CALISTO.- En esto veo, Melibea,
la grandeza de Dios.
MELIBEA.- ¿En qué, Calisto?
CALISTO.- En dar poder a natura
que de tan perfecta hermosura te dotase y hacer a mí, inmérito,
tanta merced
que verte alcanzase y en tan conveniente lugar que mi secreto dolor
manifestarte pudiese. Sin duda incomparablemente es mayor tal galardón que el
servicio, sacrificio, devoción y obras pías que por este lugar alcanzar tengo
yo a Dios ofrecido, ni otro poder mi voluntad humana puede cumplir. ¿Quién vio
en esta vida cuerpo glorificado de ningún hombre como ahora el mío? Por cierto
los gloriosos santos, que se deleitan en la visión divina, no gozan más que yo
ahora en el acatamiento tuyo. Más ¡oh triste!, que en esto diferimos: que ellos
puramente se glorifican sin temor de caer de tal bienaventuranza y yo me alegro
con recelo del esquivo tormento que tu ausencia me ha de causar.
MELIBEA.- ¿Por gran premio tienes
esto, Calisto?
CALISTO.- Téngolo por tanto en
verdad que, si Dios me diese en el cielo la silla sobre sus santos, no lo
tendría por tanta felicidad.
MELIBEA.- Pues aun más igual
galardón te daré yo, si perseveras.
CALISTO.- ¡Oh bienaventuradas
orejas mías, que indignamente tan gran palabra habéis oído!
MELIBEA.- Mas desaventuradas de
que me acabes de oír, porque la paga será tan fiera cual merece tu loco
atrevimiento. Y el intento de tus palabras, Calisto, ha sido de ingenio de tal
hombre como tú. ¿Haber de salir para se perder en la virtud de tal mujer como
yo? ¡Vete! ¡Vete de ahí, torpe! Que no puede mi paciencia tolerar que haya
subido en corazón humano conmigo el ilícito amor comunicar su deleite.
CALISTO.- Iré como aquel contra
quien solamente la adversa fortuna pone su estudio con odio cruel.
Fernando de Rojas, La Celestina
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