Érase una vez…
Ése es el principio de toda historia.
Érase una vez
un mundo llamado Kelanna, un lugar maravilloso y terrible, de agua, barcos y
magia. La gente de Kelanna era igual a ti en muchos aspectos. Hablaban,
trabajaban, amaban y morían, pero eran muy diferentes respecto a algo muy
importante: no sabían leer. Jamás habían oído hablar de la palabra escrita,
nunca habían desarrollado alfabetos ni reglas ortográficas, jamás habían
grabado sus historias tallándolas en piedra. Las recordaban con sus voces y
cuerpos, las repetían una y otra vez hasta que las mismas historias se
convertían en parte de ellos, y las leyendas eran tan reales como sus lenguas o
sus pulmones o sus corazones.
Algunas
historias pasaban de boca en boca, cruzando reinos y océanos, mientras que
otras perecían rápidamente, tras repetirse unas pocas veces. No todas las
leyendas eran populares, y muchas de ellas tenían vidas secretas en el núcleo
de una sola familia o de una pequeña comunidad de devotos, que las susurraban
entre sí para que no se perdieran.
Una de esas
leyendas poco difundidas hablaba de un objeto misterioso llamado libro, que
contenía la clave para acceder a la magia más poderosa que se hubiera conocido
en Kelanna. Había quienes decían que contenía hechizos para convertir la sal en
oro y a los hombres en ratas. Otros decían que con muchas horas y algo de
esfuerzo, uno podía aprender a controlar el tiempo… o incluso llegar a crear un
ejército. Los relatos diferían en los detalles, pero todos coincidían en una
cosa: tan sólo unos pocos tenían acceso al poder del libro. Algunos contaban
que era una sociedad secreta entrenada específicamente para ese propósito, que
generación tras generación se había quebrado el lomo leyendo el libro y
copiándolo, cosechando conocimiento cual si fueran gavillas de trigo, como si
pudieran subsistir únicamente a partir de frases y de párrafos. Durante años
pastorearon las palabras y la magia, haciéndose más fuertes con ellas cada día.
Pero los
libros son objetos curiosos. Tienen el poder de atrapar, transportar e incluso
transformar a quien los lee, si corre con suerte. Pero en el fondo, los libros,
hasta los mágicos, no son más que objetos fabricados con papel, pegamento e
hilo. Ésa era la verdad fundamental que los lectores olvidaban: lo vulnerable
que es el libro a fin de cuentas.
Al fuego.
A la humedad.
Al paso del
tiempo.
Y al robo.
Traci Chee, La Lectora
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