón. El niño se puso a reír de
felicidad.
—¡Ja, ja, ja!
—le acompañó el viejo ladrón. De pronto se le escapó inesperadamente—:
¡Aleluya! —El ladrón se quedó muy sorprendido. Nada semejante había pensado
antes.
Algunas
palabras surgen solas en la boca, sin que podamos influir sobre ellas en modo
alguno. A veces, estas palabras inesperadas son incluso mucho mejores que las
ideas cuidadosamente preparadas de antemano.
—¿Aleluya? —se
sorprendió el niño—. Oye, ¿quién eres tú en realidad?
—¿Yo? —dijo el
ladrón. Repetir la pregunta o al menos una parte de ella, era un viejo truco de
bandolero, apropiado para una situación que requería ganar un poco de tiempo
para poder pensar—. ¿Quién soy? Bueno, sabes, soy un ángel. —No sabía en
absoluto por qué lo decía, en realidad. A él mismo le sorprendió muchísimo.
Incluso agitó las manos como si fueran alas.
—¡Un angelito!
—se animó el niño. Saltaba de alegría con tanta fuerza que le faltó poco para
volcar la cama—. ¡Un angelito de verdad!
El ladrón se
quitó el racimo de ganzúas para que no le estorbaran en el trabajo. Primero
encendió un buen fuego en la estufa. Luego se acercó rápidamente a una tienda
abierta de noche a comprar golosinas escogidas. Preparó una cena excelente. De
primero, una sopa con albóndigas de hígado. Dio la casualidad de que era la
sopa preferida del niño. Luego un pollo asado con guisantes. Un flan de
vainilla. Y para terminar una compota de ciruelas. Sencillamente fuera de
serie. Después de cenar, lavaron juntos los platos. Se entendían muy bien.
Hablaban de todo.
—Oye, ¿eres un
ángel auténtico? —preguntaba el niño.
—¡Sí! —dijo el
ladrón con la boca pequeña.
—¿Seguro?
—quería confirmarlo el niño.
—¡Puedes estar
seguro! —confirmó el ladrón.
—Hmmm —dijo el
niño—. ¿Entonces sabes volar?
—¡Cómo no!
—sonreía el ladrón sin darle importancia.
—¡Por favor,
enséñame cómo se vuela! —dijo el niño—. ¡Nunca he visto un angelito volando!
—Ahora el niño le miraba suplicante. ¡Hasta juntó las manos en un gesto de
ruego! Corrió hacia la ventana y la abrió de par en par. Un aire helado penetró
en el interior. En el cielo brillaba la luna como un plato dorado.
El ladrón
retrocedió horrorizado. No tenía ningunas ganas de saltar desde la ventana.
¡Quién las tendría! El miedo sacudía su cuerpo. Resultaba que se hallaban
arriba del todo, debajo mismo del tejado. ¡En la quinta planta!
—¡Creo que hoy
hace demasiado frío para volar! —se zafaba el ladrón—. ¿No podríamos dejarlo
para otro día?
En eso se fijó
en los ojos del niño. Estaban llenos de esperanza y expectación. También
apareció en ellos la primera huella de la desilusión. ¡Hacía muchísimo tiempo que
no había visto una mirada así! ¿Desilusionar a un niño abandonado? No, no se
iba a atrever a hacerlo realmente.
—¡Pues, bien!
—dijo el ladrón—. Pero lo más probable es que no pueda volver hasta mañana. ¡No
me esperes antes!
Luego, aquel
hombre tomó aliento profundamente. Reunió todo su valor. También cerró los
ojos. Mentalmente se despidió a toda prisa de varias personas que antaño había
amado. Al final saltó desde la ventana. ¡De cabeza! Se tiró de cabeza como si
se tratara de un salto normal a una piscina.
«¡Quizás se
produzca un milagro!», se le ocurrió cuando ya estaba volando.
Pues realmente
tuvo suerte. Le esperaban hacía un buen rato, debajo de la ventana, unos
cuantos ángeles invisibles, pero fuertes. Resultaba que en el cielo seguían
atentamente el desarrollo de los hechos de la habitación. Los ángeles habían
recibido la orden del supremo señor de los ángeles de disponer inmediatamente
todo lo necesario en casos tan extraordinarios.
—¡Claro, jefe!
—dijeron con respeto los ángeles.
Cogieron al
ladrón que caía y desaparecieron con él en la helada noche invernal. El ladrón
se balanceaba como una camisa recién lavada tendida en la cuerda. Planeaban
estupendamente. Al ladrón le parecía estar envuelto en un edredón caliente.
Dieron varias vueltas de lucimiento alrededor de la luna.
El ladrón
saludó haciendo un gesto chulesco con la gorra, para despedirse. Para dar más
alegría al niño hizo unas cuantas figuras acrobáticas.
—¡Ven otra
vez! —gritaba el niño.
—¡Descuida!
—prometió el ladrón.
Ya no tenía
miedo en absoluto. Comprendió que era objeto de un milagro. Dios sabía por qué,
de pronto sintió la necesidad de llorar. Cuando planeaba sobre el paisaje
nocturno y desde lo alto observaba la belleza bajo sus pies, algo se había
movido en lo profundo de su ser. Al principio era un movimiento realmente
pequeño, casi imperceptible. Se prometió a sí mismo solemnemente no volver a
robar nunca más. Y ése fue el milagro más grande que sucedió aquella helada
noche de invierno. ¡Fue un milagro aún mayor que el vuelo con los ángeles
invisibles! En el cielo se oyeron murmullos de satisfacción. Se pusieron las
gafas y empezaron a leer.
—¡Vino un
ángel! —informó el niño a su madre, cuando por fin volvió del trabajo—. ¡Por lo
visto era un viejo amigo tuyo!
—¿Un ángel?
—se asombró la madre. Estaba muy cansada—. ¿Dices que un viejo amigo mío? —No
podía creerlo en absoluto. ¡A quién se le ocurriría hoy contar algo sobre
ángeles! Pero vio la cacerola con la cena preparada. Vio los platos lavados y
la cocina recogida. ¡Veía también la mirada luminosa de su hijo! ¿Quién habría
encendido el fuego de la estufa? Estaba asombrada. No le quedaba más remedio
que creer que en estos tiempos corrientes, de vez en cuando, todavía se podía
encontrar algún que otro ángel.
Al día
siguiente, al anochecer, alguien llamó a la puerta. La madre abrió con
curiosidad. En el umbral de la puerta estaba, perplejo, un hombre con un ramo
de flores. ¡Era el ratero reformado! Con la mano libre amasaba confuso la
gorra.
—¡Buenas
noches, señora! —dijo con la cortesía más escogida. Le dio a la madre las
flores—. Esto es para usted.
—¡Buenas
noches! —dijo la madre amistosamente—. ¡Pase adentro, mi viejo amigo! —Le hizo
un guiño de cómplice.
El ratero
reformado se sonrojó terriblemente.
Petr Chudozilov, Demasiados Ángeles
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