Han pasado
siete largos años desde la primera noche en que él me visitó en mi dormitorio,
siete largos años desde que tuvo lugar la cadena de inquietantes, inolvidables
y peligrosos eventos; eventos que, estoy segura, nadie más creerá, aunque nos
cuidamos de anotarlos de forma escrupulosa. Son aquellas transcripciones de
nuestros diarios —el mío y el de otros— las que miro de vez en cuando para
recordarme que todo sucedió de verdad y que no fue tan solo un sueño.
En ocasiones,
cuando atisbo niebla blanca levantándose en el jardín, cuando una sombra cruza
una pared en la noche o cuando veo motas de polvo arremolinándose en un rayo de
luna, me sorprendo sobresaltándome presa de la expectación y de la inquietud.
Jonathan me aprieta la mano y me mira en silencio con expresión
tranquilizadora, como si quisiera hacerme saber que lo comprende, que estamos a
salvo. Pero cuando vuelve junto a la chimenea para reanudar su lectura, mi
corazón continúa martilleando dentro de mi pecho y me invade no solo la aprensión
de que Jonathan sepa lo que siento, sino otra sensación… el anhelo.
Sí, el anhelo.
El registro
que llevaba —el diario que escribí en taquigrafía con tanto esmero y luego
mecanografié para que pudieran leerlo los demás— no revelaba toda la verdad; no
mi verdad. Algunos pensamientos y experiencias son demasiado íntimos para que
otros los conozcan, y algunos deseos demasiado escandalosos para admitirlos, ni
siquiera ante mí misma. Si se lo revelase todo a Jonathan sé que lo perdería
para siempre, del mismo modo que perdería la buena opinión que la sociedad
tiene de mí.
Sé lo que mi
marido desea, lo que desean todos los hombres. Para que una mujer, soltera o
casada, sea amada y respetada, debe ser inocente: pura de mente, cuerpo y alma.
Yo lo fui una vez, hasta que él entró en mi vida. A veces le temía. Otras le
deseaba. Y, en ocasiones, le despreciaba. Y sin embargo, aun sabiendo lo que
era y lo que anhelaba, no podía evitar amarle.
Jamás olvidaré
la magia de su abrazo, el irresistible magnetismo de sus ojos cuando me miraba
o cómo era girar en la pista de baile entre sus brazos. Me estremezco de gozo
cuando recuerdo la embriagadora sensación de viajar con él a la velocidad de la
luz y el modo en que me hacía jadear con inimaginable placer y deseo con solo
rozarme. Pero lo más asombroso fueron las interminables horas que pasamos
conversando, esos momentos robados en los que desnudamos mutuamente nuestro ser
más íntimo y descubrimos todo cuanto teníamos en común.
Le amaba. Le
amaba apasionada y profundamente, desde lo más recóndito de mi alma y con cada
latido de mi corazón. Hubo un tiempo en el que podría haber renunciado, sin
pensarlo dos veces, a esta vida humana para estar a su lado para siempre.
Y sin embargo…
La verdad de
lo que sucedió ha pesado sobre mi conciencia durante todos estos años
privándome del placer de las cosas cotidianas, despojándome del apetito y
negándome el sueño. No puedo seguir cargando con la culpa que me consume. He de
plasmarlo todo en papel, que nunca habrán de ver otros ojos, pero estoy segura
de que solo escribiéndolo seré al fin libre para olvidar.
James Syrie, Drácula, mi Amor: el
Diario Secreto de Mina Harker
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