Entre tanto,
Cato y Macro volvieron al camino. El calor de la tarde era opresivo y pronto el
sudor corría por sus rostros mientras caminaban kilómetro tras kilómetro, pasando
junto a granjas bien cuidadas a ambos lados de la carretera. Al final, cuando
el sol empezó a bajar hacia el horizonte, la carretera fue formando una curva
en torno a una suave colina, y unos pocos kilómetros por delante de ellos
vieron toda Roma y sus alrededores extendida ante ellos, ocupando el paisaje
con un vasto manto de tejados con tejas rojas y las elevadas estructuras de
templos y palacios sobresaliendo por encima. Era una imagen que ambos hombres
habían contemplado muchas veces antes, pero que seguía haciendo que el pulso de
Cato se acelerase. La capital del imperio más grande del mundo conocido. Desde
el gran palacio que dominaba el foro, el emperador y su personal gobernaban
tierras que se extendían por la infinita inmensidad de Oceanus hasta los
resecos desiertos del este. Gentes de toda raza, de todo grado de civilización,
o de barbarie, enviaban tributos a Roma y vivían bajo sus leyes. Era
responsabilidad de hombres como Macro y él mismo defender las fronteras de ese
vasto imperio de aquellas tribus y reinos que lo miraban con envidia y
hostilidad.
Cato salió de
la carretera un poco por delante de su amigo para observar la vista y secarse
la frente, y ambos bebieron de la cantimplora de Macro. El asombro de un
momento antes había pasado ya, y Cato ahora sentía un pellizco de aprensión (...)
Volvieron a la
carretera y, aun cuando la noche se cerró sobre el paisaje y la última luz se
desvaneció tras las colinas, la ciudad se mantenía con un resplandor cálido.
Los vehículos y los que iban a pie no hicieron ninguna pausa, sino que
siguieron caminando, atraídos hacia la gran ciudad que exigía que se la
alimentase a cambio del entretenimiento y otros deleites con los cuales atraía
a los visitantes, decenas de miles de ellos. El parpadeo de las antorchas
cubrió todo lo largo de las murallas de la ciudad cuando cayó la oscuridad, y
vieron más luces, así como una serie de fogatas desperdigadas fuera de las
puertas, donde algunos de los viajeros se habían detenido a pasar la noche. Se
reunían todos en círculo en torno al fuego, y se cantaba y se reía, y las
familias disfrutaban del fresco nocturno.
Cato y Macro
fueron adelantándolos. El sonido de un cuerno anunció que había acabado la
primera hora de la noche al llegar a la imponente puerta Rauduscula.
Presentaron sus sellos militares al optio de guardia, para evitar tener que
pagar el peaje, y pasaron por debajo de la arcada. Habían pasado casi tres años
desde la última vez que estuvieron en Roma, y el hedor a alcantarilla, verduras
podridas y agrio moho les resultó insoportable durante un momento.
La línea de la
Vía Ostiensis continuaba a través del barrio del Aventino, densamente poblado,
donde las casas de vecinos, destartaladas, se elevaban mucho más que las de Ostia.
Sólo se veía alguna lámpara de vez en cuando, y la débil luz se derramaba desde
puertas y ventanas para iluminar el camino. Los dos soldados avanzaban por las
aceras elevadas, a un lado de la calle. Todavía había mucha gente fuera,
eludiendo los carros que pasaban traqueteando por encima del empedrado, y
aunque Cato no podía evitar sentir que llamaba la atención, con su túnica del
ejército, nadie pareció hacerles el menor caso, ni a Macro ni a él.
Esto dio lugar
a una ligera y familiar sensación de resentimiento. En Britania, él y Macro
habían dirigido a cientos de hombres, que les respetaban a ellos y a su rango.
Camaradas que habían derramado su sangre y entregado sus vidas para que el
pueblo de Roma pudiera dormir libre de temor de ningún enemigo, y ganarse el
sustento con los frutos de la conquista de los soldados. Sin embargo, aquellas
victorias tan duramente conseguidas por Cato y Macro y el ejército de Britania
eran casi desconocidas en Roma, un simple detalle para la gaceta, que ni
siquiera leía la gente que iba y venía siguiendo sus rutinas diarias. Como si
fueran invisibles. Esa deprimente idea añadió más dolor aún a su corazón cuando
pasaban por el final imponente del Gran Circo y empezaron a bajar la colina
hacia el foro.
El centro de
la ciudad estaba radiantemente iluminado por la luz de las antorchas y los
braseros, y las calles y espacios abiertos llenos de juerguistas, vendedores
ambulantes, prostitutas y ladronzuelos. El escándalo que organizaban se hacía
eco en los muros de los templos y los edificios cívicos. Cato mantenía sujeto
firmemente con la mano el faldón de su morral y avanzó cautelosamente al cruzar
el foro. A su lado, Macro hacía lo mismo, incluso cuando sus ojos hambrientos
examinaban a las mujeres que se asomaban a las entradas de los burdeles. Al
pasar, algunas les ofrecieron sus servicios, pero la mayoría se quedaron
quietas, con expresión apagada, borrachas o demasiado aburridas del incesante
ajetreo de su oficio.
Simon Scarrow, Invictus
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